/ una reseña de Carlos Alcorta /
Quienes seguimos el quehacer literario de Daniel Cotta (Málaga, 1974) sabemos que es un autor con una marcada personalidad literaria. Cada una de sus entregas poéticas demuestra que no es un mero peón de una corriente poética determinada, sino que va por libre, a pecho —a verso— descubierto, con un planteamiento estético que sorprende por su novedad y por el rigor con el que lo lleva a cabo. Auden, hablando de Cavafis, decía que «en la medida en que un poema es producto de una determinada cultura, pero en la medida en que es la expresión de un ser humano singular, resulta fácil, o difícil si se quiere, que una persona perteneciente a una cultura ajena lo aprecie como parte del grupo cultural al que pertenece el poeta». En este caso no se trata de situarnos en una cultura ajena, sino más bien del grado de conocimiento de disciplinas muy específicas (la ciencia, la astronomía) en las que el lector habitual suele ser un lego, porque, además, no siempre están bien avenidas con la poesía, lo que produce cierto desconcierto. Algo similar ocurre, a nuestro parecer, con Daniel Cotta, quien este mismo año 2020 publicó El beso de buenas noches, libro probablemente escrito simultáneamente, o casi, a Alpinistas de Marte, teniendo en cuenta que existen vínculos que los relacionan de forma inapelable, como la dificultad de interpretación que sugiere esa apelación al lector —implícita también en el libro que ahora comentamos en estas líneas— o la recurrencia a los astros muertos hace miles de años y cuya luz vemos todavía en el universo: «Y ahora que ya has muerto y que recoges/ pedazos de la estrella que ayer fuiste…», versos del primer título mencionado, no se diferencia apenas de estos del poema «Imantado»: «Sobre la huella de Orión orbita/ un astro con un faro al Polo Norte./ Las noches que no hay luna,/ voy apartando estrellas en busca de su luz./ Dicen los astrofísicos que es una estrella muerta», de su libro más reciente.

El Sistema Solar se ha convertido para Daniel Cotta en un escenario en el que representar una historia de amor; amor real, podríamos decir, en contraposición al amor platónico, este sí, más proclive a las asociaciones enfáticas y/o disparatadas. Aunque el título del libro circunscribe en exceso el espacio el que se desenvuelven los poemas, nos permite hacernos una idea de la extrañeza conceptual que nos espera, y digo conceptual porque, sin embargo, formalmente no presenta, ni es preciso que lo haga, ruptura alguna. La métrica se ajusta generalmente a patrones rítmicos tradicionales y, en cuanto a las estrofas, por haber, hay incluso algunas que dan forma al soneto, pero, como escribe Mario Pérez Antolín, «no me impresiona que hayamos llegado a Saturno con nuestras sondas espaciales. Se necesita más que eso para cartografiar la dimensión celestial: se necesita fantasía», y mucha fantasía hay, sin duda, en este libro de Daniel Cotta.
Sin embargo, después de leer este libro, creo que no estaría de más aprender unas nociones básicas de astronomía, porque, sin duda, facilitarían la ubicación espacial al lector, y acaso este sacaría más partido de las asociaciones y metáforas que frecuentan las páginas de este libro en una relectura, aunque, por supuesto, no resulta imprescindible. El hecho mismo de ambientar esta historia de amor en el espacio interestelar confiere a tal circunstancia un especial distanciamiento, como si para cuantificar dicha historia la Tierra se quedara pequeña y fuera preciso navegar en busca de nuevos horizontes, de nuevas atalayas de observación (de ahí, quizá, proviene la referencia al alpinismo) y otorgarle la forma indeterminada del universo. Claro está que esto lleva aparejado un riesgo: las grandes magnitudes nos impiden percibir lo minúsculo, lo microscópico: «He visto —escribe Cotta— la génesis de un pulsar/ a doce mil quinientos años luz./ Sé una ecuación para eludir las fauces/ de un Agujero Negro. Y todavía/ no me puedo explicar una amapola».
Ignoramos si este viaje está narrado desde una estricta sucesión cronológica porque los datos que se nos aportan carecen de la definición suficiente en este aspecto, pero lo que sí podemos asegurar es que es un elemento que propicia la reflexión sobre la permanencia del amor, como podemos comprobar en el poema «Saber de la noche», que finaliza con estos versos: «No sabe nada, nada de la noche/ —el sol ha muerto, Umbriel gobierna el mundo—/ quien no se aferra al hilo/ del último vestigio/ que tiene de la vida,/ que es tu nombre». Por lo demás, es cierto que el autor maneja referencias que se escapan a la comprensión del lector común, pero no siempre es necesario conocer datos biográficos o geográficos para percibir la intensidad emocional de una obra de arte, de un poema en este caso. Más discutibles son esos abismos que crea el pensamiento después de una sucesión casi anárquica de imágenes (el ejemplo más paradigmático lo podemos ver en el poema «El fin», en el que, después de enumerar unas condiciones de vida dramáticas, surge el milagro, y ese milagro «era Dios que venía a recogerme», a rescatarle, podría decirse), pero es indudable que el poeta escribe desde una posición que alterna el quién y el dónde. El pacto que establece consigo mismo es de carácter antisentimental. Daniel Cotta no se permite caer en una sensiblería anacrónica, más aún si tenemos en cuenta el telón de fondo futurista de la historia. Como él mismo escribe en el poema «Apostasías», «hay dos maneras de mirar la luna:/ a lo científico y a lo poético». Nos parece que esa forma de mirar se extiende, no solo a los astros, sino a los hechos cotidianos; y por eso, junto a la descripción técnica de los procesos físicos, de los accidentes geográficos, conviven las descripciones líricas, como en el poema «Monte Olimpo de Marte», que finaliza así: «Y cuando coronemos/ la cumbre y nos veamos/ libres de los harapos de esta atmósfera,/ ver que era solo un trampolín, que queda/ —más allá de la cima y del vacío— aprender a volar», seguramente el más secreto deseo de todo alpinista.
Selección de poemas
Beethoven explicado para sordos
Por más que quieras, sí, por más que busques,
por más que desentrañes la semilla,
por más que auscultes el tictac del suelo,
por más que espíes su porqué a la perla,
por más que le preguntes a la muerte,
por más soles que apagues, por más lunas
que enciendas, por más fuegos que alimentes,
no podrás,
Beethoven, no podrás:
el mundo seguirá hablándote entre dientes.
Arenga
Hoy vamos a morir, atardeceres
de fuego, batallón de estrellas de oro,
metáforas del sol y de la luna,
amapolas y nieve que servisteis
lealmente a las mejillas de mi amada.
Hoy vamos a morir, mirad su ejército.
Mas no desfallezcáis en vuestro ánimo.
Blandid la piel contra su yelmo y lanzas
y aprendan qué postura ha de adoptarse
para morir y que florezca un verso.
El cárdeno crepúsculo que violan
sus picas se pondrá de nuestra parte,
se batirá sin tregua hasta que caiga
desangrado en los brazos de la luna.
Y cuando el enemigo apile en túmulos
tanto abril, tanta luz, tanta derrota,
irá una estrella en cabestrillo y ciega
a enmarcar esta frase entre los astros:
«Contadle a la belleza que morimos
amándola hasta el último latido».
Pianissimo
Beethoven, escuchándome.
Era a las altas horas del silencio.
Llegaba a mi cabeza,
se sentaba
y tocaba mi vida en do menor.
Y yo fluía en el piano,
era la melodía de sus dedos,
las lágrimas que él mismo lloró ayer,
que yo lloraba
desde mi noche hasta su noche.
Música.
El mundo se tapaba los oídos,
Beethoven me escuchaba
y me oía.
Advertencia
Leed mis corazones igual que el barrendero
que acopia los vestigios del otoño.
Junta las hojas del millar de árboles
que una mano plantó mientras huía
y enloquecía para no morirse.
El barrendero las recoge y sabe
que en el envés se les conoce el dueño,
y las habrá de acacia, de arce, de álamo,
pero una savia las recorre a todas.
Guardadlas bajo piel, como hacen ellas
con los relámpagos del sol. Poseen
la huella de la luz, y hay dos razones
por las que pueden compararse a un alma:
por ser de oro y por haber caído.
Música
Un cielo en no bemol templa las cuerdas
con las que ayuda a ahorcarse a los suicidas.
Yo mismo he navegado a bordo de algún sueño
un viejo mar de estrellas de las que cuelgan almas.
Esas consignas que susurra el viento
subido en los pretiles del vacío,
esas sirenas que en el fondo cantan
son el oscuro arranque
de una sonata para hombre solo,
son un mi disonante con el barro.
Tal vez consonará con las estrellas.
Dios a media voz (fragmento)
Me has tocado, Señor, has sido Tú.
Lo has hecho con la punta de los dedos.
Andaba entre el gentío y me has parado.
Me cercaban sonrisas y quejidos,
Se me agarraban a los hombros sueños,
proyectos de grandeza.
Sentía manotazos, empujones.
Y de pronto,
¿quién me ha tocado?
¿Quién?
¿Quién me ha rozado
la túnica del alma
que he sentido un poder en mis adentros?
Como si el arco de un violín rindiese la voz de los cañones,
como si el vuelo de una mariposa detuviese un glaciar,
tu mano me ha parado,
me ha querido
en mitad de mi vida,
en mitad de mi muerte.
¿Para qué?
¿Qué milagro, Señor, quieres hacerme?
Escarba en mi interior y busca a fondo:
muy dentro está esa parte de mí que era tu imagen,
tu semejanza ya descolorida,
borrosa por el paso de mi carne.
Aparta paletadas de ceguera,
cava sin tregua hasta encontrarme el ángel.
Y entonces, esa espina
que te maldije antes
traspasará mi alma
igual que el sol, quebrándose,
traspasa el claro corazón del agua.
Preñadas de oro dejarás mis márgenes
y —ahora sí— en el fondo,
Señor, podrás buscarte,
seguirte
y encontrarte.
Y me dirás dónde quedó clavada
la punta de mi espina. Fue en tu sangre.
Me has tocado, Señor, has sido Tú.
Me has brindado una astilla del Madero
para que yo la lleve,
para que vaya acompañando a otros
que llevan sus astillas al Calvario,
en una procesión que abarca el mundo,
en una marcha que se llama Hombre.
Subimos lentamente,
sufrimos lentamente.
Algunos arraigamos en las piedras
o vamos encorvados hasta el suelo,
con el alma colgando por la boca.
Nos pesa nuestra astilla,
no podemos con ella.
¡Y aún queda tanto hasta llegar al Gólgota…!
La sangre y el sudor nublan la vista,
tanto, Señor, que ni siquiera vemos
que somos las astillas,
que somos el Calvario,
que somos esa Cruz,
que Tú nos llevas.
Embriágame, Señor, colma mi copa,
que se me suba al corazón tu amor.
Agítame, sacúdeme, descórchame,
que estalle el géiser ebrio de mi vida,
que toque el sol y luego inunde el suelo.
Para que Tú me lo emborraches todo,
para que todo me parezca Tú,
y vaya haciendo el loco por los días,
los años y los siglos.
Que sea regocijo, luz, burbuja,
que diga yo tus obras
en todos los idiomas del silencio.
Y cuando me derrumbe la resaca,
acércate otra vez para esperar,
para salvarme.
Me has tocado, Señor, has sido Tú.
Lo has hecho con la punta de los dedos.
Yo andaba distraído por los años,
obeso de esperanzas ya cumplidas,
como buscando nada.
Y de repente Tú,
Tú me has tocado.
Me has rozado la túnica del alma
y has volcado el milagro en mis adentros.
Y dolía.
Dolía, pero amaba.
Era metal fundido quemándome las venas.
Era metal que, al enfriarse, es oro.
Eso era mi dolor:
oro fundido.
Y ahora que percibo sus quilates,
ayúdame a tallarlo, a someterlo.
Que sea una medalla en mi garganta,
que sea una alianza en mi anular,
que sea un corazón, un lirio abierto,
que sea una sonrisa,
que sea la mañana,
que sea una oración,
que seas Tú.
Ese era tu regalo: amor y gracia,
envuelto bajo el lazo del dolor.
¡Y mis ojos, sin verlo!
¡Mis manos, sin abrirlo!
¡Y Tú, llama que llama al corazón!
Abierto para Ti lo tengo ahora,
abierto para que entre bien el sol.
Tú cántame, Tú enséñame al oído
el idioma de Dios,
imprime en mi cabeza la sintaxis
exacta del amor,
con verbos de silencio
y nombres de perdón.
Ahora que soy más que las estrellas,
ahora que me prestas tu dolor,
puedo oír la canción del Universo,
tu música, Señor,
oír cómo repara mis adentros
[EN PORTADA: Monte Olimpo, en Marte]

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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