/ por Francisco Abad Alegría /
[EN PORTADA: Cocinero en la mesa de cocina con caza, de Frans Snyders (1630)]
Consecuencias del corte limpio
Con las manos no se corta: se rompe, fractura, desgarra, pero no se corta. En la alimentación, el corte significa eficacia; en la comida enormes posibilidades de crear cultura sitiológica, al fin cultura.
Probablemente hace algo más de medio millón de años, nuestros antepasados descubrieron un empleo menos burdo de instrumentos elementales como piedras para cascar semillas o ramas para acercar frutos lejanos pendientes de un árbol. Como ocurre en el maravilloso mundo del crecimiento psicomotor de los niños, cada nueva adquisición, disparada por un hecho fortuito o por una prolongada sucesión de intentos prueba-error, genera una visión y habilidad creciente, que en su lenta, lentísima acumulación, teje un edificio de crecimiento exponencial de conocimientos, integrándose en una red cada vez más compleja y productiva de humanización, en el puro sentido antropológico.
Produce escalofríos pensar en antepasados (cierto que más próximos a nosotros que los primeros abbevillenses de la actual Francia) que tenían que pelear con la naturaleza o contra ella para poder comer, dedicando largas horas al tallado o esgrafiado de bloques pétreos, produciendo imágenes que indudablemente mostraban la existencia de una forma compleja de pensamiento abstracto (Figura 1) dejando de lado tiempo preciso para la búsqueda de alimento, cobijo o combustible. Al margen del porqué, ello fue posible mediante la elaboración de instrumentos pétreos de rocas vítreas de dureza superior a la superficie que se tallaba. Pero la naturaleza rara vez provee espontáneamente de materiales duros, obviamente líticos porque la metalurgia está esperando paso durante largos siglos y, en consecuencia, tiene que haber una actividad, aún rudimentaria, que genere instrumentos punzantes y cortantes con que ejecutar la tarea. Hay abundantes testimonios de la talla de petroglifos fruto de tal industriosidad, pero también (por ejemplo los cortes de algunos huesos humanos que denotarían antiquísimo descarnamiento caníbal en Atapuerca) que fechan con generosa aproximación el momento en que el humano produce instrumentos cortantes y punzantes, inicialmente líticos y mucho más tardíamente óseos o de madera.[1]

Los instrumentos de corte se obtenían inicialmente, como se ha podido reproducir con inequívoca claridad, golpeando frontalmente un bloque de piedra compacta, generalmente sílex u obsidiana en medios transatlánticos, de consistencia vítrea, mediante un percutor que dejaba en el material golpeado un borde fino frontal, al desgajarse un fragmento pétreo de superficie aconchada. Esta técnica podía hacerse muy rudimentariamente mediante percusión pasiva, golpeando el material que se pretendía tallar contra una sólida base o yunque acostado en el suelo, o a la inversa, sujetando la piedra por tallar y golpeándola de frente, por las zonas más afiladas, con una piedra algo más blanda. También se podían golpear las piedras con elementos más blandos que una piedra, como la madera, o huesos de animales o sus astas, lo que tardó tiempo en ocurrir, produciendo superficies cortantes en la piedra trabajada de tamaño pequeño, que acababan generando pequeñas sierras de filo fino y alineamiento quebrado. Una técnica que se utilizaba para obtener lascas de piedra vítrea largas (1-2 centímetros) de un solo filo muy aguzado y continuo era la del percutor de presión o yunque (el más habitual, el de pecho) que actuaba (es difícil imaginar la fuerza hercúlea de los artesanos) oprimiendo el borde de un núcleo silíceo mediante una sólida rama de madera, generalmente apoyada en el esternón, hasta que saltaba limpiamente una hermosa y afilada hoja alargada de sílex.[2] Con hojas de este tipo cortaban el pecho los mexicas a los cautivos sacrificados en lo alto de las pirámides, cuyo corazón aún palpitante ofrecían, buscando aplacar la insaciable sed de sangre de sus tiránicos dioses.
En el proceso de elaboración de instrumentos líticos cortantes, aparte las conocidas bifaces o las hojas de laurel o las puntas de flecha (estas últimas remedadas a menudo por madera tallada y endurecida al fuego), se produce un interesantísimo proceso, que puede fecharse aproximadamente unos 15.000 años a. C., en el periodo Magdaleniense y que abre el camino definitivo a la elaboración de cuchillos cortantes, apuntados y sobre todo de fina hoja, lo que supone el primer paso del mero troceado al fileteado. En una síntesis perfecta del proceso, el profesor Leroi-Gourhan[3] explica cómo mientras que en el periodo Abbevillense (iniciado unos 500.000 años a. C.) por cada kilogramo de sílex el humano obtenía en promedio 10 cm de filo lítico útil, en el Musteriense (iniciado unos 120.000 años a. C.) conseguía alrededor de 2 m de filo, en instrumentos de gruesa sección y, por fin, ya en el Magdaleniense, el rendimiento era superior a los 15 m de filo útil, además de sección fina, consiguiendo auténticas hojas o láminas cortantes y manejables como si de cuchillos no enmangados se tratase. Este lento proceso de perfeccionamiento técnico, que requería tecnologías más depuradas que la mera percusión frontal, facilitó extraordinariamente el cambio de los modos de la comida; por ejemplo, ya se podían hacer filetes finos de rápida elaboración o tacos regulares de alimento que se ingerían con facilidad o podían cocinarse sujetándolos con varillas vegetales, al modo de las brochetas; al tiempo facilitó la distribución comunitaria de la comida, porque permitía un reparto equilibrado, sustituto del arrebatamiento de las porciones más grandes o apetecibles por los más fuertes.
La metalurgia siguió en lo básico el camino marcado por el perfeccionamiento lítico, añadiendo la ventaja de la producción de elementos de formas y tamaños diversos, susceptibles de afilado y sin la fragilidad de las piezas líticas. No tiene objeto detenerse mucho en el fino proceso de perfeccionamiento de la tecnología del cuchillo, que aparte la incorporación de instrumentos dedicados a labores especiales, lo que supondría un enorme cambio en los procedimientos culinarios, enriqueciendo exponencialmente el hecho de comer, condujo a cambios en la convivialidad, introduciendo progresivamente orden y cortesías en la mesa, desterrando progresivamente la rudeza en los modos, hasta el punto de generar oficios peculiares como los cortadores o talladores, que al tiempo que troceaban las viandas servían porciones del alimento sobre rodajas de pan (sopas) o en recipientes especiales: talladores y con menor tamaño, platos. Es conmovedor asistir a la codificación temprana de los modos de cortar y servir, es decir, organizar la convivencia, en el primer tercio del siglo XV, por el marqués de Villena (1423)[4] (Figuras 2, 3 y 4)



La evolución tecnológica de algo aparentemente tan simple como un instrumento de corte evoluciona en poco menos de medio millón de años con el hombre y por el hombre y no solo facilita una mejor y más abundante alimentación (instrumentos aplicados a la caza o la agricultura), sino que permite descubrir la comida propiamente dicha sobre el mero alimento, enriqueciendo las experiencias sensoriales y aguzándolas al respecto y al tiempo cambiando el enfoque nutricional. Y, sobre todo, condiciona el comportamiento social ante la comida, contribuyendo adicionalmente a la configuración de la cultura, las culturas. ¡Y el protagonista es el cuchillo, en recíproca interacción con la mente humana!
El corte pequeño y aleatorio: ralladores
Productos alimenticios, generalmente vegetales, de notable dureza, compactos, pero deseables por las propiedades organolépticas y nutricionales que aportan a la comida, se resistían al simple corte, bien por su dureza o porque las cantidades que de ellos se requerían para confeccionar una fórmula culinaria eran pequeñas y no admitían el tronzado de cantidades grandes. El ingenio acumulado en la práctica del corte puso a punto instrumentos de división en pequeñísimos fragmentos de tales alimentos mediante el empleo de ralladores. Se conservan desde remotos tiempos de confección materiales líticos esgrafiados ordenadamente o incluso cerámicos u óseos fina y meticulosamente punteados, ralladores que han llegado con mínimas variaciones a nuestra época sin más cambios sustanciales que el material empleado (Figura 5). Nuestro admirado etnógrafo, el profesor aragonés Julio Alvar, recoge diversos modelos en su síntesis etnográfica conmemorativa del 10.º aniversario fundacional de la editorial Guara (lámina 189) en el epítome etnográfico aragonés que realizó cuando el estudio etnográfico de la cultura purépecha (Michoacán, Méjico) se lo permitió;[5] ralladores de madera, de metal finamente repujado con golpes puntiformes o mínimas perforaciones y adherido a una base de madera o no, mostrando modelos tradicionales.

Podría pensarse que una técnica tan rudimentaria como el rallado tiene escasa relevancia para la evolución de la cultura sitiológica, pero pensemos, por ejemplo, que multitud de adobos vegetales, especiado fundamental en muchos lugares, como el de la cúrcuma, fundamental como colorante desde tiempo inmemorial, o la introducción masiva de quesos curados de gran dureza, que rallados han dado la base de muy diversas preparaciones, no sería posible sin algo tan simple como el rallador, que ha modificado los modos alimentarios de amplias poblaciones de forma radical, creando nuevas cocinas de gran repercusión. En ámbitos más limitados, como el Extremo Oriente, el rallador finísimo elaborado por la piel microdentada de algunos tiburones, seca y extendida sobre una base de madera (Figura 6), ha permitido incorporar a los modos previos de alimentación el grueso y muy picante wasabi, que en cantidades ponderales habituales sería imposible de manejar, dando nuevo carácter a multitud de aliños que ya han modificado establemente la cultura gastronómica japonesa, por ejemplo.[6]

La molturación es la base de una nueva forma de comer
Cierto que el instrumento más elemental de molturación se llama dentadura, pero las limitaciones de extensión, tamaño, fuerza y resistencia generadas por la masticación se concretan en autoservicio (salvo el caso de la chicha andina antigua, una excepción) y resistencia del producto por molturar. Si hasta los prehomínidos utilizan rudimentarios métodos de descascarado de semillas, mediante golpes de la envoltura externa entre piedras o el quebrantahuesos se vale de un procedimiento análogo aprovechando la gravedad, no es raro que los humanos perfeccionasen rápidamente el proceso, creando incluso instrumentación rudimentaria para ello.
Quizá el paradigma del proceso de molturación en todo el mundo sea el tratamiento de los granos de cereal, que han dejado numerosos testimonios de tal procesamiento en restos instrumentales pero también en viejísimas dentaduras de antepasados, que muestran elocuentemente a la microscopía e incluso macroscopía signos de erosión de las coronas dentales claramente atribuibles a la masticación de productos vegetales que habían sido previamente molturadas con instrumentos líticos, arrastrando pequeñas cantidades de partículas minerales, más o menos arenosas, que actuaban como abrasivo dentario. Aunque no hay que despreciar un procedimiento de molturación que va por otros caminos, como el de la obtención de pulpa o jugos vegetales que servirán como alimento directamente o para tratamiento por fermentación, previa desintegración en dornajos o artesas ad hoc (Figura 7).

Pero hay que reconocer que uno de los elementos alimentarios que más impulsaron el desarrollo (y también crecimiento poblacional) humano, fue la incorporación masiva de cereales a la alimentación, ya en pleno Magdaleniense, asociado ello a cambios climáticos que ignoran o fingen ignorar los multiformes apóstoles del Apocalipsis climático, que manipulan interesadamente las fluctuaciones climáticas seculares más recientes, plausiblemente no antropogénicas, para inducir cambios socioeconómicos masivos en la estructuración de la humanidad. Y como los cereales, salvo en casos de prolongada cocción en líquido de gobierno o tostado sobre planchas de piedra, requieren en general utillaje avanzado para el momento (por ejemplo, ollas cerámicas resistentes y amplias), el paso previo, que rápidamente cambió el mundo de la comida humana, es su transformación en harina mediante molinos pétreos, que atrapaban los granos y los desintegraban hasta reducirlos a polvo más o menos fino (Figuras 8 y 9). Con esa harina se elaboraron muy pronto dos tipos de alimentos que incorporaban como tecnología adicional el fuego, pero conducido de dos modos diferentes: las masas cocidas o gachas (son paradigmáticas las pultes legionarias romanas) y las tortas ácimas, cocidas al rescoldo o sobre piedras calientes, que quizá por contaminación de antiguas levaduras espontáneas evolucionaron hasta el pan leudo.[7] De modo que el mero hecho de obtener harina de los cereales, mediante molinos rudimentarios en un principio, y muy posteriormente evolucionados en tamaño y sistema de movimiento,[8] cambió la alimentación y consecuentemente el hecho cultural de la comida por tres caminos básicos: uno, que no valoramos aquí en detalle, como la molturación de cereales germinados para la obtención de malta con la que elaborar cerveza, y los dos más importantes restantes, que son la obtención de gachas o farinetas, que también se aplicó a pequeñas leguminosas como las almortas, y otro, el de la panificación tanto ácima como leuda, que conforma radicalmente todo un mundo de nuevas cocinas que va desde el simple alimento básico a la confección de platos diversos con sopas de pan leudo o de gazpachos de alcorza ácima.


Pero aún queda un paso intermedio en la evolución tecnológica de la molturación: el molido-aplastado de productos simples o asociados con contenido inicial húmedo o añadido durante el proceso. Y para eso están los morteros, molcajetes o almireces. Se trata de recipientes de paredes muy resistentes y forma de cuenco, que permiten la molturación o aplastado mediante el manejo de un vástago resistente de madera o mineral (mano) del contenido, desestructurando los materiales y evitando al tiempo que se derrame el contenido más o menos fluido que se genera o añade en el proceso (Figuras 10, 11 y 12). Son famosos los molcajetes de piedra volcánica de Mesoamérica, que facilitan la labor merced a su superficie interior rugosa, que actúa sinérgicamente con la presión de la mano del mortero como un rallador cóncavo y los almireces clásicos de metal, generalmente bronce y a veces hierro, de gran resistencia, al que pronto hallaron utilidad adicional las gentes más sencillas como acompañantes musicales, de modo que han sido y aún siguen siendo un pequeño instrumento de percusión en el folclore popular español. Además de la utilidad para producir salsas como el viejo almodrote romano (moretum), henchido de queso, o la muy reciente mahonesa o su precedente el ajolio, en tierras americanas y con inicio en ámbitos conventuales, el molcajete de piedra ha dado origen a confecciones que ya se han transformado en identitarias, por ejemplo, de la cocina mesoamericana, como los moles, condicionando todo un nuevo modo de cocina.[9]



Una combinación de corte-triturado-molturación pertenece ya a tecnologías bastante recientes, que pertenecen al tiempo de una metalurgia avanzada, ya de finales del siglo XIX. Nos referimos a la picadora o capoladora, empleada para elaborar sin necesidad de interminables tareas de cuchillo y raspador (Figura 13) y a la irrupción del vaso americano o su versión simplificada de varilla trituradora, que han hecho que cambie la comida radicalmente, por la incorporación ya masiva de purés y espumas al medio doméstico, de modo que muchas fórmulas antes reservadas a la cocina profesional ya son cotidianas y familiares, desplazando a cambio a elaboraciones mucho más lentas y trabajosas. Pensemos en el gazpacho rural de las gentes más humildes, por ejemplo (Figura 14). Del mismo modo, la afluencia de productos antiguamente de consumo bastante restringido, como el café, se han hecho populares y, a la inversa que en lo antes dicho, han generado su propio instrumento de empleo masivo (Figura 15).



[1] M. L. Inizan, M. Rederon, H. Roche, J. Tixier: Technologie de la pierre taillée, París: CREP-CNRS, 1995; S. Revillion: «Technologie du débitage laminaire au Paléolitique Moyen en Europe Sepetentrionale. État de la question», Bulletin de la Societé Préhistorique Française, 92 (1995), pp. 425-441.
[2] A. Leroi-Gourhan: Los cazadores de la Prehistoria, Barcelona: Argos Vergara, 1984, p. 71 y ss.; S. Revillion: o. cit.
[3] A. Leroi-Gourhan: o. cit., p. 112.
[4] E. Villena: Arte cisoria, Barcelona: Humanitas, 1986.
[5] J. Alvar López: Etnografía de Aragón, Zaragoza: Guara, 1986.
[6] R. Hosking: Diccionario de la cocina japonesa. Ingredientes y cultura (2.ª ed.), Barcelona: Zendrera Zariquiey, 2002, p. 184.
[7] Hay noticias de ello en F. Abad Alegría: «Hablemos del maíz en España», El Cuaderno, 1 de noviembre de 2019 [en línea], <https://elcuadernodigital.com/2019/11/01/hablemos-del-maiz-en-espana-utilizacion-regionalismos-reales-e-inventados/>; «¿Maíz o panizo?», Heraldo de Aragón, 30 de noviembre de 2019: 8CMG; «Pan mejor que pasteles», Heraldo de Aragón, 27 de junio de 2020, 8CMG.
[8] P. ej., A. Aguirre Sorondo: Tratado de molinología, San Sebastián: Fundación José Miguel de Barandiarán, 1988
[9] F. Abad Alegría: «Laminerías de fusión en el virreinato de Nueva España de final del siglo XVIII: Sor Juana Inés de la Cruz», El Cuaderno, 14 de mayo de 2020 [en línea], <https://elcuadernodigital.com/2020/05/14/laminerias-de-fusion-en-el-virreinato-de-nueva-españa-al-final-del-siglo-xviii-sor-juana-ines-de-la-cruz/>.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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