Llugares

LLUGARES: Rodas

Eduardo García relata un viaje a la isla griega que fuera solar del Gran Coloso; un lugar de atardeceres de ensueño, ruinas venerables y vida relajada al sol del Mediterráneo.

/ por Eduardo García /

Resulta inevitable preguntarse cuándo comienza un viaje. La primera vez que yo oí hablar de la isla griega del famoso Coloso de Rodas fue en una clase de arte ya bastante lejana mientras cursaba COU. Más tarde me enteré de que esa fascinación por las islas, la islomanía definida como una dolencia del espíritu que afecta a personas para las que las islas resultan irresistibles, o que el simple conocimiento de que están en una isla, las llena de una indescriptible embriaguez, ya la sentían algunos escritores ingleses, como Lawrence Durrell cuando habla de captar el espíritu de un lugar. Más tarde, si me ciño a un recorrido más o menos cronológico, en un viaje al Festival de Jazz de San Sebastian en 2004 di con una maravillosa guía de viaje de las islas griegas y específicamente otra de Rodas, ambas muy bien editadas. Lo interpreté como una señal más en mi intención de conocer esta isla que en la Antigüedad era considerada «más hermosa que el sol» y estaba consagrada a Helios, dios del sol. Hoy en día, Rodas, acaso la más rica y cosmopolita de las islas griegas, según comenta la guía Könemann, es uno de los principales destinos turísticos internacionales durante todo el año. Es la cuarta isla griega en extensión y la mayor del archipiélago del Dodecaneso, a tan sólo 16 kilómetros aproximadamente de la costa turca.

Sin embargo, los sucesivos veranos pasaban, y parecía que nunca se presentaba el momento propicio para partir. En 2017 decidí emprender el viaje. Salí de Oviedo una mañana gris de julio amenazando orbayu y con 17 ºC. Una parte del viaje en tren hasta Madrid fui de espaldas, y a medida que dejaba atrás el paisaje pensaba en aquellos antiguos colonos norteamericanos que en sus carretas tenían una visión nostálgica del paisaje que iban dejando atrás, muy diferente de la de los que viajan viendo el horizonte proyectarse en el futuro. Yo me movía sintiendo la tierra que quedaba detrás de mi y reflexionando sobre el imaginario del cine.

Uno de los compañeros de los asientos en el tren me habló acerca de las Torres Florentino a la entrada de Madrid. Le presté poca atención porque en el mismo instante, en una parada a la altura de Chamartín, se había subido un vendedor de linternas. El sujeto tenía un aspecto tan singular que resultaba inevitable observarlo, ante lo cuál él se dirigía a ti para ofrecerte un mechero, una linterna o pañuelos; y al decirle no, no insistía, sino que se movía con la rapidez de un insecto que se posa en una flor el tiempo justo. En la siguiente estación desapareció con la misma rapidez con la que había surgido de la nada.

A medida que avanzaba el tren en su recorrido, me entretenía en mirar por la ventanilla: la variedad de paisajes entre Asturias y Madrid es perfecta para dejar volar los pensamientos. Otro de mis entretenimientos consistía en observar la temperatura del exterior que marcaba un pequeño panel del vagón. Salí con 17 ºC y llegué a las cuatro de la tarde a Madrid con 39; la bofetada de calor cuando se abrió el vagón fue contundente. Una amiga había quedado en recogerme en la estación, pero entre su retraso y que no definimos bien dónde quedar, tuve que esperar un rato durante el cual notaba cómo mi cuerpo iba semejando poco a poco ser gelatina. Considero que aguanto bastante bien el calor, mejor que el frío, pero aquel cambio tan brusco me cogió por sorpresa. Finalmente, mi amiga me recogió, y el interior del coche me parecía una pequeña nevera. Fuimos al pueblo donde vivía y allí pude darme un baño en la piscina de una urbanización. Tenía que hacer noche en Madrid, pues mi vuelo salía por la mañana.

Cogí el metro para ir al aeropuerto, y una chica que estaba sentada al lado inició una conversación conmigo. Iba a pasar el verano en Tailandia enseñando inglés. Ella era de Lugo, y hablamos mientras duró el trayecto: fue una agradable conversación que terminó deseándonos mutuamente un buen viaje. Instantáneamente pensé si volvería a cruzarme con esta persona en la vida.

La emoción por el viaje, una vez en el aeropuerto antes de embarcar, aumentó de intensidad. No me importaba esperar, puesto que, facturada la maleta, el simple deambular por allí y ver cómo aterrizaban y despejaban los aviones bastaba para dejarme llevar por la imaginación. Pensaba en lo que habían hecho los hermanos Wright. Ver cómo la gente yerra de acá para allá en un aeropuerto, respirar el ambiente, es un añadido y un preámbulo excelente al viaje en sí mismo. Por la megafonía pedían que entrasen primero las personas de primera clase, a la vez que se pedía paciencia y se daban las gracias; y ése era el momento propicio para observar las caras de los turistas. La ruta era Madrid-Fráncfort, donde el avión hacía escala y se tomaba uno nuevo Fráncfort-Rodas. La mayor parte del pasaje eran alemanes que bien parecía que llevaban varios días de fiesta por los madriles, sin acostarse; y el rest,o españoles que iban de turistas. De una minoría se notaba por su vestimenta que iban de viaje de trabajo. Vamos, que había colorido. Me tocó ventanilla, pero la alemana que se sentó dos asientos más allá, pues quedaba uno libre, hacía tiempo que no se había acercado al jabón. Hubo turbulencias y atravesamos unas nubes que parecían sacadas de las peores pesadillas; y cuando el avión comenzaba a descender, al aproximarse a Fráncfort, los bosques parecían irreales de la belleza que tenían.

Disponía de un par de horas antes de embarcar de nuevo, así que aproveché para hacerme una idea aproximada de este aeropuerto megagigante. Sus pasillos parecen no tener fin y uno tiene la sensación de estar en una gran superficie comercial. Me cruzaba con un montón de gente de diferentes razas y nacionalidades; con vidas de las que nunca sabré nada, rostros desconocidos. Recordé lo que dice el cineasta Andréi Tarkovski en su libro Esculpir en el tiempo: «Uno va por la calle y allí, con los ojos, se encuentra con la mirada de una persona que pasa. Y esa mirada le llega al fondo. Despierta una sensación inquietante. Le influye a uno en su ánimo, despierta un sentimiento determinado».

El embarque para Rodas lo hice en una pequeña terminal en el extremo más remoto del aeropuerto. Los turistas parecían de un pelaje más variado, pues ya no acertaba con sus nacionalidades. Me tocó pasillo y, de acompañantes, dos griegos que desde que se sentaron no pararon de hablar. Sin embargo, no me molestaban: aquello se convirtió en un rumor de fondo a modo de un oleaje celeste. El piloto comenzó a citar que estábamos sobrevolando los Alpes austriacos; la ciudad de Ljubljana, capital de Eslovenia; Zagreb y Montenegro. Mi imaginación sobrevolaba a su vez ese magnífico puzle de la antigua Yugoslavia. Veía lo que dejaba atrás e imaginaba las personas que desde la Tierra contemplaban un diminuto avión pasar; eso que todos hacemos cuando vemos un avión altísimo y nos preguntamos cuántas vidas van ahí, cuántos sueños y anhelos. En este ánimo de jugar a las distintas perspectivas del aire y la tierra me enfrascaba cuando la luz del atardecer adquirió un tono que nunca había visto. Los reflejos en el mar y las sombras provocaban que todo pareciera irreal, la luz siguió cambiando y aquello hacía que hasta el interior del avión pareciese mágico. La caída del sol duró un tiempo y, mientras, pude disfrutar de un anticipo de los atardeceres en Grecia.

Me defendí con un poco de inglés y algo de italiano para charlar con los acompañantes griegos, que se esforzaron en comprenderme. Me recomendaron que cogiera un taxi, ya que la línea de autobús tarda bastante y no es muy fiable. Hice caso de la recomendación de los griegos y cogí uno en plena noche, que tardó media hora y se me hizo interminable debido al cansancio de estar viajando desde hacía un buen montón de horas. Sin embargo, una vez en el hotel, un resto de energía acudió a mí como por arte de magia. Paseé por calles donde las cigarras nocturnas seguían cantando y competían en estridencia con el sonido de la música de los ochenta que salía de algún que otro bar. Parecía que hubiera hecho un viaje en el tiempo. Me senté en una terraza y me bebí una cerveza que me abrió los sentidos. Necesitaba dormir, pero a la vez deseaba vivir aquel momento. Al final venció la fisiología y me encaminé hacia el hotel.

A la mañana siguiente, cuando salí a la terraza, la luz era tan cegadora que ni las gafas de sol parecían cumplir su función: será cuestión de acostumbrase, me dije. El canto de las cigarras seguía ahí, pero con otro matiz; y un viento incesante que llaman meltémi, que empieza a soplar como una brisa al amanecer para ganar en intensidad hacia el mediodía y remitir al atardecer, generaba que el calor fuera más soportable y dotaba de una mayor vida a los árboles que alcanzaba a ver, a la par que creaba una atmósfera extraña.

Atardecer en Rodas

Después de un desayuno con la calma que uno se merece en las vacaciones, me encamino hacia la zona antigua, sintiendo que el verano bombea en todo su esplendor. Aprecio los olores, tan diferentes, en toda su gama; los colores radiantes y la amalgama de lo antiguo o más bien antiquísimo con lo actual crean un estilo bastante peculiar. La guía que manejo me permite ir disfrutando de lo que me voy encontrando: la torre del reloj, la maravillosa mezquita de Solimán el Magnífico, que voy rodeando y de la admiro el color de sus paredes, así como su enclave… Consigo ausentarme de la gente que tengo alrededor y giro hacia calles menos transitadas parando en el restaurante Sócrates, un oasis de vegetación, agua y con un loro en buen estado de salud, en comparación con otros que vi en la calle que parecían loros-mendigos. Aquí hay música en directo y los camareros son amables. Paso un largo rato consultado la guía y disfrutando del lugar, que parece haber crecido un poco al albur pero con estilo. Es un lugar que emana cierta paz. Observo que a medida que el sol gana en intensidad, el viento también lo hace y esta simbiosis me resulta curiosa. Es como si los dioses no quisieran achicharrar a estos pobres mortales, y como pobre mortal sigo mis andanzas. Me encamino hacia el puerto encontrándome con los tres molinos y el lugar del famoso Coloso de Rodas. La entrada al puerto Mandráki hoy está flanqueada por los llamados Platóni: estatuas de bronce erigidas por los italianos que representan un ciervo y una gama sobre sendas columnas. Parece ser que el Coloso de Rodas media unos treinta metros y se tardó en realizar unos doce años (a miíestas cifras me parecen exageradas). La leyenda cuenta que la estatua se encontraba en el puerto con las piernas separadas, una posición que no se lograría ni con las técnicas de construcción modernas. El Coloso se convirtió en una de las siete maravillas del mundo antiguo, pero en el 225 a. C. se derrumbó a causa de un violento terremoto.

Mezquita de Solimán el Magnífico

Encontrarse aquí sintiendo este aire, esta atmósfera cargada de reminiscencias, del peso de la antigüedad, hace que me sienta en un muro y deje que la imaginación vuele. El tiempo parece detenerse y observo el vuelo caprichoso y audaz de los vencejos, que surcan el cielo como si el calor los impulsara con más fuerza aún. Las piedras horadadas y gastadas son testigos mudos de muertes y amores; encierran miles de secretos, de deseos; una civilización sucede a otra como las estaciones del año y mientras percibo con todos los sentidos desplegados la intensidad de esta magnífica isla. Por momentos tengo una extraña sensación de irrealidad, o de un sueño, y me dejo llevar por ella. Camino observando cómo los gatos son vencidos por el calor y yacen lánguidamente en las calles tumbados, dormitando. Los gorriones soportan el calor con el pico abierto.

El segundo día decido subir caminando a la Antigua Acrópolis, que está situada en el pequeño Monte Smith, antiguamente Agios Stefános. Sólo quedan tres columnas y media de un templo dedicado a Zeus y Atenea, pero las dimensiones de las mismas, así como el emplazamiento, lo hacen verdaderamente impresionante. Desde aquí se ve buena parte de la ciudad y un mar que refulge en múltiples brillos; una vista que alcanza hasta la costa turca. El viento compañero infatigable no sólo seca el sudor, sino que su grado de sequedad lo hacen verdaderamente agradable. Las puestas de sol desde este punto deben de ser espectaculares.

Paseando por este enclave, las sensaciones de remontarse a un pasado tan antiguo provocan una mezcla de extrañeza y de déjà vu que pone los pelos de punta. Me dejo llevar y me encamino hacia un pequeño museo a escasos metros del teatro clásico (hoy totalmente restaurado), que se describe como uno de los lugares más importantes por su carácter de sagrado y nos da una idea de aquel lugar en torno al siglo III a. C.

Bajo del Monte Stéfanos despacio, como si un magnetismo tirase de mí para que me deleitase por más tiempo del lugar. Visito el castillo, que presenta en su interior una fortaleza y entre sus múltiples salas alberga un museo: el Palacio del Gran Maestre. Lo que más me atrajo fueron los excelentes mosaicos romanos y las vasijas que presentan escenas pintadas que conservan un gran detalle. Hay un aire de irrealidad que parece impregnarlo todo, como si te asomases a un mundo remotísimo. Me llamó especialmente la atención una vasija pintada con dos serpientes que parecía dedicado a beberse los venenos.

Palacio del Gran Maestre

El tercer día visito el museo arqueológico, donde lo que más me impresiona son nuevamente los enormes mosaicos de centauros, tritones, leones, grifos y Poseidón, y por supuesto las vasijas del periodo clásico 520-30 a. C. Su belleza te atrapa, es hipnótica. Se representa a amazonas luchando contra Heracles, a Dionisio en plena danza con jóvenes; un mundo donde conviven los mitos, los dioses y los seres humanos representando la vida cotidiana y los actos heroicos, las guerras, las carreras de caballos, etcétera; el color, el detalle incluso en los ojos, así como lo bien representadas que están las escenas me emocionan. La belleza capturada en una sencilla representación pictórica de una vasija te observa desde ese pasado y te atrapa como el abrazo de la serpiente de Laooconte.

Deambulando por las callejuelas presencio una escena que me impacta: una niña de unos diez años aproximadamente, que pide por las calles a los turistas, se acerca a otra más pequeña en su misma situación (en esto me recuerda a Turquía) y le pega una patada en la cabeza aprovechando para quitarle un pequeño acordeón. Al instante, un turista riñe a la pequeña, y esta se enfrenta contra él insultándolo. La escena es de una agresividad propia de una película y resulta aún más chocante en este ambiente turístico. A su vez, la mujer que acompaña a este hombre le riñe por entrometerse, mientras la pequeña, con su trofeo, comienza a tocar el acordeón. La otra niña llora y observa.

Cierto día, mientras me refrescaba tomando un granizado sentado en un banco, apareció como surgida de las entrañas de la mismísima tierra la niña que recibió la patada en la cabeza, tocando el acordeón y cantando mientras me guiñaba un ojo para que le diera algo. Comenzamos a intercambiar unas palabras en inglés y se sentó en el banco a preguntar. La invité a un granizado y se ve que la conocían en la heladería: ella pedía uno de gran tamaño y al final acordamos uno mediano. Así como surgió de la nada, desapareció con otro guiño y un goodbye encantador. Todo un curioso encuentro al caer la tarde.

Decido cenar en una terraza que tiene buena pinta; y al poco de sentarme, el camarero, de manera informal, me pregunta de dónde soy. Al contestarle que de España, rápidamente pregunta por el equipo de fútbol. Digo que de Oviedo y, ¡eh!, lo conoce. Él, por supuesto, se declara del Panathinaikos. El fútbol ya se sabe que tira más que la propia geografía. Al instante, una joven cruza con cierta rapidez a través de la terraza derrochando belleza, a lo que el camarero responde: «Ahí va un huracán, el Katrina». Ambos nos reímos y se entabla una simpática conversación.

El cuarto día decido visitar la sinagoga de Shalom. La encuentro después de callejear durante un buen rato por las calles transversales al barrio turco. Estas son un descanso del bullicio de gente. La zona antigua resulta más amplia de lo que cabe esperar.

Sinagoga Shalom

Paso la tarde en la playa, donde la música de los bares es una constante. Sin embargo, llega un momento en que no es molesto. El baño en estas aguas tan trasparentes y cálidas es una auténtica delicia. Me tumbo a leer y el tiempo pasa lentamente mientras cae la tarde. Aprovecho hasta el último resquicio de luz. Al segundo baño, el cuerpo ya te pide una cerveza, que tomo en un bar próximo con jardín. Es agradable no tener nada que hacer, salvo contemplar cómo el sol se va poniendo.

El quinto día decido hacer una excursión en barco a Lindos, al sur de la isla. Partimos bien temprano en una embarcación de tamaño medio y llena de pasajeros. En su ruta el barco hace una parada para que nos demos un baño y a continuación se desplaza hasta la playa llamada Anthony Quinn, donde se rodó la película Los cañones de Navarone, un lugar impresionante. A continuación, seguimos rumbo a Lindos; y al aproximarnos, lo primero que se comienza a atisbar es un castillo en lo alto, pero lo más curioso es que más o menos hacia mitad del trayecto deja de soplar el viento y se instala en el barco un calor desconocido para mí. Lindos aparece en la lejanía como un sueño. El barco atraca en una pequeña ensenada y al desembarcar dispones de tres horas para ver las ruinas que están en lo más alto, aprovechar para comer y darse un baño, aunque no en este orden, puesto que lo más apetecible es directamente darse un baño. La subida hasta las ruinas se puede hacer caminando y en un servicio de burros-taxis, que me parece francamente denigrante. Los animales te observan desde una tristeza infinita mezclada con resignación. Una vez que se llega arriba, sorprenden los restos de columnas griegas metidas dentro de los restos de un castillo con una gran explanada. Las vistas compensan el esfuerzo de la subida; atrás queda el recuerdo de los pobres animales. Me siento a descansar en la sombra de una columna del templo, respirando una antigüedad tan remota que incluso llega a asustar. Siento que el lugar emana misterio y encanto. Me demoro para bajar porque nuevamente un magnetismo me retiene. Mientras desciendo, voy observando la forma de la bahía, así como las variaciones del color de las aguas: desde un azul turquesa hasta un verde, los matices de los colores del agua resultan verdaderamente asombrosos.

Decido comer en una terraza próxima a la playa, y al terminar me zambullo en un agua trasparente y cálida que parece irreal. Esta sensación de irrealidad es algo que se repite en varios escenarios distintos del viaje. De regreso en el barco, el calor se hace más sofocante hasta llegar nuevamente a una zona donde comienza a soplar el viento. El barco realiza una parada para que nos demos un último baño. A medida que nos acercamos de regreso al puerto de Rodas, la fortaleza de la ciudad, que es lo primero que se ve, parece suspendida en el aire, tan pesada en su estructura y tan liviana en su percepción. Los sentidos son alterados por la latitud a la que me encuentro o simplemente porque el calor sabe hacer sus estragos. Salgo del barco con un cansancio considerable, pero, aun así, resulta inevitable acercarse a la playa para contemplar la última puesta de sol.

Para despedirme de la isla decido subir nuevamente a la Antigua Acrópolis. El paseo se me hace más pesado por la intensidad del sol; y al llegar al teatro, veo que varios lagartos de considerables dimensiones me observan con esa quietud de reptil tan característica. Busco la sombra cerca del museo, y cuál no será mi asombro al comprobar que también allí, están a sus anchas varios lagartos que se dejan fotografía por los turistas. Son un elemento más del entorno.

Me despido del lugar y decido buscar una taberna para comer en la zona vieja. Después de callejear, entro en La Taberna de Jivino, que tiene un emparrado rústico y un olor que invita a quedarse. La luz filtrada por el emparrado genera cierta intimidad a la vez que amplitud. Es un pequeño negocio familiar y me dejo aconsejar por el dueño. Comí un pulpo que era realmente exquisito acompañado por un vino blanco de la casa que no encuentro adjetivos para describir, además de una sandía que me supo a gloria. Jivino, el dueño, chapurreaba algo de español e intercambiamos una conversación. Al elogiar el buen sabor de su vino me invitó a una nueva copa. Aproveché mientras él atendía a nuevos clientes para revisar mis notas del viaje y disfrutar de aquel lugar tan curioso. Nos despedimos deseándonos suerte.

La última noche antes del regreso me encontraba soñando cuando sentí que la cama se movía. Me desperté y pude ver cómo caían los botes y frascos que tenía frente a mí en una estantería. Aquello no era un sueño, sino que la tierra temblaba, oía gritos en el hotel y salí fuera de la habitación. La recepción estaba llena de turistas con caras de miedo, eran las cuatro y media de la madrugada, y los empleados del hotel pedían calma. A la vez, decían que era bastante habitual estos pequeños terremotos. Sin embargo, por una nueva réplica que sucedió a continuación, aquello, según mi criterio, no tenía nada de pequeño. Poco a poco todos nos fuimos medio calmando a medida que la tierra dejaba de temblar; volvimos a nuestras habitaciones y yo no sabía qué hacer, pues a las seis tenía que levantarme para coger el avión; aunque el sueño me venció y conseguí dormir un buen rato. Al sonar el despertador, lo primero que pensé fue que todo había sido una pesadilla. Sin embargo, mientras hacía la maleta, una ráfaga de miedo cruzó mi cuerpo y recordé cómo había temblado el suelo bajo mis pies. Cogí el taxi para el aeropuerto mientras poco a poco amanecía; Rodas supo despedirse de mí. Embarqué después de que varias veces pitase mi cuerpo al pasar por el arco, sin saber a qué era debido, hasta que, cuando me cachearon, dieron con una pequeña libreta de anotaciones que tenía un muelle metálico. El policía se sonrió.

El vuelo era Rodas-Múnich, con el añadido de que tendría que esperar unas dos horas en Alemania, antes de volar a Madrid. Sin embargo, no me suponía ningún incordio, puesto que aprovecharía para comer en el aeropuerto y además iba bien surtido de literatura. Mientras esperaba, me dediqué un tiempo a observar la fauna del aeropuerto, y otro poco a leer. Estaba empapado de Grecia y satisfecho por cómo había salido el viaje. Ni se me ocurrió volver a pensar en el episodio del terremoto. En el trayecto Múnich-Madrid, me tocaron de acompañantes dos chicas que no pararon de hablar de trabajo, así que centré mi atención en la lectura y el tiempo pasó rápido. Cuando llegué a Madrid, al pasar por un quiosco, me acerqué a curiosear y entonces vi la noticia en los periódicos: el epicentro del terremoto había sido la isla de Kos, a unos treinta kilómetros de Rodas y habían muerto dos turistas porque se había desprendido el techo de un bar. Compré un diario y mientras me tomaba un café leí la noticia. El recuerdo del miedo pasado volvía, pero con menor fuerza. Pensé: «Te libraste, no era tu destino». Apuré el café y respiré pensando en cómo vertebrar y darle forma por escrito a todo lo vivido en el viaje. Todavía me quedaban varios días en Madrid y pensaba disfrutarlos con la intensidad que se merece estar sano y vivo.

Quizás el próximo viaje sea a Italia u otra isla griega, siendo más consciente aún de lo que soy; de lo frágil y breve que es nuestra vida, pero también decidido a seguir saboreando y valorando los instantes más sutiles del viaje, solo, o en agradable compañía.


Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.

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