/ por Avelino Fierro /
Aquí, entre las montañas nevadas, podemos sentirnos personajes de Walden, o de La montaña mágica. Como Joachim Ziemssen, con su palidez fosforescente, descendiendo por una ruta oblicua en un trineo.
O como un poeta. El poeta que visita a H. D. Thoreau, de idas y venidas impredecibles y que ante nada se arredra. Ni fuertes nevadas ni tenebrosas tempestades pueden detenerlo, porque obra por amor puro. Y al que su oficio llama a cualquier hora, «incluso cuando duermen los médicos».
He traído el libro conmigo. Esta mañana, revisando una pila de ellos que está sobre el suelo de la biblioteca, reparé en que me faltaban unas páginas para terminarlo. Aquí está. Leo el capítulo «Calentar la casa», cuando son las ocho y media de la tarde. Todos los fuegos, vatios y carbones luchan con denuedo desde hace más de cuatro horas para caldear el aire y las paredes de nuestra vivienda. A veces saltan los plomos porque están encendidas todas las estufas y calefactores y no hay cama para tanta gente. Leemos los cuatro cerca de las llamas. De vez en cuando, alguien se levanta y da saltitos para evitar que su sangre se coagule. Esta casa es grande; podría albergar un autobús repleto de esquiadores. Los techos son altos. En eso cumple los deseos de H. D. T.: «¿No debería cualquier apartamento en el que habita el hombre ser lo bastante alto para crear cierta oscuridad por encima de su cabeza, donde sombras temblorosas pudieran jugar por la tarde entre las vigas?».
Se está mejor en la calle, a pesar de la nevisca. Y, sobre todo, en el bar de Juanma, hoy de Noel. Allí están Teje y Emiliano, en la barra; otros parroquianos juegan a las cartas. La cellisca bate sobre los tejados y suelta hilos de un humo blanco o arma remolinos en el suelo. Viniendo hacia aquí no hemos encontrado a nadie en la carretera. Cuando nos detuvimos en El Mentidero, un conductor de quitanieves nos desaconsejó seguir hacia el norte. Era un tipo raro, pelirrojo; un holandés trasplantado aquí desde una colonia tropical abandonada. Tiene la máquina aparcada frente al bar. Le hemos preguntado nada más entrar y mientras se espanta los carámbanos de la barba. Me viene a la memoria el poema de Reginald Gibbons que traduce Jordi Doce: «Las luces destellantes de un quitanieves raspando el firme después de medianoche por un momento laten en este cuarto». Lo recuerdo porque hice un dibujo a lápiz, un tipo que conduce una de esas máquinas de boca grande, y al que se ve tras el cristal con un gorro con orejeras y cara de sueño.
Seguimos la marcha. Se hizo de noche. Pensé en mis hijos (nadie decía nada: el miedo hacía rugir las tripas y sujetaba la mandíbula) y en que quizá no les habría dicho lo del testamento ni que tengo un seguro corporativo profesional de accidentes y otro para caso de deceso. Sobre todo pensaba en ello en lo alto del puerto; al menos intuíamos que habíamos llegado a la cima, porque las señales y los carteles de «vista panorámica» estaban cubiertos por la nieve. Descendíamos. No veíamos la carretera, todo era blanco. Helado. Aquello era una pista de bobsleigh y nosotros los componentes del equipo mixto de la RDA, que tendrían en su momento su plaquita en la Friedrichstrasse para ser recordados. Volví a pensar en un poema: se ve que la música de los versos se acerca a uno como la cantinela de una jaculatoria en los instantes decisivos. Uno de Tranströmer, que evoca esos momentos anteriores a un accidente al resbalar el coche sobre una placa de hielo: «El tráfico contrario tenía luces poderosas./ Me iluminaban mientras yo conducía y conducía/ en un terror transparente que fluyó como clara de huevo./ Los segundos crecieron —en ellos se podía encontrar lugar—,/ se hicieron grandes como pabellones de hospital».
Ninguno hemos venido con un libro de poemas. Miro a los demás. Leen filosofía, sobre un viaje a la Antártida, el suplemento cultural del periódico de este sábado. Pero hemos traído a Johann Sebastian con nosotros. Las Goldberg; la Pasión según San Mateo y cantatas del Bach Collegium Japan. A M. estas le parecen perfectas; pero cree que les falta ese amoroso aire extraño, musical o idiomático, que está en las grabaciones de Philippe Herreweghe. Bach es apto para los amplios espacios blancos llenos de silencio y para el rugir de los borbotones de río, que pasa aquí al lado y viene encabritado. Y cuando llegue el deshielo, las gotas de agua que caen desde los tejados también tendrán en él su música.
Para dormir no quité los calcetines y enfundé mis piernas en los marianos. No quise ver los modelos del resto de la tropa, porque esas imágenes quedan grabadas para los restos como un exabrupto, el mal aliento o una ventosidad canalla. La estética nos arrasa. Sí se comentó, pero no cuajó ni se debatió bastante —el sueño nos iba fundiendo uno a uno— que no habría estado mal haber llevado los colchones al salón y montado un turno de vigilancia de los leños y la chimenea.
Fui el primero en levantarme. Entreabrí una contraventana y la luz blanca me atravesó hasta el fondo del ojo. Adiós brumas, nieves y ventiscas: el sol venía a desayunar con nosotros. Ó. salió hasta la leñera, dibujando un camino con la pala. Al volver, dijo: «Mira que nos ponemos pesados buscando la felicidad y resulta que está ahí afuera». Había vuelto a nevar durante la noche. Todo lo que veíamos desde la ventana era un gran postre cubierto de nata montada. Thoreau habla de la gran nevada de 1717 que sepultó la casa de un pionero de la ciudad de Sutton estando él ausente y cómo un indio pudo salvar a la familia gracias al agujero que el tiro de la chimenea abrió en la nieve.
Cuando salimos a caminar había huellas de venados que se habían acercado por la noche hasta el mismo camino del Bustio. Pero no vimos animales: sólo las vacas de Emiliano que se habían arracimado bajo el toldo y algunos perros. Ni siquiera una bandada de chovas, que habría estado bien para salpimentar el paisaje. A Thoreau tampoco lo visitan cuando Walden, la laguna, se hiela por completo. Únicamente habla de ratas almizcleras; de un búho —que emite, dice, un sonido que es la verdadera lengua vernácula del monte—, la ardilla roja y grajas.
Vamos despacio; es cansado clavar y desclavar las piernas. Hojas de los tilos han ido volando con sus bolitas cual paracaídas a posarse sobre el blanco. Las ramas de unos avellanos al lado del regato se curvan por el peso de la nieve. Un hilo de agua —que mira a ver tú si no viene desde Llos— pasa desdibujándose. A veces metemos la nariz para ver una hierba que ha quedado apresada en una burbuja de aire en el hielo. Recuerdo a otro que mira de cerca. Erri de Luca cuenta que asciende al Lhotse y tiene que limpiar un trozo de roca helada que sobresale rascando con un piolet. Observa una chispa producida por el roce entre el acero y la roca, mientras procura que no se le empañen las gafas. Le salpican las esquirlas de los golpes. La respiración se ha convertido en estertor y siente la contracción de los abdominales…
Nosotros caminamos como zancudos, aspiramos el aire, nos paramos a contemplar. A veces lo hacemos de cerca. Maxime du Camp hablaba de escritores présbites y miopes. Quizá se le ocurrió durante un paseo por la nieve. Su amigo Flaubert: «Una frase es viable si se adecua a todas las necesidades de la respiración… Es buena si puede ser leída en voz alta». Seguimos nuestra marcha; ahora toca un tramo en pendiente. No, no saldrían ahora frases viables, saldría un telegrama. «Las frases de un mal escritor no resisten esta prueba, oprimen el pecho, interfieren con los latidos del corazón…».
El nuestro late ahora como el de Hans Castorp tras su excursión, que casi acaba en tragedia, por las montañas cubiertas de nieve. Late con fuerza. No sólo por razones físicas, ni por el mismo motivo por el que continúan creciendo las uñas de los cadáveres, sino porque, a pesar del cansancio, a veces el cuerpo desaparece y la mente flota entre grumos de algo parecido a la felicidad.
*
Cuando uno piensa en esto de escribir narrativa, novelas, novelas experimentales, novela negra, meterse a practicar en esas formas de la ficción, busca a quién le gustaría parecerse, sus modelos, Cervantes, Shakespeare, Melville… De ahí para arriba. Y piensa que hay que aplicarse en la tarea, ser perseverante, metódico, rellenar y corregir y romper muchas páginas, releer a los grandes, prestar atención a los detalles («El desayuno de Lizzi Borden, el bochornoso día de verano en que mató a su padre, era sopa de carnero». Esto es de Carson McCullers), tener paciencia («No hay medida en el tiempo; no sirve un año, y diez años no son nada; ser artista quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia su savia y se yergue confiado en las tormentas de la primavera sin miedo a que detrás pudiera no haber verano…», Rainer María Rilke), no comenzar a escribir sin saber dónde se va, no pensar en los demás… («Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio», Borges). Y puede que no esté de más consultar algún manual.
Yo he comprado uno subtitulado «El arte y el oficio de contar historias». En el capítulo «Las historias están en la realidad», se narra la de una argentina que va a estudiar a Nueva York y allí le advierten, como medida de seguridad personal, «que nadie te coja la mirada», no te quedes mirando a la cara a nadie u observando, porque te puedes buscar problemas. Un día vuelve tarde en el metro, lee un libro, no levanta la vista. Ve unos pies muy grandes frente a ella y siente algo metálico en la mandíbula. Ya no hay nadie en el vagón. Un chico enorme, negro, sostenía la navaja. «Eres demasiado guapa para estar sola en un vagón». El navajero se bajó en la siguiente parada. Dice la autora del manual que esa historia tiene un final forzado y poco creíble; semejante tipo no va por la vida de hermanita de la caridad.
Yo no estoy muy de acuerdo; qué quieres que te diga, Tomás. La ficción, dice la autora, no es la realidad, es casi como la realidad. Para mí ese final es bonito, algo inesperado, pero no está mal. Y claro que la realidad puede ser distinta, otra realidad. Yo te cuento una historia que empieza igual. Llegó ayer a la oficina un atestado de la policía. Un hombre pasea por una plaza con su hijo, una plaza cercana a donde yo vivo. Al parecer, mira a la cara a un chico gitano, un chico pinturero con gorrita y algunos piercings. Este le dice: «¿Qué miras? ¿Pasa algo?». El hombre le dice que no pasa nada, y que se largue. Sigue andando. Al rato llegan la madre y el padre del muchacho; el padre lleva una barra de hierro. Encara al hombre, le increpa, le dice que se ha metido con su hijo, que le ha faltado… Y empieza a golpearle en la cabeza. El hijo le da puñetazos. En un atestado ampliatorio del día siguiente —hoy— la policía ha localizado un selfie en las redes sociales. El muchacho aparece con los puños y la ropa ensangrentados. Una testigo declara que ve a la madre también golpear al hombre cuando este cae al suelo, le da una patada en la cara hundiéndole el pómulo. La han dado cincuenta puntos en el hospital y parece que saldrá adelante. Ese es un final real. De esos tengo varios. Te puedo escribir en un pispás todo un libro con historias y finales muy reales. Pero para eso, ya me dirás, me sobran los manuales. Y hasta la literatura.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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