/ por José Manuel Sariego /
Testamento de la zorra (2)
Se tranquilizaba remirando la fecha de caducidad de su carné: 11/10/2027. Recordaba a menudo en conversaciones con los amiguetes la frase que le soltó el funcionario de la comisaría de policía —tres años ha— al entregarle la tarjeta de plástico renovada: «No vuelva usted hasta dentro de diez años». A lo que Ernesto replicó con reflejos inusuales en él: «Y usted que lo vea».
Quiere decirse que aquel dato del carné de identidad operaba, en su inconsciencia, como salvoconducto, como pasaporte de una vida dilatada un trecho más. O a ese inseguro mástil se agarraba. Quiere decirse que no sentía apremio que lo apurara, que lo impulsara a redactar ese documento testamentario que se traía entre manos
Ya se anticipó en la entrega anterior que cuando decidió iniciar su particular testamento de la zorra ni siquiera la peste del momento —la dichosa COVID-19— era una amenaza. Apenas un hilillo de mierda, una gripe de nada, una broma macabra. Verdad es que la cosa se fue torciendo al paso de los días entre la incredulidad, la incertidumbre y el miedo.
Con todo, lo único que se pretende dejar claro en estos comentarios preliminares, que se extienden más de la cuenta, es que ninguna razón aparente lo azuzaba, ninguna obligación impelía a Ernesto a sincerarse por escrito ante sus hijos, a desnudarse impúdica y gratuitamente, a despellejarse a sí mismo a destiempo. Quizá se trate solo —le queda por pensar a este relator— de otro empeño inútil, el enésimo intento vano de «parar las aguas del olvido».
El buen haiku
Un haiku bueno
es una cepa escueta
recién podada
El haiku nace,
se hinca en cuerpos extraños
y se escabulle.
Igual que el virus
que mata y muta y escapa
a otros planetas.
Mutación de la urbe
En un trastero
se está transformando la
ciudad que habito.
En un trastero
inmenso donde campan
nuestras derrotas.
Bajos trasteros
que abisman: catacumbas
o lazaretos.
Tiempos raros
Una semana
son siete días tontos,
cien eslabones.
Una cadena
sin fin de galeotes,
una condena.
Confusa Nina Simone
No tengo casa,
no tengo ni zapatos,
no tengo faldas.
No tengo suéter,
no tengo ni perfume,
no tengo amigos.
No tengo nombre,
no tengo ni cultura,
no tengo madre.
Tengo mi hígado,
tengo mis pies, mi sexo,
tengo la vida.
Tengo la vida
y me la voy a quedar,
tengo la sangre.
No tengo pito
que tocar, ni libertad,
¿por qué estoy viva?
Illuminati
El fanatismo
obrerista supura
fe, cual Cruzada.
Puñal de Abraham.
Cruz de los nazarenos.
Martirologio.
Lunáticos en
modo redentores de
la clase paria.
Sobras de pus, tras
batallas de elefantes,
manchan las nieves.
No son sanas, no,
las vanguardias, dado que
nunca nos salvan.
Patología común
Lleva siete meses con la sonda puesta. Que se dice pronto. Después de las caminatas mañaneras, las rozaduras le molestan durante no menos de dos horas. Cada poco sufre infecciones que le obligan a ingerir antibióticos que, a su vez, le joden el estómago. Tanto malestar en la pirula, además de los dolores físicos consiguientes, le tiene comido el coco. A punto de volverse tarumba. Se muestra renuente a hacer vida social. Se aísla sin pretenderlo. Como por instinto. Padece un doble confinamiento, según lamenta por wasap entre su reducido círculo de contactos virtuales. Prefiere la cercanía corporal, ahora vigilada o prohibida. Le encanta compartir unos vinos en cualquier chigre. No lo intenta porque —lo tiene comprobado— en cuanto bebe un par de pintas visita al inodoro de seguido. En dos ocasiones reclamó por escrito a la dirección del hospital que se atendiera su caso sin obtener contestación. Se trata —eso le dijeron los médicos desde el principio— de una bien liviana intervención con láser. Ni fecha del preoperatorio le comunicaron al cabo de tanto tiempo. «Quien espera desespera», se consuela el paciente. Y eso que Agapito Suárez de las Cuevas es un paisano comprensivo con la situación de colapso pandémico. Calmo como él solo. Prudente a más no poder.
Mónica mosqueada
Cuando cogió el tren seguía con la mosca detrás de la oreja. Recorrería media España, desde Tarragona hasta Aranjuez, para encontrarse con su amigovio predilecto. En otras ocasiones (antes de decretarse la inmovilidad), habían convenido un punto geográfico intermedio que acortara el desplazamiento a ambos. Esta vez (en los desperezos de la movilidad) no fue así. Intuía que algo no iba bien. Conversaron por teléfono la noche anterior. Le dijo que iría a recogerla a la estación de Madrid, pero lo notó desabrido. Quería convencerse de que el gesto de acudir a recibirla demostraba atención, cariño, galantería incluso; pero algo le decía que el profesor de Lengua y Literatura prejubilado guardaba un secreto fastidioso, si no inconfesable. Algo, algo, algo… no sabía qué. Nada bueno barruntaba. En fin, la mosca detrás de la oreja devenía en una desazón, un desasosiego que no atinaba a fundar en una causa precisa en medio del traqueteo del ferrocarril. Las palabras al teléfono no fueron distintas a las de otras conversaciones previas a una cita: «Te espero, cariño»; «Tres semanas que han parecido un siglo»; «Necesito verte»… Sí, sí, todo parecía igual, excepto que las frases del profesor sonaron esa noche última más cortas de lo normal. Eso: cortantes. Mónica Estrada Paredes se había malacostumbrado, quizás, al tono apacible de aquellos misterios gozosos, dolorosos, luminosos o gloriosos, como salmodias de un rosario en familia, que emanaban de la boca y la imaginación del profesor de Lengua y Literatura prejubilado, que había decidido unilateralmente cortar por lo sano. Romper.
Atasco
Un ataúd se
plantó en medio de un cruce
en Cochabamba.
Evidencia
Quedó clarito:
vejez es mercancía
más que averiada.
Este sistema
no soporta ancianidad
o decrepitud.
Los mercaderes
ganan. Echan senectud
de todo templo.
Pues no producen,
ni perra gorda rentan
los carcamales.
Elogio de la cobardía
Decíalo tu
madre, que en paz descanse.
Repitámoslo:
«Más vale que aquí
viva un cobarde, que allá
muera un valiente».
Animales de costumbres
Si cortan nuestras
rutinas, nos amputan
la felicidad.
Enigma
Nunca entendí en qué
se asienta la alegría
de la pobreza.
Qué pentagrama
regula las músicas
de la miseria.
Carcoma
La murmuración
corroe los puentes de
Madison. Todos.
Écfrasis inútil
Por mucho que te
esmeres con denuedo
en describirnos…
… No acertarás a
pulsar fibras sensibles.
Estamos muertos.
Sangradura
Escupió sangre
al estornudar en el
pliegue del codo.
Guapa
Sentíase guay,
mascarilla en el rostro,
barriga al aire.
Monarca de cuento o pájaro de cuenta
Érase un rey que
gobernaba máquinas
cuentabilletes.
Tedio viral
¿En qué fase, amor,
se inoculó pelusa en
nuestras orejas?

José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.
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