Crónica

Brevísima historia del progreso económico y social en España desde el 19 de julio de 1936 hasta nuestros días

Michel Suárez hace una crónica irónica escrita desde el punto de vista de un entusiasta del franquismo, de la Transición y de los gobiernos de Felipe González y José María Aznar.

/ por Michel Suárez /

Como nos recuerda un riguroso y desapasionado comentarista con madera de historiador, el señor Luis Pío Moa Rodríguez, «el levantamiento legítimo contra un gobierno-régimen ilegítimo» del 18 de julio de 1936 encabezado por el general Francisco Franco supuso un remedio providencial para corregir el destino de un país desgarrado por los separatismos, la masonería, el comunismo. «De aquel levantamiento procede la época de paz más prolongada que haya vivido España desde tiempos lejanos, también de mayor prosperidad, de abandono de viejos odios y, en fin, la democracia», concluye el señor Moa.  

Esto es bien sabido y sólo los espíritus movidos por un ánimo polémico pueden ponerlo en duda. Por ello, ahora que conmemoramos un nuevo aniversario del glorioso Alzamiento Nacional es un buen momento para recorrer brevemente esta ejemplar historia de paz, prosperidad y democracia.

Si nos remontamos a 1936, lo cierto es que no todos vieron de inmediato los beneficios del golpe militar preventivo. En Barcelona, por ejemplo, los trabajadores anarcosindicalistas decidieron plantar cara a los militares y se embarcaron, en su insensatez, en una loca aventura revolucionaria de carácter autogestionario. A aquellos emprendedores se les había metido en la cabeza la idea de que la propiedad privada de los medios de producción es una forma de apropiarse del trabajo ajeno. En La Barcelona rebelde, Antoni Castells Duran nos cuenta el curioso caso de empresa cervecera Damm, fundada por dos alsacianos instalados en la ciudad catalana en 1876. En julio de 1936, colapsado el aparato estatal, los trabajadores se hicieron con las riendas de la empresa y constituyeron un Comité de Control e Intervención. Aunque permitieron a los patrones participar en el nuevo modelo organizativo, estos no tuvieron más remedio que  asumir la igualdad salarial absoluta y la abolición de toda jerarquía.

Parece que a los antiguos propietarios no les quedó muy claro el concepto de autogestión y sustrajeron de la caja fuerte un millón trescientas mil pesetas, en vista de lo cual los trabajadores, reunidos en Asamblea General, decidieron expulsarlos y colectivizar la fábrica. A partir de entonces la Asamblea, compuesta por operarios, administrativos, comerciales y técnicos, se erigió en el máximo órgano de dirección, mientras el Consejo de Empresa, que rendía cuentas ante la Asamblea, se encargaba de las cuestiones técnicas. Contra todo pronóstico, en un contexto nacional e internacional poco propicio para el comercio, la gestión de los trabajadores dio frutos sorprendentes y la Damm se fusionó con otras dos fábricas, la Moritz y la Moravia, orientada a la producción de malta.

Autogestionado por los obreros, el nuevo conglomerado decretó la igualdad de condiciones: se acordó la jornada semanal de cuarenta horas; «una hora de trabajo, una hora de salario», con independencia de la función, el cargo o el sexo; además de implantarse un subsidio de invalidez o muerte, los trabajadores con familia cobraban un complemento por hijo menor de edad y los enfermos recibían el salario regular, quedando exentos de asumir gastos en médicos o medicinas. Se aprobó la jubilación a la edad de sesenta años sin apenas merma salarial y el derecho a un traje anual. Asimismo, al igual que en otras empresas colectivizadas, se construyó una escuela para los hijos de los operarios equipada con duchas, comedores y espacios deportivos.

Los bravucones revolucionarios, sintiéndose capaces de cualquier cosa, tardaron casi tres años en comprender que estos experimentos no pueden durar porque, sencillamente, son contrarios a la naturaleza humana y a los sagrados principios de propiedad y autoridad. En Barcelona la sensatez llegó a finales de enero de 1939 de la mano de las tropas del germanófilo, léase nazi, general Yagüe, que venía de organizar la paz, la prosperidad y la democracia en diversos puntos del país, especialmente en Badajoz, donde aún se guarda un gran recuerdo de sus métodos. Y como a veces, en situaciones excepcionales, hay que tomar decisiones ejemplarizantes por el bien de la población, la primera medida adoptada del ejército de Yagüe en Barcelona fue saquear la madriguera revolucionaria del Ateneu Enciclopédic Popular, para acto seguido reducir a cenizas su espléndida biblioteca en la vía pública. Es una lástima que el gran cineasta Edgar Neville no incluyese en ¡Vivan los hombres libres!, un documental realizado en Barcelona por el Departamento Nacional de Cinematografía en aquellos días del treinta y nueve, la regeneradora quema de libros pregonada por falangistas como Fernando García Montoto, quien no cesaba de advertir que el «libro y la prensa mal inspirados —verdaderamente estupefacientes del alma— habían intoxicado la conciencia colectiva, aletargándola». «Guerra, por tanto, al libro malo» y que «un día próximo se alcen en las plazas públicas de todos los pueblos de la nueva España las llamas justicieras de fogatas, que al destruir definitivamente los tóxicos del espíritu almacenados en librerías y bibliotecas, purifiquen el ambiente, librándolo de sus mismos contaminadores. ¡Arriba España! ¡Viva Franco! ¡Viva España!». (Francesc Tur Balaguer: El bibliocausto en la España de Franco (1936-1939), Piedra Papel Libros, 2018).

Para rematar la faena, después de ocuparse de la literatura disolvente se prohibieron entre vítores a la patria todos los partidos políticos, a excepción, naturalmente, del partido del general Yagüe, la Falange, que a día de hoy continúa dentro de la legalidad democrática.

Concluidos los experimentos revolucionarios, el 17 febrero de 1939 el periodista Carlos Sentís, agente de la SIFNE, una red de espionaje de Cambó en contacto con la Junta de Burgos, publicaba en La Vanguardia, propiedad de Carlos Godó y Valls, miembro igualmente del SIFNE y más conocido por ser el patrocinador del Trofeo Conde de Godó de tenis, un artículo titulado: «Finis Cataloniae? El Fin de una película de gangsters, simplemente». En él Sentís decía esto:

«¡Cómo se ha parecido esta Revolución (en Cataluña) a una inmensa película de “gangsters”! ¡Qué copia tan siniestra de esta producción “standard”, con la cual la judía Hollywood invade el mundo…! Todos recordamos que las primeras manifestaciones de la revolución en Barcelona fueron los grandes coches aristados de “Parabellums” y “Hammerless” derrapando por el asfalto de la calle Balines con los neumáticos chirriantes y enloquecidos. Les faltaba este detalle americano para completar dos años de esta vida de película de “gangsters”; grandes trajes, pistolas en el bolsillo interior de la americana, negocios de exportación —y chantaje […] desorden integral […]. Señores, un poco de reflexión: Bueno, sí: “Los últimos días de Cataluña”… la de Durruti […]. Esto no ha sido más que “The End”, el cartelito de “Fin” de esta gigantesca ampliación de “Scarface” o de “El Imperio del Crimen” […]. Aquella Cataluña acabó; pero la Cataluña real, que diría vuestro y nuestro caro Charles Maurras, hoy, precisamente, empieza a amanecer».

Es cierto, la Nueva España estaba amaneciendo. Entre 1937 y 1939 la aviación nacional y la italiana acabaron con la vida de dos mil cuatrocientas veintiocho personas en Barcelona; se dio la llamativa casualidad, lo comento de pasada, de que todas las bombas cayeron sobre barrios como el Raval, la Barceloneta y Poble Sec, donde no había objetivos militares. Mala puntería de los cruzados, sin duda.

¿Y qué ocurrió con la empresa Damm? Tras poner punto final al «desorden integral» y con los gánsteres autogestionarios mordiendo el polvo, la empresa recobró la cordura de la mano de su nuevo propietario, el señor Demetrio Carceller Segura, gran germanófilo, o nazi, si lo prefiere, uno de los fundadores de Falange y ministro de Industria y Comercio entre 1940 y 1945. Desconozco el destino de la escuela y las instalaciones construidas por los trabajadores durante su gestión de la fábrica, pero lo verdaderamente importante fue el restablecimiento de la brecha entre obreros y patrones en nombre de una España grande y libre. Fue preciso, qué remedio, suprimir algunos, mejor dicho, todos los derechos sociales e imponer leyes laborales severas, pero las aguas volvieron a su cauce: unos mandaban y otros obedecían.

El señor Carceller Segura fue una figura notable en el gobierno del Generalísimo, aunque  todo apunta a que se valió de su influencia como ministro de Industria para acumular un considerable patrimonio personal procedente de mordidas, tráfico de influencias y regalías varias. Pero esta fortuna atesorada de forma un tanto cuestionable no debe hacernos perder de vista el papel crucial de estos hombres, incluido, por supuesto, el Caudillo, convertido él también en millonario merced a su habilidad como contrabandista de café. Gracias a ellos se consolidó una red clientelar de empresarios y jerarcas que, a la postre, encaminaría al país por la senda del progreso económico y social en un régimen de libertades, que no de libertinaje.

No fue fácil: hubo que hacer frente a los numerosos enemigos de España, que jamás le perdonaron ni su independencia ni su defensa de los principios cristianos. Ya en junio de 1939, Franco avisaba: «Existe una ofensiva secreta contra nuestra patria que dirigen los que alentaron los horrendos crímenes de la España mártir, y a quienes secunda, con toda actividad, la masonería internacional». Y no era sólo la masonería: Carrero Blanco denunció la existencia de otras dos malvadas internacionales «con enormes medios de captación y de propaganda», cuyo propósito era «dominar al mundo y ejercer un totalitarismo universal», a saber, «la internacional comunista y la internacional socialista». Ciertamente, estos «totalitarismos (Comunismo, Socialismo y Masonería)» tenían «objetivos finales distintos», pero los tres, «en lo espiritual ateos», pretendían «hacer desaparecer los regímenes que, como el nuestro (católico, antisocialista, anticomunista anticapitalista y rabiosamente independiente), son impermeables a su acción de dominio».

Finalmente, después de los duros años de posguerra marcados por el acoso de las internacionales del mal y la carestía, y casi dos décadas de flirteos autárquicos, el régimen dio un giro hacia el progreso de la mano de los tecnócratas opusdeístas y el panorama comenzó a clarear. Con el desarrollismo por bandera, la economía del país pasó a pivotar sobre la industria, la banca y la construcción. Entre 1961 y 1973 la flecha del crecimiento no dejó de apuntar hacia el cielo; España despegaba entre altos hornos, minas y ladrillos, pero el as más espectacular del régimen fue el turismo de masas, que tuvo un origen de lo más interesante. Al término de la segunda guerra mundial el territorio español se convirtió en una ganga para el blanqueo de las fortunas que algunos nazis habían acumulado durante el Tercer Reich. A este dinero, un tanto sospechoso, todo hay que decirlo, debemos añadir el gran estímulo procedente de la reactivación económica europea. Así, el lavado de capital de los oficiales nacionalsocialistas, reciclados en hombres de negocios, proporcionó un impulso decisivo al incipiente entramado turístico nacional. En algo más de una década, de 1961 a 1973, los visitantes se multiplicaron por diez y para recibir esa avalancha el régimen convirtió las ciento cincuenta mil plazas disponibles en un millón trescientas mil. Este fue el semillero del que surgieron los grandes nombres del sector turístico, empresarios de corte caciquil muy bien conectados con los gerifaltes franquistas y con influencia en las administraciones regionales.

Por aquél entonces los nacionales ya contaban con la experiencia del señor Luis Antonio Bolín Bidwell, corresponsal del Abc en Londres y encargado de poner el Dragon Rapide a disposición del general Franco para su traslado desde Las Palmas hasta Tetuán el 18 de julio del 36. El 30 de enero de 1938, como Jefe Nacional del Turismo, el señor Bolín llevó a la práctica su genial idea de las «Rutas Nacionales de Guerra», un tour operador que paseaba  a visitantes extranjeros por los escenarios en los que se había librado la guerra de liberación nacional. España, beautiful and different, según Bolín, descubrió en el turismo una«espléndida ventana» al exterior que, por si fuera poco, «proporcionaba divisas».

Es cierto que los turistas ya no se llamaban Théophile Gautier ni Élisée Reclus, sino Ingrid o Erika, muchachas estupendas con minúsculos bikinis «que bebían, fumaban, enseñaban los muslos y el escote», como recordaba Alfredo Landa, intérprete, junto a José Luis López Vázquez o Paco Martínez Soria, del «racial celtíbero español». Pero el turismo no sólo era «un gran invento», sino también muy variopinto, ya que por la piel de toro pasaron viajeros de lo mas exótico. Generosa y acogedora, la España del Movimiento Nacional supo situarse a la altura de las circunstancias y prestó su ayuda a muchos alemanes represaliados, viejos aliados que huían de la ruinas de la guerra. Por no citar más que un nombre de quienes se desvivieron por estos refugiados, recordemos a Clara Stauffer Loewe, Clarita, la hija del gerente de cervezas Mahou, emparentado por matrimonio con la familia Loewe, vibrante falangista reclamada por británicos y americanos por sus actividades de apoyo logístico a fugitivos nazis, de la que se afirma que llegó a cobijarlos en Oviedo, algo a lo que, faltaría más, el gobierno español se negó.

Con el sector turístico viento en pompa y la industrialización siguiendo una curva ascendente, otro falangista, José Luis Arrese, ministro de la Vivienda de 1957 a 1960, desveló el verdadero plan de un régimen más progresista que nunca: «Queremos un país de propietarios y no de proletarios». Transitando por los derroteros del progreso económico y social, al menos hasta la crisis del petróleo de 1973, España fue escalando posiciones en la lista de países industrializados mientras multiplicaba propietarios. También crecieron de forma vertical los lucros empresariales, firmemente anclados en la roca del régimen que, por un instante, pareció zozobrar con la muerte de su fundador y guía. Fue entonces cuando, excepto los inmovilistas, los hombres del Movimiento se movieron como nunca y fueron a parar al centro político. Así, los mismos que habían destruido un régimen parlamentario en el treinta y seis lo devolvían, corregido y aumentado, en el setenta y siete. Entre aquellos jerarcas tan dinámicos estaba el señor Carlos Sentís, Premio Nacional de Periodismo de Cataluña en 1998, quien, tras haber denunciado las «películas de gánsteres» protagonizadas por anónimos trabajadores, tomó conciencia de las nuevas necesidades democráticas del país sin necesidad de renunciar a los ideales del «caro Maurras».

Para chasco de los aguafiestas, todo se resolvió a pedir de boca y los españoles conseguimos con la Transición «algo hermoso, algo magnífico, conseguimos una democracia», como nos recuerda el señor Arturo Pérez-Reverte. ¿Y cómo lo conseguimos, se preguntará? Usted ya lo sabe, pero dejemos que nos lo explique un politólogo académico, de izquierdas, para más señas, para no levantar suspicacias.

En esa hora decisiva, afirma el señor Alberto Reig Tapia, «los actores relevantes del franquismo, actuando como actuaron para beneficio general del país», dejaron de ser «franquistas automáticamente» y pasaron a ser demócratas. «¿O es que la filiación falangista de Adolfo Suárez o FedericoMartin Villa [sic] resulta más relevante desde cualquier perspectiva que su eficaz actuación desmantelando el régimen franquista y cincelando los pilares de la nueva sociedad democrática? El pedigrí democrático carece de importancia a estos efectos, pues obras son amores y no buenas razones. Ciertamente, el rey fue nombrado a dedo por Franco, pero heredó casi todos sus poderes y supo utilizarlos muy bien para implementar la transición a la democracia al mismo tiempo que se iba desprendiendo de ellos a favor de la soberanía nacional».

Para decirlo todo, existen voces que discrepan de esta lectura; pienso concretamente en los lectores de Albert Camus, convencidos de que la libertad «no es un regalo que se recibe de un Estado o de un jefe, sino un bien que se conquista a diario, gracias al esfuerzo de cada uno y a la unión de todos». Igualmente, hay quien entiende que incluir en la lista de los que «dejaron de ser franquistas automáticamente» algunos nombres propios resulta un tanto forzado. Nombres como el del señor Rodolfo Martín Villa, a quien una jueza argentina imputó crímenes de homicidio y de lesa humanidad que, a diferencia de nuestra sobrevenida democracia, en Argentina no prescriben. En 2018, el señor José de la Mata, juez del Juzgado Central de Instrucción número cinco de la Audiencia Nacional, estampó su firma, con el respaldo de la fiscalía, en un auto que impedía a la justicia argentina tomar declaración al exministro en virtud de la ley de Amnistía redactada por los «actores relevantes del franquismo» que actuaron como actuaron «para beneficio general del país».

Una pena, como reconoce el propio Martín Villa, quien no pensaba escudarse en «la Ley de Amnistía, ni en la no extradición ni en la prescripción del delito»: «No lo quiero. En ese asunto se ha escrito con renglones torcidos, pero ahora me da la ocasión de defenderme». Una lástima, realmente, porque de haber declarado, además de demostrar su inocencia, también habría podido esclarecido de una vez por todas que el caso Scala (Barcelona, 1978), donde dos trabajadores de la CNT, contraria a los Pactos de la Moncloa, murieron en extrañas circunstancias, no tuvo nada que ver con infiltrados, complots y guerra sucia del Estado.

En definitiva, como apostilla Reig Tapia, durante la Transición «hubo muchas renuncias y frustraciones», pero «se rompió una especie de maleficio que había venido impidiendo cohonestar libertad y democracia, paz, tolerancia y prosperidad». Aquí es donde se ve el gran trabajo de los hombres del Movimiento, que lograron la proeza de cohonestar todas esas cosas al mismo tiempo. Y para ello contaron con la inestimable colaboración de actores políticos procedentes de la oposición antifranquista, sobre los que no han cesado de sobrevolar rumores malintencionados. En todo caso, es difícil dudar de su honestidad e independencia: «por curiosidad», escribe Reig Tapia, «¿a qué clase de elites pertenecían y representaban los miembros de la comisión negociadora Gobierno-Oposición, que estaba constituida por Francisco Fernández Ordoñez (socialdemócratas), Santiago Carrillo (PCE), Joaquín Satrústegui (liberales), Felipe González (PSOE), Enrique Tierno Galván (Partido Socialista Popular [PSP]), Antón Canellas (demócrata cristianos), Valentín Paz Andrade (Galicia), Julio Jáuregui (País Vasco) y Jordi Pujol (Cataluña)? ¿Eran todos ellos ajenos “a las reivindicaciones más transformadoras nacidas de la oposición a la dictadura”?».

Manuel Fraga, exministro de la dictadura y fundador de Alianza Popular, actual PP, departe con Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España

Como todo es matizable, también aquí se podrían levantar algunos reparos. Hasta donde sé, el señor Pujol no se sintió muy identificado con, pongamos por caso, los huelguistas asamblearios de Roca en 1976, y no tengo noticia de que participase en las Jornadas Libertarias Internacionales de 1977, celebradas en el Parque Güell. Tampoco queda claro el posicionamiento de esos señores en relación a la masacre de Vitoria de 1976; pero en fin, todo eso es agua pasada. (El término masacre lo tomo de una comunicación interna de la policía: «Si desalojan por las buenas, vale; si no, a palo limpio. Sacarlos como sea, cambio»; «Por cierto, aquí ha habido una masacre, cambio. De acuerdo, cambio. Pero de verdad, una masacre, cambio»; «¿Qué tal está el asunto ahora por ahí?, cambio. Te puedes figurar, después de tirar mil tiros y romper toda la iglesia de San Francisco, ya me contarás como está toda la calle, cambio. Muchas gracias, buen servicio, cambio»).

Por otro lado, un observador imparcial tal vez hubiese puesto objeciones a la manera en que la Transición selló el pasado inmediato del país, favoreciendo una lectura un tanto ambigua de la guerra civil. ¿Recuérdalo tu y recuérdalo a otros? ¿Pero para qué despertar viejos odios, como bien dice el señor Moa? Lleva razón la señora Carmen Iglesias, directora de la Real Academia de la Historia, cuando afirma que «la sociedad que no valora su historia va hacia su precipicio», así que para no caer en un oscuro foso fue necesario reconocer que la guerra «la quisieron unos grupos radicalizados de extrema derecha y de extrema izquierda», no «el ciudadano común». Aquello fue «un gran error de todos», concluye.

Es reconfortante comprobar la imparcialidad con que los intelectuales se han involucrado en el debate sobre la historia reciente del país, un debate al que también se han sumado algunos escritores de éxito. El señor Arturo Pérez Reverte revela en «Sobre héroes y/o asesinos» (XL Semanal, 31 mayo de 2020) sus conversaciones con un vecino, «un jubilado tranquilo y amable» que había integrado las partidas antimaquis de la Guardia Civil. Cuando recordaba a sus presas, se le «enturbiaba la mirada y sonreía triste: “Era gente brava que había tenido un ideal y tuvo mala suerte. Ellos cumplieron con el que creían su deber y nosotros con el nuestro”». Al fin un aherrojado intelectual lo dice sin pelos en la lengua: la guerra civil fue un choque de ideales; cada uno defendió los suyos y todos son igual de respetables.

Al señor Reverte nadie le explicó tan bien como aquel cazador de guerrilleros que los maquis «fueron heroicos y criminales, como muchos de quienes los persiguieron». Y si Paco, su vecino, «que era Guardia Civil y los mataba, hablaba de ellos con lucidez crítica y con respeto, no sé quién puede creerse con derecho a hacerlo de otra manera». ¡Bien dicho! ¿Quién mejor que el integrante de un cuerpo represivo paramilitar de un régimen golpista apoyado por nazis y fascistas para explicarnos que sus elevados ideales eran tan nobles como los de Quico Sabaté, Ramón Vila Capdevila, Massana o Josep Lluís Facerías, quienes, tras haber pasado por campos de concentración franquistas o haber combatido en la Resistencia contra el fascismo en el continente, regresaron clandestinamente a España para desafiar a una implacable maquinaria policial y militar sin más apoyos que redes de solidaridad locales?

Josep Lluís Facerías, guerrillero anarquista

Este tono conciliador es también el de Reig Tapia, quien arremete contra todos aquellos a los que les hubiese gustado «montar una especie de Núremberg 40 años después». Correcto: aquí paz y después gloria. Sin embargo, a la afirmación de la señora Iglesias de que «estamos en una época compleja, ya que no sólo se niega la historia, sino que se niega y se falsea la verdad de los hechos, los acontecimientos», un abogado del diablo objetará que la forja de esa «memoria compartida» es difícilmente compatible con fundaciones como la Francisco Franco o la Don Ramón Serrano Suñer, institución cultural de competencia estatal desde 1997 por iniciativa del señor José María Aznar, en la que los investigadores procurarán en vano la documentación que cabría esperar del ministro de Interior entre 1938 y 1940. No parece pues que el señor Reig Tapia tenga motivos para quejarse de que no podamos saber toda la verdad porque en los archivos históricos las carpetas sobre represión nacional crezcan telarañas.

Con un saldo de setecientos muertos entre 1975 y 1982, una Transición menos pacífica de lo que se afirma colocó al país sobre los railes de la democracia y los hombres del Antiguo Régimen se hicieron liberales, hermosa palabra que viene de libertad. España dejó de ser «anticapitalista» (Carrero Blanco) y se apuntó, rosa en mano, al libre mercado. Fueron buenos años para España; la «moderación salarial», es decir, la baja remuneración de los trabajadores, la temporalidad, la precariedad laboral y el desmantelamiento del movimiento vecinal diseñado por el PSOE se correspondió, así, como por azar, con un incremento de los beneficios de los empresarios. La entrada en la Unión Europea coincidió, también por casualidad, con un delirio constructor que hizo las delicias de las grandes inmobiliarias y los empresarios del sector turístico. En 1988, el ministro socialista de Economía y Hacienda socialista Carlos Solchaga envió un claro mensaje a la ciudadanía: el «comportamiento fiscal de los empresarios ha mejorado sustancialmente», y en consecuencia, «España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo en Europa y quizá del mundo. No sólo lo digo yo: es lo que dicen los asesores y expertos bursátiles».

Además de propietarios, como quería Arrese, con los socialistas los españoles pudieron hacerse ricos de la noche a la mañana; y cuando digo «los españoles» me refiero a todos, comenzando por el primero. Según se dice, hasta en la Zarzuela se instaló una máquina para contar dinero. Con ese mismo espíritu, tras el ciclo socialdemócrata, don José María Aznar, «el mejor jefe de Gobierno de toda la historia de España», «no ya desde la Transición, sino desde siempre» (Sánchez Dragó), decretó el todo urbanizable, desatando un proceso de segregación urbana y una querencia generalizada por el centro comercial, el edificio de marca (Calatrava, Frank Gehry, Niemeyer), el hotel de lujo, el resort y los parques temáticos. Si en 1990 el suelo edificado era de 6,7 millones de km2, en 2005 había alcanzado los 10,2 millones, mientras el parque de viviendas pasó de 17 millones en 1991 a 25 millones en 2011, cifras asombrosas para un país con una tasa de natalidad más bien raquítica.

Las instituciones académicas estuvieron a la altura del momento histórico. Siempre atenta a los méritos de aquellos individuos que gozan de un alto reconocimiento social, cultural y político, la Universidad distinguió con doctorados honoris causa a los artífices de aquella España embalada, bienhechores, filántropos y agentes del progreso en general como José María Aznar, Jordi Pujol (¡diez doctorados!) y los presidiarios Gerardo Díaz Ferrán, Rodrigo Rato y Mario Conde.

Con el turismo asentado como fuente primordial de ingresos, las administraciones locales y autonómicas se declararon una guerra sin cuartel para hacerse con la concesión de megaproyectos e infraestructuras de ocio, y no titubearon a la hora de aniquilar lo que quedaba de su territorio para atraer veraneantes. En ocasiones, los proyectos tenían un acentuado carácter social, como los aeropuertos sin aviones, los AVE sin pasajeros o el frustrado Eurovegas, un Sodoma y Gomorra madrileño patrocinado por un gobierno clerical.

España iba bien, muy bien, gobernada con pulso firme por un gran estadista, intelectual y gran lector, como constataron incluso los intelectuales más radicalmente críticos con el poder: «Consuela y tranquiliza saber que nos gobierna un hombre capaz de jugar al pádel, de leer a Borges, y de ir al teatro mientras capea tempestades o lo que se tercie con las zapatillas plantadas en la boca de riego de la pupila del ojo del tifón de la res publica» (Sánchez Dragó). Aunque no se entienda muy bien eso de la «boca de riego» y la «pupila en el ojo del tifón», es justo reconocer que el señor Aznar repartía consuelo y tranquilizaba mucho, sobre todo a los políticos comisionistas, los agentes urbanizadores y los empresarios del ladrillo, mientras leía a Borges (¿Historia universal de la infamia, tal vez?) e inflaba una burbuja inmobiliaria que reventaría diez años después, frenando las paranoicas perspectivas de crecimiento nacional y sembrando el país de empresas quebradas, ahorradores desplumados y edificios fantasma.

Los que entonces no se enriquecieron fue porque no supieron o no quisieron, porque oportunidades hubo, ¡y cómo! Sin embargo, incluso los buenos tiempos poseen su lado menos ejemplar. Así, en un inesperado e insólito giro de guion, la justicia tiró lo justo de la manta para que en 2009, apenas dos años después del estallido de la burbuja, se abriesen setecientas treinta causas contra cargos público. De repente, tras la euforia económica, los asalariados que se creían propietarios y hacían sus pinitos en bolsa comenzaron a tener noticias de entramados caciquiles, redes clientelares, políticos conseguidores, sobresueldos, sobres, cajas B, contabilidades paralelas, dinamizadores urbanos, pelotazos, estructuras piramidales, reclasificaciones, adjudicaciones fraudulentas, comisiones, rescates de autopistas, recortes, indemnizaciones millonarias por lucros cesantes, administración desleal, evasión fiscal, cohecho, prevaricación, etcétera. Todo muy decente y casi legal, mientras no salga a la luz pública. En Taxonomía del lucro (Madrid: Siglo XXI, 2019), José Manuel Naredo echa mano de una frase de Lewis Mumford para sintetizar la esencia de este liberalismo: «la búsqueda de puestos y privilegios, la adulación abyecta, el nepotismo (unidos a) la apatía moral generalizada y el fracaso de la responsabilidad, cívica: cada uno pilla lo que se puede llevar».

Algo de eso hay, no lo niego. Como el hombre es un lobo para el hombre y el emprendedor de sí mismo no deja de ser humano, de vez en cuando obedece a sus instintos y trata de sacar tajada a costa de sus semejantes. Pero esto debe ser matizado: como declaró Fèlix Millet, el depredador del Palau, «hay unas cuatrocientas personas, no tiene que haber muchas más, que nos encontramos en todas partes». Pues eso: sólo algunos cientos que se aprovechan de una arraigada simbiosis entre el Estado y el empresariado nacional para seguir las simpáticas consignas de Arrese y Solchaga.

Sin embargo, considero un error caer en el derrotismo y afirmar que la corrupción y la apatía han arraigado en suelo nacional. Esta visión oculta los grandes progresos en campos como el sindical. Y no me refiero a la actividad de los sindicatos mayoritarios, salvajemente combativos, que han hecho sudar tinta a la patronal antes de engullir todas sus exigencias en las sucesivas reformas laborales: pienso, sobre todo, en las nuevas formas de acción sindical. Durante las Navidades de 2019, trabajadores de un conocido supermercado se manifestaron contra la huelga convocada por sus compañeros para que la empresa considerase como tiempo de trabajo los veinte minutos diarios de descanso y reconociese las categorías laborales. Es posible que haya pasado desapercibido, pero este nuevo sindicalismo supone un verdadero hito en la historia de las luchas obreras.

En otros aspectos hemos avanzado regular. Es difícil no darles la razón a los sociólogos que apuntan un creciente aburguesamiento de los asalariados. Prueba de ello es el caso de los trabajadores de Amazon, que han puesto el grito en el cielo por la imposición patronal de una pulsera que permite a la compañía controlar todos sus movimientos y, sobre todo, sus pausas. Los empleados han interpretado este gran avance en la racionalización del trabajo como una inaceptable medida de geolocalización que reedita la esclavitud laboral.

Pero estos desahogos son muy marginales y, a pesar de las voces que denuncian un solapamiento del poder económico y político que distorsiona el perfecto equilibrio garantizado por el mercado como mecanismo infalible de asignación de recursos y méritos, el progreso ha absorbido todos los atavismos de otro tiempo y nos empuja hacia cotas superiores de bienestar, crecimiento, desarrollo sostenible y democracia en un contexto de capitalismo verde. Así es su inexorable ley, aunque a veces, pocas, haya que echarle una mano, como bien sabía Friedrich Hayek, quien en abril de 1981 declaraba a El Mercurio de Chile: «Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente». En otros términos: si la mano invisible de Adam Smith se despista un momento, es legítimo recurrir a la mano dura de dictaduras liberales como la de Pinochet.

¡Ah, se me olvidaba! Supongo que querrá usted saber qué fue de la Damm. Pues, por desgracia, parece que últimamente los descendientes del señor Carceller, que siguen controlando una parte de las acciones de la empresa, han pasado por algún que otro apuro judicial. En 2016 la fiscalía solicitó cuarenta y ocho años de prisión para el patriarca, Demetrio Carceller Coll, y catorce para su hijo, Demetrio Carceller Arce, por la comisión de trece y cuatro delitos respectivamente contra la hacienda pública, amén de otros muchos ya prescritos. Según el fiscal, desde 1990 Demetrio Carceller Coll, que ha tenido una dilatada vida empresarial en Hidrocantábrico, Sevillana de Electricidad o Banco Herrero, «se ha dedicado a ocultar sus rentas y patrimonio a la Hacienda Pública española simulando residir fuera de España». Panamá, Luxemburgo, Portugal y las Antillas Neerlandesas fueron algunos de los escondrijos favoritos de la familia. Al parecer, el señor Carceller, con residencia fiscal en Portugal, vivía a caballo entre el Barrio de Salamanca y el municipio madrileño de Galapagar. Los escépticos con el sistema democrático han tenido que guardarse sus sarcasmos sobre la eficacia del Estado a la hora de perseguir la corrupción al hacerse público el pago de una multa de 93 millones de euros por parte de la familia Carceller. Afortunadamente, esta cifra apabullante, aproximadamente el tres por ciento del patrimonio familiar amasado desde el triunfo del Movimiento Nacional, no ha afectado a la viabilidad de sus negocios. En el actual momento de emergencia, creadores de riqueza y puestos de trabajo («de mierda», como diría Graeber) como la familia Carceller han declarado su voluntad de firmar un nuevo pacto de Estado con el gobierno «más progresista de la historia» («¡Al virus lo paramos entre todos!»), con el objetivo de llevar a cabo una reconstrucción nacional que enderece el rumbo de la patria y abra un nuevo horizonte de progreso social y económico en un marco de derechos y libertades y bla bla bla.


Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.

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