Poéticas

Elogio de la cerveza

Álvaro Valverde reseña 'La cerveza, los bares, la poesía', una antología de poemas bebedores compilada por Jesús García Sánchez y publicada por Visor. Se incluye una selección de poemas de Ángel González, Anna Ajmátova, Eduardo Lizalde, Ernesto Cardenal, José Carlos Becerra, Rafael de León y Raymond Carver, así como un texto en prosa de Jesús García Sánchez sobre la Kon Tiki, el local donde recalaba Ángel González a la vuelta de Albuquerque.

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Según costumbre, la colección de poesía de la editorial Visor celebra la conquista de otra centuria con una antología. Así, el número 1100 de su acreditado catálogo poético lleva por título La cerveza, los bares, la poesía y es, cómo no, un florilegio a cargo del director de la casa, Jesús García Sánchez, más conocido en los medios literarios como Chus Visor. Ya sabemos lo que hizo durante el confinamiento. 

El prólogo, firmado también por él, es un extenso y minucioso ensayo sobre el asunto a tratar, esto es, la cerveza, las tabernas, los bares y cafés… De la poesía se habla menos. Quiero decir que la introducción se centra más en lo histórico que en lo literario, por más que se aborden asuntos relacionados con la poesía. Historia y antología empiezan en el mismo punto, con el Poema de Gilgamesh, donde encontramos la primera mención acerca de la cerveza. Una bebida que usaron los egipcios y los incas y que estuvo presente, además de en Babilonia, en la China antigua, en la Grecia clásica (cita a Herodoto y Plinio), en las sagas escandinavas (en el Kalevala), en el Imperio romano (mencionada por médicos como Hipócrates o Galeno —y antes por el griego Dioscórides— o por el orador Tácito). La primera mención en España se debe al obispo Paulo Osorio, al describir el cerco de Numancia. 

Por seguir el orden cronológico (el utilizado en la compilación), llegaríamos a Shakespeare («Daría toda mi fama por una jarra de cerveza») y la gran tradición bebedora británica y al Renacimiento (que es cuando se generaliza su uso en todas las clases sociales). Y a su relación con la Iglesia y los monasterios (a los monjes concedió Carlomagno el monopolio de su fabricación). Alude a Lutero (que se casó con una maestra cervecera) y a Carlos V (que se trajo a Yuste a los suyos) y Felipe II y a cómo los médicos de la época se opusieron a su consumo (saludable para sus antecesores, como los citados más arriba), porque «no está en costumbre» (que era del vino). Fue monopolio del Estado desde 1701 hasta 1833. Se inventa luego la máquina de vapor y se industrializa. Y ahí, Louis Pasteur y sus Estudios sobre la cerveza.

Recuerda el editor a los ilustrados (a Jovellanos, por ejemplo). Y a Larra, a Galdós (y La Fontana de Oro), Pla, Gómez de la Serna… El malditismo y la bohemia (de los nuestros del 900: Carrere, Buscarini, Gálvez, Fortún, Bacarisse…). Y Dickens, Sterne, Diderot, Voltaire… Y no olvida el «carácter democrático» de bares, botillerías o cervecerías que nacen en Gran Bretaña y se extienden por los Estados Unidos de América (piensen en el western). Y no faltan en el estudio los nombres de Valle Inclán, Rubén Darío (un consumado bebedor, como tantos escritores), Pessoa, Camus, Dylan Thomas, Camba, Ruano, Sándor Márai, Ribeyro, Bacon, Mann, Magris (el de Microcosmos), Kraus, Lévinas… Ni gente que escribe en los bares, como Hierro, Aira, Modiano

Los poetas del 50 conformaron una generación etílica: baste evocar a Benet, Ángel González, Caballero Bonald, Gil de Biedma, Barral, José Agustín Goytisolo, Gabriel Ferrater o Claudio Rodríguez. Tan adictos al alcohol como lo fueron Li Po, Jayyam, Catulo, Sócrates, Ovidio, Lope, Góngora, Quevedo, Baudelaire, Rimbaud, Dostoyevski, los Beat (Ginsberg, Kerouac), Lowry, Bishop, Lowell, Faulkner, Auden («Yo soy un borracho»), Rulfo, Hamsun (que recogió el Nobel borracho), etcétera. Hasta Menéndez Pelayo fue un bebedor insaciable. Sí, hubiera sido más fácil antologar a los poetas sobrios, que tan mala fama han gastado. (Alguno, como Manuel Vilas, habría estado, eso sí, en las dos.)

Se cierra el prólogo con el Decálogo del Gran Bebedor, obra del colombiano Álvaro Mutis.

La antología (que, por cierto, recoge textos en prosa y a traductores diversos) en sí es muy amplia (el libro tiene 400 páginas). Ya se dijo que empezaba con un fragmento de Poema del Gilgamesh. Continúa, pongo por caso, con la Antología Palatina, Carmina Burana, Ovidio, Villon, Shakespeare, Franklin, el Kalevala, Verlaine, Stevenson, Cavafis, los hermanos Machado, Eliot, Morand, Pessoa, Chesterton, Jünger, Ajmátova, Sucre, Noel, Cunqueiro, Gómez de la Serna (Pombo), los del 27 (Lorca, Diego, Alberti), Fitzgerald, Neruda, Pavese, Lezama, Celaya, Rojas, Bernier, Benedetti, Celan, Cardenal, los del 50 (ya citados antes), el tigre Lizalde, Gelman, Becerra, Montejo, Olds, Cisneros, Parra, Nordbrandt (un poeta que le gustaba mucho a Julián Rodríguez, traducido aquí por Paco Uriz), Roca, L. A. de Cuenca, Juan Luis Panero (hijo de otro santo bebedor), los donostiarras Aramburu e Iribarren, Benítez Reyes, Marzal y Prado (en su versión más experiencial), Vilas, Lucas… Cierra la muestra un poeta costarricense del 86, Juan Carlos Olivas. 

No faltan cantantes y canciones, como Tatuaje, de Rafael de León, y 19 días y 500 noches, de Joaquín Sabina

Hay pocas mujeres (y no quiero entrar en polémicas y menos tratándose de Chus Visor, que ya protagonizó una bien sonada a este propósito), pero poemas como «Los posibles caprichos», de la ecuatoriana Ileana Espinel Cedeño, valen por mil. O el de la única extremeña del elenco: Isla Correyero. Además, está representada la mismísima Marilyn Monroe y no falta, como en cualquier florilegio del momento, Raquel Lanseros

¿Qué destacaría de entre lo mucho y bueno seleccionado? «Elogio de la cerveza», de John Taylor; el poema irlandés «El avetoro amarillo»; «Una calle de Córdoba», de Mutis; «Mujer ebria» de E. Bishop; «Cerveza», de Bukowski; el poema de Kingsley Amis; «Cuando todos se vayan», del chileno Teillier; «A mi hija», un poema de Carver (un imprescindible) que pone los pelos de punta; el inédito «Stomeo’s Bar», del caleño Jotamario Arbeláez; «Elogio de la embriaguez», del novísimo (hay más en la antología) José María Álvarez (otro clásico del género); «El primer trago de cerveza», de Philippe Delerm; y «En honor a Malcom Lowry», del venezolano Igor Barreto. Casi todo merece la pena, no obstante. Ah, y bien poco se echa en falta, lo que habla a favor de Jesús García Sánchez.

Dejo para el final un par de curiosidades. Éste se incluye a sí mismo en el libro. Con un emotivo texto en (buena) prosa que se publicó hace años en la revista Cuadernos Hispanoamericanos titulado «La Kon Tiki», el local donde recalaba, a la vuelta de Albuquerque, el poeta asturiano Ángel González (y también el autor de esta suerte de fragmento de memorias), al que retrata. Y ya que de amistad hablamos, ha elegido el soneto «Chus Visor» para la colaboración de Luis García Montero. El círculo se cierra.

¿Puede haber una lectura de verano más adecuada que esta? ¡Salud!


Selección de poemas

Dato biográfico, de Ángel González

Cuando estoy en Madrid,
las cucarachas de mi casa protestan porque leo por las noches.
La luz no las anima a salir de sus escondrijos,
y pierden de ese modo la oportunidad de pasearse por mi dormitorio,
lugar hacia el que
—por oscuras razones—
se sienten irresistiblemente atraídas.
Ahora hablan de presentar un escrito de queja al presidente de la república,
y yo me pregunto:
¿en qué país se creerán que viven?;
estas cucarachas no leen los periódicos.

Lo que a ellas les gusta es que yo me emborrache
y baile tangos hasta la madrugada,
para así practicar sin riesgo alguno
su merodeo incesante y sin sentido, a ciegas
por las anchas baldosas de mi alcoba.
A veces las complazco,
no porque tenga en cuenta sus deseos,
sino porque me siento irresistiblemente atraído,
por oscuras razones,
hacia ciertos lugares muy mal iluminados
en los que me demoro sin plan preconcebido
hasta que el sol naciente anuncia un nuevo día.
Ya de regreso en casa,
cuando me cruzo por el pasillo con sus pequeños cuerpos que se evaden
con torpeza y con miedo
hacia las grietas sombrías donde moran,
les deseo buenas noches a destiempo
—pero de corazón, sinceramente—,
reconociendo en mí su incertidumbre,
su inoportunidad,
su fotofobia,
y otras muchas tendencias y actitudes que
—lamento decirlo—
hablan poco en favor de esos ortópteros.

De Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, 1976.

Ángel González

Último brindis, de Anna Ajmátova

Bebo por la casa destruida,
por mi vida terrible,
por la soledad entre los dos
y por ti yo bebo.
Por la mentira de los labios traicioneros,
por el frío mortal de tus ojos,
por el mundo brutal y tosco,
por lo que Dios no salvó.

De La caña, 1940. Trad. de Belén Ojeda.

Anna Ajmátova

VI, de Eduardo Lizalde

Me quedo, tigre, solo, satisfecho,
hambriento a veces,
aquí en esta cantina
donde el tiempo no pasa.
En esta misma mesa
de la cervecería La Curva
en que gastábamos
la quincena y el tiempo
mi amigo Marco Antonio y yo,
graves y grávidos poetas.
Pido cerveza. Escribo como entonces,
para qué,
unas líneas más o menos jocundas.
Pero pienso en la muerte,
un áspero humor sopla, corre como un frío,
huele a tanino, como un tiempo fermentado,
un vino enfermo.
Comprendo que alguien me persigue,
alguien apunta,
alguno acecha, me caza,
venadea, tigrea, destruye.

Pido otra cerveza.

De Caza mayor, 1979.

Eduardo Lizalde

Como latas de cerveza vacías y colillas, de Ernesto Cardenal

Como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días.
Como figuras que pasan por una pantalla de televisión
y desaparecen, así ha pasado mi vida.
Como los autómoviles que pasaban rápidos por las carreteras
con risas de muchachas y música de radios.
Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,
más que latas vacías y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

De Gethsemani Ky, 1960.

Ernesto Cardenal

Por el tiempo pasas, de José Carlos Becerra

Por el tiempo pasas, lo cruzas, sales de él,
rozas la superficie de la muerte
y distraída sigues hacia donde no sé si sigues.

Eres tú la que cruzas el tiempo,
la que aparta a la muerte como si se tratara de una cortina,
la que se destapa el espejo como si se tratara
de una lata de cerveza que luego te bebes y la arrojas vacía sobre el asfalto.

De El otoño recorre las islas, 1973.

José Carlos Becerra

Tatuaje, de Rafael de León

Él vino en un barco
de nombre extranjero
lo encontré en el puerto
un anochecer,
cuando el blanco faro
sobre los veleros
su beso de plata
dejaba caer.

Era hermoso y rubio como la cerveza,
el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga
había la tristeza
doliente y cansada
del acordeón.

Y ante dos copas de aguardiente,
sobre el manchado mostrador,
él fue contándome entre dientes
la vieja historia de su amor.

Mira mi brazo tatuado
con este nombre de mujer;
es el recuerdo de un pasado
que nunca más ha de volver.
Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio yo no la olvidé
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.

Él se fue una tarde,
con rumbo ignorado,
en el mismo barco
que lo trajo a mí
pero entre mis labios
se dejó olvidado
un beso de amante
que yo le pedí.

Errante lo busco por todos los puertos
a los marineros pregunto por él
y nadie me dice
si está vivo o muerto,
y sigo en mi duda,
buscándolo fiel.

Y voy sangrando lentamente
de mostrador en mostrador
ante una copa de aguardiente
donde se ahoga mi dolor.

Mira tu nombre tatudo
en la caricia de mi piel
a fuego lento lo he grabado,
y para siempre iré con él.
Quizá ya tú me has olvidado,
en cambio yo no te olvidé
hasta que no te haya encontrado
sin descansar te buscaré.

Escúchame, Marinero,
y dime: ¿qué sabes de él?
era gallardo y altanero
y era más rubio que la miel.
Mira su nombre de extranjero
escrito aquí, sobre mi piel
si te lo encuentras, Marinero,
dile que yo muero por él.

(1941)

De Poemas y canciones, 1994.

Rafael de León

A mi hija, de Raymond Carver

Es demasiado tarde para maldecirte, para desearte,
digamos, la fealdad, como Yeats hizo con su hija. Cuando
la vimos en Sligo vendiendo sus cuadros, había funcionado:
era la mujer más fea y más vieja de Irlanda.
Pero estaba a salvo.
Durante mucho tiempo no entendí
sus motivos. En cualquier caso, es demasiado tarde,
como digo. Ya eres mayor, y preciosa.
Eres una borracha preciosa, hija.
Pero una borracha. No puedo decir que se me parta
el corazón. No tengo corazón cuando se trata
de la bebida. Es triste, sí. Solo Dios lo sabe.
Tu viejo amigo, ese al que llaman Silo, ha regresado
a la ciudad, y el alcohol ha vuelto a correr de nuevo.
Llevas tres días borracha, me dices,
cuando sabes jodidamente bien que la bebida es veneno
para nuestra familia. ¿No te servimos de ejemplo
tu madre y yo? Dos personas
que se querían a golpes,
que acabaron a golpes con el amor que se tenían, vaciando vaso tras vaso,
maldiciones, desgracias, traiciones.
¡Debes de estar loca! ¿No has tenido suficiente?
¿Quieres matarte? Puede que sea eso. A lo mejor
creo que te conozco y no te conozco.
No te estoy tomando el pelo, niña. ¿Quién te toma el pelo?
Hija, no debes beber.
Las últimas veces que nos vimos lo habías dejado.
El cuello escayolado y además
un dedo entablillado, gafas oscuras para ocultar
el moretón en el ojo. Un labio
que un hombre debería besar en vez de partir.
¡Oh, Dios, Dios, Dios!
Tienes que intentarlo ya.
¿Me oyes? ¡Despierta! Tienes que cortar con esto
y empezar de nuevo. Tienes que dejarlo por completo. Te lo estoy pidiendo.
Vale, solo te lo digo. Mira, el destino de nuestra familia
es el despilfarro, no el ahorro. Pero puedes cambiar las cosas.
¡Debes hacerlo, no tienes más remedio!
Hija, no bebas.
Te matará. Como hizo con tu madre y conmigo.
Así.

De Todos nosotros, 2007. Trad. de Jaime Priede.

Raymond Carver

La Kon Tiki, de Jesús García Sánchez

Durante más de un año estuve haciendo el servicio militar en la Escuela Superior del Ejército, un edificio tan vulgar como triste, enorme, que tiene su entrada principal en el Paseo de la Castellana de Madrid. Por esa entrada tenían acceso los militares que allí acudían a cumplimentar los cursillos para el ascenso en el escalafón. En la parte posterior del edificio, por la calle Zurbano, estaba la entrada del servicio, la puerta de los soldados.

Entonces pasé mil veces por la acera que va desde Bretón de los Herreros hasta la plaza de San Juan de la Cruz. Al final de la calle Zurbano, haciendo esquina con la plaza, estaba la mítica cafetería y bar Kon Tiki. Y allí sigue. Han pasado los años, las vidas y las noches de amistad. Se han producido cambios políticos, transformaciones históricas, el servicio militar ha dejado de ser obligatorio…, y allí sigue la Kon Tiki. Aunque ahora tiene para mí un significado muy distinto, porque debo decir que durante todos aquellos interminables meses de servicio a la patria nunca entré en ese establecimiento. Los soldados acudíamos diariamente a otras tabernas y bares de los alrededores, más apropiados por sus precios para nosotros.

Quién podía pensar entonces que, años después, la famosa Kon Tiki iba a ser un lugar importante en mi vida diaria; que allí, ya alejado de los uniformes militares, iba a comer muchos días, a cenar muchas noches, y a beber muchos más. Cómo imaginar que en esa acogedora cervecería estaba dichosamente condenado a vivir situaciones tan inolvidables y felices con Ángel González, con Luis García Montero, con Benjamín Prado, con Almudena Grandes, con Joaquín Sabina, con Pepe Caballero, con Susana…, y con tantos otros.

—Soy Ángel. Acabo de llegar a las ocho. Nos vemos luego a las nueve y media.

No hacía falta indicar dónde nos íbamos a ver, no había que aclarar que el mostrador de la Kon Tiki era el lugar de la cita. Y allí acudíamos. Los primeros días, cuando acababa de volver de Nuevo México con ganas de apurar la amistad y la noche madrileña, llegaba siempre antes que nadie. Allí estaba, en la barra del bar, sentado en un taburete, con su aspecto lozano de perfil enjuto, esbelto en su estatura, y estirado el cuello, elevando sus amplias barbas blancas whitmanianas de noble distinguido y sus gafas de sabio, y con una sonrisa emocionada, viva, como la de quien nunca ha roto un plato. Elegante y afectivo, estaba allí.

—Bien. Nada de particular.

Habían pasado varios meses desde que se marchó a Estados Unidos, a Albuquerque, y no tenía nada de particular que decirnos sobre su vida. Prefería pregutar y callar. Todos contábamos ya con su costumbre innegociable de no malgastar palabras, como también contábamos de antemano con su pudor ante la retórica afectiva. Prefería hablar con los ojos, con su luminosa mirada. Todos entendíamos a la perfección lo que nos comunicaban aquellos ojos a veces inquisitivos, a veces inquisitoriales. La tez limpia y clara y los salientes pómulos cercaban aquella mirada afable y risueña. Preguntaba con los ojos y contestaba con los ojos. Y se reía con los ojos, sin hacer ruido, porque tenía el corazón en los ojos. Admirador de la poesía de Blas de Otero, sabía que «mis ojos hablarían, aunque mis labios quedaran sin voz». Y con los ojos pensaba.

Eso es tan cierto, tan cierto,
como que tengo un nombre con alas celestiales,
Arcangélico nombre que a nada corresponde:
Ángel,
me dicen,
y yo me levanto
disciplinado y recto
con las alas mordidas
—quiero decir las uñas—
y sonrío y me callo porque, en último extremo,
uno tiene conciencia
de la inutilidad de todas las palabras.

Una notable sensación de euforia nos embargaba cuando desde los cristales de la Kon Tiki, antes de entrar, le encontrábamos atusándose las barbas con la mano derecha. Siempre con la mano derecha, porque la mano izquierda la tenía permanentemente ocupada en otros menesteres más reiterados y que formaban parte indivisible de su silueta: entre los dedos pulgar y meñique no podía faltar un vaso ancho y bajo con dos hielos y hasta los bordes de whisky; entre el índice y el corazón, el sempiterno cigarrillo de tabaco rubio americano. En la barra, siempre en la barra, con la esquina del pitillo encendido tocando el cenicero con mimo, y la cabeza erguida, la espalda firme, soñando y esperando con los ojos. O bien, dependiendo de las horas de barra, con la cabeza a media altura, la espalda agazapada y las lentes caídas sobre la nariz, con la mirada perdida, la vista lejana, una mirada que nos insinuaba que estaba recordando:

Aquí, Madrid, mil novecientos
cincuenta y cuatro: un hombre solo.
Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos
horizontes —y la reciente primavera
Ya en la frontera del abril lluvioso…—

—Los caballeros españoles siempre están en la barra.

En la barra, con las piernas cruzadas, con la izquierda de apoyo y la derecha montada, con el vaso de whisky en la mano izquierda. Todos los vasos de la Kon Tiki le conocían y le respetaban. Eran sus compañeros y nunca quisieron volcarse, caer sobre la mesa o el suelo mientras quedara líquido en su interior. También le conocían muchos otros vasos de otros muchos lugares. De España y del extranjero, que en eso no hacía distinciones el asturiano universal. Hace unos pocos años, en la cafetería de un hotel de Madrid, resbaló por unas escaleras que nada sabían de él y se deslizó sobre seis u ocho escalones hasta quedar tendido en el suelo. Con la mano derecha sacudió la americana, y en la izquierda estaba su vaso amigo, lleno de whisky, sin que una gota se hubiera derramado.

Yo fui testigo y no fue un milagro. Todos los vasos le querían.

El aire huele a humo y a magnolias.

Dos o tres veces al día Ángel bajaba a la Kon Tiki. Allí citaba a los periodistas que querían entrevistarlo, a los poetas jóvenes o no tan jóvenes que querían conocerle o hacerle entrega de su nuevo libro. Allí estaba su oficina donde despachaba los asuntos de intendencia; su cafetería donde leía el diario por la mañana, su cantina donde bebía algo antes de comer («yo nunca como si antes no he bebido»), su restaurante donde le gustaba comer a mediodía, su bar para las tardes y su pub de copas. Allí escuchaba con la mirada a quien quisiera contarle y allí nos esperaba con los ojos cercanos y alegres tantas tardes. En los bares suelen hacerse gestos de amistad con desconocidos o poco conocidos, a veces de manera inevitable, y cada cual muestra su grado de sociabilidad. A pesar de que Ángel era una persona extremadamente social y afable, pocas veces estaba por la labor de entablar conversación con foráneos. Le gustaba la soledad, y sabía simular que estaba interesado por cualquier programa de cualquier canal de televisión que estuvieran emitiendo. Pero no, no lo estaba siguiendo, estaba controlando con los ojos su memoria:

Ante los ojos de los muertos
abiertos solo para la eternidad,
el topo,
horadando su túnel tercamente,
pasó ágil y veloz como una golondrina.

Don Gregorio Marañón, que vivió en una plaza cercana a la Kon Tiki, erraba a menudo en sus comentarios. Se le ocurrió escribir que los hombres habituales de los cafés inyectaban su resentimiento en el ambiente, sin cumplir ninguna otra misión. Y reincidió en su argumento afirmando que mientras que el hombre de la calle hace la historia, el del café es fundamentalmente ahistórico y la envenena: el hombre de café es fuente de resentimiento. Nada más alejado de la realidad de Ángel González y de sus amigos que este diagnóstico del doctor Marañón. A Ángel le gustaba mucho la soledad como un refugio sentimental contra los resentimientos que amenazan en la vida, y por eso compartía con tanta facilidad sus soledades con sus amigos, y por eso también se sentía cómodo viendo de vez en cuando partidos de fútbol en la televisión de la Kon Tiki, acompañado de sus cigarrillos, sus copas y su pobre. Así lo solía llamar: su pobre. Era el mendigo que pedía limosna en la iglesia contigua a la cafetería y a su casa. Cuando hacía mal tiempo, frío o lluvia, el mendigo se resguardaba en la Kon Tiki, y Ángel lo invitaba a sus consumiciones, además de ofrecerle su compañía solitaria y su amistad.

El mismo Ángel que había escrito «comprendí que la decepción no era consecuencia de una derrota personal, sino de toda una derrota colectiva que incluía la mía», nos comentó una tarde:

—Hace tiempo que no veo al pobre. En varias ocasiones se lamentó por la ausencia del pobre. Estaba preocupado porque el pobre llevaba varias semanas sin aparecer y no había noticias suyas de ningún tipo. Le angustiaba que algo desagradable pudiera haberle sucedido. Hasta que se enteró del motivo. Otro pobre, no sabía si más pobre, pero sí más fuerte, le había obligado a cambiar de lugar de trabajo y buscar otra iglesia. Alguna vez volvió su pobre por la Kon Tiki, pero ya no fue lo mismo. Se había vuelto más huidizo y menos cercano, como si estuviera avergonzado de su fatalidad. Finalmente le perdimos la pista, pero no quedó en el olvido de Ángel. La historia había establecido complicidades entre su soledad, sus derrotas y la pobreza de la gente. Cuando Ángel sacó las oposiciones en el Ministerio de Obras Públicas, su primer destino fue Sevilla. Allí encontró una ciudad muy distinta a la esperada, y solo logró hacer amistad con una puta que era muda. En lugar de encontrar un panorama machadiano, como pensaba, el azar le llevó lejos de sus deseos y cerca de la realidad de aquella España marcada por el miedo, la pobreza y las banderas nacionales.

—Que pierdan todos.

Le gustaba el fútbol. Aunque no era un apasionado, le divertía ver los partidos en la televisión. Seguía el desarrollo con atención y con pocos comentarios. Casi los justos para reprochar a los locutores sus excesos nacionalistas en las afirmaciones y los pronósticos. No era seguidor de ningún equipo, ni tan siquiera del Oviedo. Quería que perdieran casi todos los equipos. Y digo casi porque únicamente deseaba de manera especial que la selección española perdiera. Cuando jugaba España, sí era partidario de un equipo: el contrario. Fuera quien fuera. En esto coincidíamos. Yo siempre quería que ganara el contrario de España y Ángel que perdiera España. En los últimos Campeonatos del Mundo de Fútbol, Almudena Grandes nos convocaba en su casa a ver los partidos a una docena de amigos. Solo Ángel y yo, entre todos, deseábamos la derrota de la selección de España. A él le traían malos recuerdos las banderas.

Porque la voz humana únicamente
es eficaz si encuentra
el cauce de un oído que quiera interpretarla.

No era extraño que los clientes de la Kon Tiki se acercaran a hablar con Ángel. Fiel a su costumbre, escuchaba con los ojos y contestaba con la mirada, pero atendía a todos con una amabilidad que nunca abandonó. Como era de pocas palabras y de muchas miradas, la mayoría de los contertulios pronto desistía de establecer una conversación. Pero no todos… Ángel simpre invitaba. No era fácil conseguir que los camareros de la Kon Tiki nos cobraran las consumiciones a los amigos. También los espontáneos primerizos, si eran de su agrado, quedaban invitados. Cuando se pasaban de la raya o se dedicaban a molestar, Ángel conseguía, sin que nadie insinuara nada, por esas reglas de juego de los bares que dominaba como nadie, que los inoportunos abonaran su consumición. Era la primera de sus venganzas. La segunda era llamarles pelmas.

—Es un pelma.

Con esa palabra, tan común en Ángel, y lanzada de una manera muy peculiar, sabíamos a la perfección lo que quería decir. Era como el resumen de una definición que iba más allá de las molestias ocasionales. La palabra «pelma» salía de la boca de Ángel como un disparo con silenciador. Mataba a la víctima, ausente o presente, pero sin ruido. El individuo no era de su agrado, prefería que no estuviera, de alguna manera habría que deshacerse de su presencia. Se trataba de su expresión defensiva más certera y sigilosa. Muchos de los que él llamaba pelmas creen que tuvieron, al menos así lo han escrito a la muerte del poeta, una estrecha amistad con Ángel. Juan García Hortelano fue uno de los grandes amigos de Ángel. Compañero de trabajo durante muchos años, y asiduo acompañante en la Kon Tiki y en otros muchos lugares dedicados a servir bebidas. Decía Hortelano que cuando Ángel se marchaba a su casa de Nuevo México, a Albuquerque, las banderas de los bares de Madrid quedaban a media asta y ya no se izaban hasta su vuelta. Lo cierto es que los camareros de la Kon Tiki, cuando intuían que Ángel estaba próximo a volver a España, mostraban una amplia sonrisa que agrandaba hasta el alborozo al hacerse efectiva su presencia. Hortelano le conocía como nadie y murió sin saber el motivo por el que la poesía completa de Ángel lleva el título de Palabra sobre palabra, a pesar de que insistentemente le había recomendado que la llamara Ginebra sobre ginebra. Hay anécdotas que se traban a lo largo de los años. La primera imagen que de Ángel González tuvo Jaime Gil de Biedma, otro de sus entrañables amigos, fue la de un personaje que apareció en Barcelona recomendado por Vicente Aleixandre y que, sin más detalle, hizo tertulia con el grupo de escritores de la ciudad. Lo confundieron con un policía: «Al despertar a la mañana siguiente, lo primero que a todos nos volvió fue la imagen de otro recién llegado, recomendado por V. A., un visitante pálido y moreno, vestido de oscuro y con bigote, que estuvo sentado en un extremo del sofá y que en toda la noche apenas despegó los labios —que no los despegó para hablar; beber, bebió lo suyo—. Era, evidentemente, cielo santo, cómo no supimos verlo, un informador, un policía. Hubo que telefonear a toda prisa a V. A. y él deshizo el equívoco, nos tranquilizó; el silencioso y aplicado bebedor de ginebra era en verdad el poeta Á. González». Muchos años después, en una comida en Jaén, mal aliñada con algunas circunstancias adversas que ahora no vienen al caso, un cliente del restaurante nos lanzó un largo monólogo, que a unos nos dejó asombrados y a otros enfurecidos. Una vez formulados todos los halagos posibles a Joaquín Sabina, le espetó a Ángel su enhorabuena por tener un hijo tan maravilloso. La respuesta fue fulgurante: «Es la segunda vez que me confunden con un policía».

No hubo elección:
Murió quien pudo,
quien no pudo morir continuó andando…

Hombre de miradas, a veces expresiva, a veces insinuante, siempre sincera y generosa; hombre de palabras justas y apropiadas, de semblante meditabundo y aparentemente melancólico, sus frases y opiniones han estado siempre sobradas de ingenio y de agudeza. Maestro en tantas cosas, no hay duda de que en el terreno corto, en el dribling rápido, en el remate conciso y espontáneo era espectacular, el verdadero dueño de la barra. Decía Hortelano que cuando Ángel se marchaba, Madrid quedaba desangelado. Es verdad. Sobre todo, la Kon Tiki.

Un niño muerto por una azucena.

De Cuadernos Hispanoamericanos, Número Complementario 17.


La cerveza, los bares, la poesía: antología
Jesús García Sánchez (comp.)
Visor, 2020
400 páginas
16€

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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