/ una reseña de Carlos Alcorta /
Una de las constantes principales sobre las que gravita la poesía de Pureza Canelo (Moraleja, Cáceres, 1946) es la preocupación, de orden metapoético, por el origen de la propia poesía; por el origen del poema y la capacidad —o, más bien, la incapacidad— de la palabra para ser el vehículo fiel capaz de trasladar a la página la emoción y el pensamiento: «Dices “árbol” y es otra cosa. Pisas surco y el sonido pertenece a este mundo», escribe Pureza Canelo en el primer poema de este volumen, que no es otra cosa que una especie de poética titulada «Aproximación impura» en la que establece un diálogo —diálogo, por lo demás, presente en toda su poesía— entre el poema y la Naturaleza, pero no al modo de los románticos ingleses, seducidos más por la emoción y el misterio que provocan en una mente proclive a idealizarla, a endiosarla —como, de hecho, idealizaron el acto poético—, que por una mente que procesa una imagen aséptica, fiel a lo que representa. Pureza Canelo, sin renunciar a lo intuitivo, racionaliza esa emoción, la intelectualiza, como deducimos de este párrafo entresacado del mismo poema: «Palabra y Naturaleza reinan por sí mismas. La Naturaleza está ahí y la Palabra hay que buscarla para ella. Es el azar de la escritura cuando las palabras milagrosamente se “acoplan” a los lugares contemplados que merecen ser canto […] Naturaleza y su poder de presencia, Palabra y su constante provocación».
Pero en Palabra Naturaleza, antología preparada por la propia poeta, podemos rastrear con nitidez los múltiples registros de la poesía de Pureza. Uno de ellos —además del citado—, y de gran importancia, es el memorialístico, pero no piense el lector que va a encontrar en estos poemas una concatenación de recuerdos que remitan a experiencias más o menos decisivas de su biografía. El modo de acercamiento es intuitivo y alusivo. Nunca se reduce a lo anecdótico, sino a lo intemporal, a lo esencial de dicha experiencia: «Mi primer poema/ lo dediqué al junco,/ a la veleta en el horizonte,/ a mis perros que ya corrían para alcanzarme/ y morder de mi gaviota», escribe en un poema de su primer libro, Celda verde (1971) aquí recogido. Y es que la palabra de Canelo, la «palabra válida» de la que hablaba Stefan Zweig, no sirve para lo consuetudinario, sino para lo imperecedero, y esto, como se ve, es un propósito de nuestra autora desde sus más tempranos poemas. Toda antología supone un regreso a las fuentes que dieron lugar a los poemas, un modo de enfrentarse a quien uno ha sido, un reconocimiento de los sucesos que han tenido mayor significado en nuestra vida, un reencuentro con emociones olvidadas y una especie de revisión y de actualización de los principios estéticos que han sido norte de la escritura. La presencia de la Naturaleza, de la confluencia entre el tiempo y la materia como germen del pensamiento poético, es notable desde sus primeros libros: «Eran el primer caos de unión/ y los musgos entre las nubes/ y aguas puras en la roca/ y las aguas en el aire/ aquí puedo reconocerlas./ Las arenas divisibles y vibrátiles/ se organizaban, y lejísimos, me organizaban» ( del poema «Palabras con Luis» de El barco de agua, 1974), como lo es también la manera de ver, la forma de observar cuanto sucede alrededor, cualidades que definen la personalidad de cada poeta. Si ni se ve, aunque se tengan los ojos abiertos, no se puede vivir consciente, sino atemperado, mohíno, sin capacidad de resistir los embates de la vida: «Si cierro los ojos/ y pongo en mi pecho como blanco/ de tus ojos,/ dirás que no he hecho nada,/ acaso una estancia del deber/ que a solas cumplo». La mirada además, en la poesía de Pureza, no en vano esta es la que recrea en la página las imágenes que capta la retina: «Por la palabra/ he ganado tiempo a la oración/ que en los atardeceres me precipita/ en las piedras que todavía me quedan/ en las casas del tiempo y de lo convenido/ por mis ojos», unos ojos que, como sucede en Juan Ramón Jiménez («La escritura de exigencia universal asiste a quien se atreve a buscarla y agujerear mundos», dice Pureza), buscan la trasparencia, cualidad suprema de la emoción, del cuerpo que ama y piensa, de la más noble belleza, esa belleza tan a mano y que, sin embargo, no sabemos apreciar, acaso porque se esconde «donde se viste/ el aire», en plena Naturaleza, porque «En la ciudad no sienten el prodigio de la fibra; yo sí atrapada en el eco, traslación de crecimiento por lugares amados».
Toda la obra de nuestra poeta está recorrida por ese intento de esclarecer lo que en la escritura se emborrona, se pierde, se transforma. La Naturaleza, como observamos en la última sección del volumen, es la casa del ser, el lugar donde la poesía se manifiesta y trata de dilucidar sus contradicciones, pero el muro infranqueable del lenguaje circunscribe el ámbito en el que dichas contradicciones pueden resolverse sin apropiarse en exclusiva de la verdad, por una parte, y sin distorsionar en exceso el significado consciente por la propia experiencia del sujeto, porque, tal y como escribe, «el verso dice llueve sobre el campo y no está lloviendo, o la naturaleza puede ser noche cerrada y decir mírame en colores sin límite: lo que es circular posibilita en canto y ofrece su mejor ocasión» y es que, como dice Andrés Ortiz-Osés, en palabras que se ajustan como un guante a la poesía de Pureza Canelo, «la poesía no es literal sino literaria, metafórica, simbólica, no es lineal sino quiebro o quebradura, no cabalga sobre lo real sino que se inmiscuye surrealmente en lo real, no es expansiva sino impasiva, y no es extrovertida sino introvertida, no es asimiento sino desasimiento».
Pureza Canelo defiende —y practica— una poesía sin concesiones, rigurosa, elaborada con tenacidad, exprimiendo el significado de las palabras hasta condensar la esencia de su decir, como expresa con contundencia en este párrafo: «Mundos de ayer revierten unidos. Es mi única verdad. No se busque otra luz. Ni se mezclen lectores intrusos en una escritura rendida a lumbre: los que dicen la poesía es difícil, no se entiende, según el cerebro de la soberbia y la oquedad de la ignorancia. A esos los quiero fuera de mi vista». Por ende, entiende la labor del poeta como la del místico, que anhela, en este caso, no la comunión con Dios, sino con la Naturaleza, por más que, visto desde la perspectiva del panteísmo, entre uno y otra no haya diferencias insalvables. De hecho, en la poesía de Canelo ese anhelo de armonía, de equilibrio y de belleza supremas remiten directamente, sin nombrarlo, a un orden celestial; y es función del leguaje poético captarlo, hacerlo suyo, más cuando, como ahora, se revisita el pasado desde un otoño vital que conserva plena la memoria.
Selección de poemas
Laberinto
Empedrar
el fondo de los lagos.
Volver al aula
de la que huiste.
Irse, otra vez desnuda,
a la vereda de confesión.
Comprender ahora
antiguos pecados de avaricia
robustos pecados de palabras.
A la poesía que sirvo es vivir.
Vivir primero, después la mano
que fabular pueda y sepa hacerlo
cuanto más mejor.
Decirlo amablemente
y que mi laberinto de algas
agrande lo que llevo escrito,
abel revuelto con caín,
qué más da.
No escribir
Digo No escribir
y conspiro con la ausencia real
donde algunos años se plegaron
a otro origen de la melancolía:
darme pereza seguir buscando
el gemido de la creación, darme rubor
volver a sembrarme el cereal
que después la mano, dicen,
podría cortar bajo los cielos.
Preferí olvidar palabra, instinto
de palabra, su oración por las sienes,
cauce que iba a devorarme
si no olvidaba bien la carne blanca
sobre la que ahora vuelvo.
Pero escribía en la calle.
Dictaba todo lo posible
entre el aire, sin sabiduría
y encontré una suerte de vivir
de andamio puro, solitario,
hasta hacerme con el torreón
de otro conocimiento.
Si viene ahora un poema
es porque nunca ha sido difícil obtenerlo,
entonces nunca, me digo, tracé poesía
y el oro de la escritura
nacerá de lo insignificante
y más humano aire a punto siempre
de olvidarse y perderse.
Extractar el paraíso
ya no es aventura para mí
en la creación de las sombras
bien sangradas.
Sólo me interesa un puente
de inocencia, de salvación dormida,
el humo que no nacerá humo,
la velocidad silente en el alma
de los días que no pueden
conquistar un verso.
En la llanura del cielo
preferido ya, vivir sin ambición
de más paisaje que el interior
y su conjunto, numérico también,
como este viento circular de hiedra
en el altar de una soledad perfecta.
Quebrarla pertenece a la poesía.
Ese fue el gran error de la inteligencia.
El error de los muebles que ocupan
su sitio, el madrugar de los pájaros
y dejar colocadas sus estrellas para mañana,
el agua, el agua atrevida de los mortales
que alargan la mano para construir un verso.
Extractar el paraíso, aunque no me creáis,
ya no es aventura para mí
en la creación de las sombras
bien sangradas.
Pues en el solar de ellas está el mundo
y nadie más.
Como un volar distingue
Un fluir de orgullo
ha estado negando la escritura
en este libro
igual que el tordo vil negara
comer frutos y simientes
que regala el suelo vivo.
Un fluir de no inocencia
ha querido contar
hasta el último peldaño
entre las zarzas de esta casa.
Mi claroscuro ser
con el afán de un sentimiento
que devora y miente.
Pero un fluir de la vida es, al fin, la vida.
Haber preferido negar antes la escritura
que olvidarla, rozarla en vez de abrirla
y escapar ya del olivo en fruto
como un volar distingue.
Orgullo, no inocencia, cuerpo:
me he enredado en ellos y he perdido
del amor la vereda
que se entrega imperfecta.
Miedo, apaño, esta poesía,
han hecho de mí
destino donde ahora me borro.
El alma que respira
escapa y corre por los campos
que se despiden, me sueltan, contrariados
por el menú sobre mantel precioso
en el que posabas tus ojos
para llevarte el manjar de esa materia.
Así, liberada y confundida,
solitaria en la reunión general
de estos poemas,
debo abandonar la vid, el huerto,
para volver a la rueca de la vida
con silencio por fuera y locomoción tan dentro
porque es el hacer viandante quien me espera.
Todo lo demás son historias de artistas.

Pureza Canelo
Ortega Muñoz, 2020
112 páginas
12€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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