/ por José Manuel Sariego /
Tesis con mascarilla en el ascensor
Comenta, medio en broma medio enserio, que lleva seis años hablándole al perro cada día. Añade que, de vez en cuando, le escribe cartas. Sostiene que hablar con el perro o escribirle epístolas, además de esfuerzo inútil, es costumbre heredada de los antiguos romanos que rendían culto a los dioses o lares de sus moradas. Afirma, en pro de tal tesis, que los canes (y, por extensión, todos los llamados animales de compañía) se han convertido en auténticos diosecillos de los hogares que habitan. Cuando le hablas, dice, te mira y tensa las orejas como si te escuchara atentamente. Simula. Te engaña. Igual que aparenta estirarse el silencio cuando rezas a tu dios. Si te paras a pensarlo, ninguno de los dos —ni el perro ni dios— te hace puto caso. Simulan. Te engañan como a un chino de los de antes.
Se detiene el ascensor. El vecino del quinto baja. Se despide cortés mientras se desembaraza de la mascarilla. Santos García Fuentes prosigue su ascensión hasta el séptimo (cielo), embozado.
El mejor poeta de nuestro tiempo
A un literato de moda, pero no tanto, es decir, que apuntaba maneras y comenzaba a recibir esporádicos reconocimientos, aunque aún no le habían encumbrado los gurús de la pomada hasta el altar de los escritores consagrados (o sea, que mantenía la mochila de la generosidad repleta), le preguntaron no hace mucho en una entrevista televisiva por el autor o autora que más admirara del momento, de la actualidad. El aludido, por toda respuesta, echó mano al bolsillo interior izquierdo de la chaqueta americana, sacó la cartera y de ella extrajo el par de viñetas que allí guardaba, mostrándolas a la cámara y afirmando con la mayor de las solemnidades:
—El Roto, sin duda, es el mejor poeta de nuestro tiempo. Sirvan de muestra los dos botones extraídos al tuntún que me permito enseñar a la concurrencia y a los televidentes del mundo mundial:


Pepín
Pepín a todos los efectos. Pepín a secas. Que si Pepín para acá, que si Pepín para allá… Hasta que una esquela anunció el día 24 de agosto de 2020, noventa y cuatro años después, que Pepín, en realidad, poseía nombre de emperador: Francisco José González Portal. No se daba un pijo de importancia el compañero Pepín pese a ostentar nombre tan linajudo, tan vibrante. Y tan escondido a la vez. Y es que el diminutivo hipocorístico, Pepín, por el que se conocía a Francisco José González Portal, guardaba plena coherencia con los rasgos de su personalidad: humilde, que no insignificante; callado, que no ignorante; pacífico, que no cobarde; comprometido, que no intransigente; militante fiel, que no sectario; dialogante, que no discutidor o vocinglero. Bien podría aventurarse que quien no acertara a interpretar el sentido de los silencios y de las miradas de Pepín en el vestíbulo de la Casa del Pueblo no podría ser buen dirigente de su partido. Quizá por eso le aumentaba la sordera y le menguaba la vista sin remisión. Porque no supimos, en ocasiones, estar a la altura de su prudencia silente ni calibrar la expresión sugestiva de sus ojos.
Pepín sufrió en carne propia desde niño las brutalidades de aquella guerra incivil que parecía no llegar a término en su conciencia de clase. Padeció el desamparo del orfanato miliciano, el desarraigo y los sinsabores de la emigración, la explotación laboral de la mina y de la cadena de montaje, la pérdida a jirones de su gente… No recurría, empero, al victimismo, ni se regodeaba en la pena. Tras su mirada, su silencio y su intermitente media sonrisa no se vislumbraba resquemor en su ánimo. A decir verdad, había que sonsacarle, las más de las veces, la pesadumbre con destornillador. Excepto cuando arrancaba a hablar de su hermana la mayor. Entonces contaba que, a su hermana la mayor, Josefina, niña de la guerra, la embarcaron en El Musel con destino a Rusia. Al poco de su arribada a Leningrado, tendría 13 años, recibieron una carta de otra niña de la misma guerra, Luisa, conocida de El Entrego, que decía: «Josefina murió y fue bien atendida». Ahora sí, ahora le manaba un cabreo desde las honduras: «No la perdono. No la perdono. La Pasionaria, encargada de todo aquello, de haber llevado todo eso para allá, no nos mandó ni la defunción, nada, como si hubiera muerto un conejín. No la perdono. No la perdono». El único resentimiento que devanó sus cenizas. Si no el único, el más doliente. Tanto que aquel parco mensaje seguirá retumbando aún por los recovecos del callejón de la muerte de Pepín:
«Josefina murió y fue bien atendida».
«Josefina murió y fue bien atendida».
«Josefina murió y fue bien atendida».
Desgana
Siente el tiempo tal
que una guillotina. A
cámara lenta.
Eso no vale
No sirve ensalzar
la sonrisa adversaria
si yace muerta.
Vindicación del aburrimiento
Se apuntó a Facebook
para no aburrirse y se
nos abotargó.
Atentado vírico
En vez de un beso
de tornillo, la jeta
le espurreaba.
In memoriam
Marsé soñó con
Teresa una última
tarde de perros.
Escena costumbrista
Chica de muslos
tersos en monopatín.
Mi perro ladra.
Puta mascarilla necesaria
Las orejas ya
pican, nariz se atasca,
la boca duele.

José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.
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