/ un relato de Francisco Abad Alegría /
Sentado en el pequeño porche, con un libro que desafiaba a la gravedad, porque el lector empezaba a dejar de serlo, haciendo una lenta incursión en el estado de somnolencia, advirtió que una tórtola había bajado al suelo del jardín y paseaba confiadamente, buscando alguna de las migas que periódicamente le dejaba esparcidas por el suelo. Los gorriones también compartían el festín, pero al menor movimiento huyen alborotadamente, mientas que la tórtola se mantiene confiadamente rebuscando e incluso se deja observar a una prudente distancia.
Vagaba el pensamiento incompletamente vigil por la historia del profeta Elías, alimentado durante el destierro por un cuervo que le traía pan y carne cada tarde, la presencia del Espíritu Santo en el bautismo del Señor y la milagrosa asistencia de otro cuervo que alimentaba al santo ermitaño Pablo, confortándole con un pan que aliviaba sus penitencias y súbitamente pensó el ya bien despierto contemplativo en las aves como emisarios divinos. Observaba con más atención a la tierna tórtola, de suave gris, con su humilde collar pardo, mirada pacífica y pausado deslizar por el suelo. Miraba y miraba, mientras que una idea se fue apropiando de toda su conciencia: como los ángeles, las aves pueden ser emisarios divinos.
Y miraba insistentemente a la pequeña y dulce ave, que zigzagueaba sobre la gravilla, pacíficamente, dejándose contemplar de modo casi cómplice y al tiempo aproximándose poco a poco al idealista del libro ya cerrado. Un leve chasqueo de la lengua pareció la señal que esperaba la tórtola para saltar del suelo a la mesa en que reposaba el atril de lectura. Estaba a menos de medio metro de distancia del soñador, mirándole, en absoluta paz, haciendo lentos y pendulares movimientos con la cabecita, redondeada, peinada con la suavidad de un finísimo plumón.
El soñador se atrevió a alargar la mano hacia el ave, acercándose hasta rozar su suave pecho con las yemas de los dedos; la tórtola ni se movió, aceptando la mínima caricia con el mismo gesto de amistosa complicidad que el perrillo de casa. Ni en las más alocadas fantasías habría podido creer el soñador que tal cosa podía ocurrir. Reiteró la deslizante caricia al animalito y la tórtola aceptó el contacto como si fuese lo más natural del mundo. La paz del momento no se veía turbada por ningún sonido extraño, ningún aleteo brusco, ningún pensamiento oscuro o negativo. Nada. Dos seres creados, unidos por un contacto sutil y afectuoso y un intercambio de miradas que remedaba la serena armonía del perdido Paraíso de Adán y Eva.
El soñador extendió más la mano y tomó suavemente por el vientre a la tortolilla, levantándola y acercándosela a la cara. Ni un movimiento de rebeldía o miedo, ni un rechazo se siguieron. Entonces, con la avecilla frente a sí, comenzó a decirle pequeñas palabras de afecto (¡bonita, preciosa, amiga mía, alegría de mis atardeceres…!). Por un momento imaginó que iba a recibir un mensaje de lo alto, al advertir que el animalito acercaba su cabecita aún más a su cara; abrió mucho los ojos esperando no se sabe qué noticia providencial que le podría transmitir. Pero súbitamente sintió, en una incalificable confusión de movimientos, dolor, incredulidad, angustia indefinible, cómo la tórtola le rompía con meticulosa precisión los dos ojos, en rapidísimos y reiterados picotazos. No pudo ver, porque había quedado instantáneamente cegado, salvo para unas extrañas sensaciones lumínicas, cómo la tórtola levantaba el vuelo, aleteando con triunfantes pinturas de guerra en el pico y unas plumas largas de las alas. Le había roto los globos oculares y a la sensación de invidencia, seguida de un dolor horrible y la percepción del viscoso deslizar de la sangre recién extraída de sus ahora inútiles ojos, se unió el estupor lacerante del motivo y significado de lo ocurrido: no había explicación posible ni dolor más horrible ni mutilación más espantosa.
Una tórtola con el pico ensangrentado miraba la escena desde la rama de una morera, con un par de plumas de las alas de suave gris animadas por luminosos trazos de vivo color rojo, haciando suaves y ondulantes movimientos de cabeza, ahora decorada con boca de corista, de vivo rojo que paulatinamente pardeaba.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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