/ por José Manuel Vilabella /
[MENTIRAS] Desde hace millones de años Dios le pregunta a Caín, cada mañana, dónde está su hermano Abel, y a pesar del tiempo transcurrido le siguen pareciendo fascinantes e ingeniosas las mentiras del asesino.
[AMOR] La esquela lo decía bien claro: había muerto el día anterior después de recibir la bendición episcopal; dejaba viuda, seis hijos, veinte nietos y siete biznietos. «¿Lo conocías, abuela?», preguntó la niña al percibir que su mirada se quedaba prendida en el recuadro negro, y leyó los nombres de los otros difuntos a los que nunca había querido; los muertos del día a los que jamás había jurado amor eterno.
[VENGANZA] Cuando le dijeron que Jesús, su nieto preferido, había muerto crucificado, el desdichado abuelo le declaró la guerra a Roma, besó a su esposa Ana, se despidió de María, le dijo adiós al buenazo de José y, armado con una caña, san Joaquín se fue a ver a Pilatos dispuesto a morir en la batalla y, dos mil años más tarde, nadie sabe ni en el cielo ni en la tierra por dónde anda guerreando el iracundo anciano, en qué revolución morirá de un tiro en la nuca y cómo y cuándo acabará con él la balasera injusta de un déspota sanguinario y violento.
[ZOZOBRA] El torturador profesional, el más sutil y competente que tenía el ministerio, adivinó que su hijo Manolito había suspendido cinco asignaturas cuando, al interrogarlo hábilmente, vio el miedo reflejado en el fondo de sus ojos; tenía la misma angustia que sus víctimas, idéntico hundimiento moral y el mismo desamparo que mostraban los detenidos cuando él, con movimientos precisos y eficaces, les colocaba los electrodos en las sienes, en el pecho, en el pene, en los oídos, en las muñecas, en los tobillos. Comprendió que su hijo le tenía terror y lo abrazó con cariño y le consoló ante el asombro del colegial que escuchaba, atónito, lo que le decía su padre al abrazarlo: «No te preocupes, hijo mío, yo no sé matemáticas y me gano muy bien la vida».
[PREOCUPACIÓN] «Ya sé, ya sé que está en una edad difícil, pero comprende, amor mío, que me preocupe el futuro de nuestra hija. Me temo que como siga por ese camino se va a quedar soltera. ¿Qué va a ser de ella si sigue con esas rarezas? Tiene una extraña fantasía, se queda absorta por cualquier motivo, no tiene amigas y sus premoniciones… ¿Puedes explicarme lo de sus premoniciones?», le preguntaba angustiado san Joaquín a santa Ana una soleada tarde de primavera.
[PEDRO] Años después de la muerte de Jesús, Pedro, san Pedro, el bueno de Pedro, que había sido en el pasado el último de la clase y que no logró, a pesar de que ponía mucha voluntad, pasar de las cuatro reglas y nociones muy básicas de lenguaje, le explicaba a Pablo, a san Pablo, caballero culto y con bastón, secuela de una desdichada caída de un caballo, cómo era el Maestro con palabras tan poco expresivas e inexactas, con adjetivos tan ambiguos y sustantivos tan desvaídos, que el de Tarso veía el rostro del crucificado como reflejado en un espejo que a su vez se miraba en el fondo de un pozo. Y esa imagen confusa, alegre y triste, misteriosa y patética, le fue descrita con toda minuciosidad a los corintios y estos, a su vez, se la transmitieron como buenamente pudieron a los pintores de cámara, a los imagineros, a los dramaturgos, a los teólogos, a los papas de Roma, a los pecadores, a los poetas.
[CUPIDO] Se miraron fugazmente al pasar, en plena Gran Vía y después de treinta años, y no pudieron reconocerse a pesar de que el tiempo había sido clemente con ambos. Él tenía todo el pelo y era delgado y distinguido y ella era una mujer atractiva y bellísima. Era Cupido el que había envejecido y sus gafas tenían demasiadas dioptrías. Su amor, el primer amor de ambos, había sido intenso, puro, apasionado y su separación dolorosa. Ella tenía siete años y el nueve y nunca, jamás, se habían vuelto a ver, pero los dos tenían un recuerdo vívido que, a veces, volvía a reencontrarlos a caballo del sueño.
[DESPISTE] Nunca llegó a sospechar y, por supuesto, jamás llegó a enterarse de que aquel hombre maduro y calvo que le saludaba con gesto ceñudo en el portal era el gran amor de su mujer y el padre biológico de todos sus hijos.
[ASESINO] El asesino múltiple más despiadado de los últimos doscientos años es un individuo gordito, simpático, bajito y calvo que vive en un suburbio de Madrid. Le quiere todo el mundo y sus compañeros de oficina —trabaja en el Catastro— suelen decir de él: «¡Qué simpático es Manolo! ¡Qué servicial!». Este año el bueno de Manolo se ha cargado a trece personas, el pasado a 23, el próximo a 33 y el siguiente —será un ejercicio flojito-—pasará a cuchillo solo a dos. Se trata de un criminal típico y tópico que incorpora a sus procedimientos las técnicas y perversiones que ve en el cine, en la televisión y lee en los periódicos. No inventa nada, pero lo asimila todo, es una esponja. Manolo es pervertido, caníbal, fetichista, voyeur, cruel, sistemático y arbitrario. En el fondo le gustaría que algún día le atrapase la policía para sentirse protagonista y saber del horror de las gentes, pero le espantan los comentarios y las críticas que pudieran hacer sus vecinos y la estanquera de la esquina, doña Flor, de la que está secretamente enamorado. Manolo es profundamente perverso pero tímido. En la oficina es muy perfeccionista y es un burócrata fiable a carta cabal. Don Esteban, el jefe de sección, cuando tiene un trabajo enrevesado en que se necesita paciencia le dice a don Jacobo: «No se preocupe, se lo encargaré a Manolo», y don Jacobo, el jefazo, se queda tranquilo. El asesino es algo puterillo y frecuenta una vez por semana, y nunca en sábado, una casa de lenocinio en la que es muy conocido y estimado. Le gusta hacer tertulia con Lola, la alcahueta, con la que suele jugar al parchís. Se ocupa con todas las chicas y a todas les deja buenas propinas. Es un cliente fácil y suele conformarse con un orgasmo y de vez en cuando una felación. «Ve con cuidado, Trini —le dice a su preferida— porque soy muy delicado de prepucio». Utiliza siempre la postura clásica, la del misionero. El asesino no escoge a sus asesinados, los encuentra. Como es de buen conformar le vale todo tipo de víctimas: hombres, mujeres, niños, ancianos, ricos, pobres, guapos, feos. Es el hombre que más entiende de cocina caníbal, el primer degustador del mundo de seres humanos cocinados; es un avezado gastrónomo especializado en estofados muy particulares, un gourmet un tanto especial. Como cocinero tiene sus preferencias y sus técnicas, ha desarrollado varias teorías y las comenta consigo mismo. Suele, en permanente soliloquio, sostener qué carnes, de la anatomía humana, son preferibles para mechar y si se deben o no flambear las nalgas tiernas. No es en absoluto grosero ni sanguinario en la cocina. Ve al hombre como un mamífero comestible y lo utiliza como tal. En este sentido se considera un incomprendido y le gustaría tener alguien con quien compartir sus teorías. Sueña con encontrar a su media naranja, una mujer gordita, metidita en carnes, que sea tan perversa como él y con la que pudiese compartir lo mucho que sabe sobre este tema tan minoritario. Vana ilusión, nunca lo logrará. Tuvo hace años un amorío con Servanda, pero resultó fallido. Un día, en su casa, cuando la tenía entre sus brazos después de hacer el amor, le confesó su afición al canibalismo y leyó tal pavor en los ojos de la pobre mujer que no tuvo más remedio que asesinarla y comérsela después. Nunca volvió a intentarlo y ya sabe que está condenado a la soledad permanente. En ocasiones, y como no tiene descendencia, se lamenta de que va a llevarse a la tumba todo su saber. «Coño, cómo me gustaría dejar escrito para las generaciones venideras lo mucho que sé sobre el hombre-res y su maridaje con vinos, salsas y guarniciones. La patata gallega como compañera de las pantorrillas asadas y el sabor montaraz de los deportistas». El caníbal nunca será descubierto por las autoridades competentes, no levanta la menor sospecha. El total de sus víctimas será de trescientas treinta y siete y todas ellas serán sepultadas en sitios distintos. Don Manuel tiene una veintena de osarios y cuando se descubran, dentro de ciento veintinueve años el primero y el último dentro de trescientos cincuenta y seis años, once meses y tres días, no podrá establecerse ninguna relación con el probo funcionario del catastro. Morirá de viejo y dentro del seno de la iglesia y, en el último minuto, se arrepentirá sinceramente de sus perversiones y confesará sus crímenes a un indiferente sacerdote que no logrará entender sus balbuceos agónicos pero que, no obstante, le concederá el perdón de sus pecados. El asesino caníbal vive entre nosotros, paga sus impuestos, es nuestro vecino. Pasará la vida eterna en el cielo bastante alejado de la diestra de Dios Padre; en ese montón de justos aburridos. La verdad es que está muy apartado de la buena gente y formará parte del pelotón de los que entraron en el Paraíso a última hora y por la puerta falsa. Don Manuel se aburre y trata en vano de recordar el nombre de sus víctimas: «¡Cáspita! ¿Cómo se llamaba aquel señor de Albacete, el de la cabeza gorda que estaba tan bueno en pepitoria?».
[NOSTALGIA] Al mozo jubilado del coche cama que, después de cincuenta años de servicios prestados vivía en Fresnedilla de los Alamares, le gustaba ver el paso de los trenes porque sentía en el alma la nostalgia viajera de los ferroviarios. Una vez al año don Jesús García Bellido se embutía a duras penas en su uniforme, que cada vez le estaba más estrecho, se calaba la gorra reglamentaria con dificultad porque según sospechaba le estaba creciendo la cabeza, se duchaba, afeitaba y friccionaba con una generosa ración de Varón Dandy y salía al amanecer de su casa. Caminaba a buen paso durante cuatro horas por caminos de segundo orden y sendas enrevesadas y llegaba al punto elegido. Llegaba con media hora de adelanto, lo que le permitía sentarse en un mojón, hacer aguas menores a la sombra de un arbolito y recomponer su figura. Y cuando pasaba el tren expreso de las 10:40 se ponía firmes y saludaba militarmente a los atónitos viajeros. Su nostalgia era casi castrense; su grandeza era de mariscal, aunque su uniforme fuese de subalterno.
[DIOS] Se marchaba temprano y regresaba a la hora de cenar y por la noche estaba trabajando hasta el amanecer, hasta que se le cerraban los párpados, la boca se le quedaba seca y se le ponía la voz pastosa. Mi madre, al ver cómo trabaja y se quedaba extenuado, le decía amorosa: «Déjalo ya, Jesús Nicomedes; vas a enfermar, cada día estas más delgado», y entonces mi padre se iba a descansar y a dormir dos o tres horas como máximo. Era un ser lejano, misterioso, críptico que se ganaba la vida en una oficina llena de gente donde las máquinas no dejaban de teclear y donde las personas llevaban los papeles de un sitio para otro a paso de banderillas y con semblante serio. Allí nadie se reía. Mi padre —no diré mi papá, porque un servidor no es sudamericano— no fue ni bueno ni malo conmigo, fue distante; como si fuese el padre de otro, como un vecino. Me tocaba la cabeza, me preguntaba «¿qué tal?», un día me regaló un dólar de plata de alto valor numismático y a veces me llamaba, sí, pero se confundía de nombre. Me decía: «Santiago, ven aquí», o «Manolín, dale a la pelota». Un día acertó, yo creo que por casualidad, y exclamó: «¡Caramba, qué alto estás, Serafín!». Cuando se murió, solo tenía treinta y tres años y nuestra casa se llenó de gente, de mujeres y de niños que venían a llorar por mi padre que también, al parecer, era el suyo. Supimos entonces que tenía más de veinte mujeres de todas las razas y tamaños. Las había negras como el tizón, chinas bellísimas, alemanas muy altas y cubanas de enormes traseros. Mis ochenta hermanitos empezaron a corretear por la casa y en un periquete destrozaron a conciencia y con saña todos mis juguetes de madera. Las mujeres de mi padre lloraban mucho más que mi madre, que no dejaba la pobre de servir café negro a las visitas y de preguntar a las señoras: «¿Usted también es de la familia y viuda del finado?». Había viudas que suspiraban y otras que lloraban a gritos. Una señora muy bajita, doña Merceditas, a la que después quise mucho, miraba a las alturas y amenazaba al muerto con el puño cerrado, y otra no dejaba de exclamar: «¡Y decía el charrán que era de Palencia!». Mis hermanos se parecían a mi padre, eran su vivo retrato y todos tenían un aire de familia, pero en tonos distintos y, qué casualidad, todos vestían el mismo jersey gris marengo y llevaban el pelo cortado al cero. Al principio alguno lloriqueaba, pero enseguida descubrieron el balón de reglamento con las firmas de los jugadores del Real Madrid y se pusieron a jugar al fútbol sin orden ni concierto, sin porterías, sin árbitro, ciscándose en el reglamento. Comprendí entonces que las familias numerosas no son para mí. Dejé de comer filetes y, a partir de la muerte de mi padre, empecé con los cociditos y otras porquerías insípidas y mal aliñadas. Días después del entierro las veintidós viudas censadas —las viudas del protocolo como después fueron conocidas— se reunieron y comenzaron a intercambiarse experiencias y confidencias y entre todas hicieron un retrato de mi padre, que al parecer era el único propietario de la multinacional Crisantemo. Aquellas mujeres no sabían demasiado del padre de sus hijos, pero entre todas lograron dibujar un retrato robot muy apañadito. A los dos años alguien insinuó que el difunto era el hijo de Dios, y a los dos lustros la crónica de sus milagros y la relación de sus hechos prodigiosos ocupaba ya tres gruesos volúmenes. Hoy, noventa y tres años más tarde, pocos discuten su naturaleza divina y yo mismo, su único descendiente vivo, cuando me refiero a él tengo que escribir Él con mayúscula o un monaguillo repipi me dice: «Su Santidad acaba de cometer una falta de ortografía». El mundo entero está lleno de gentes que se parecen a mí pues mis hermanos se multiplicaron con auténtico fervor amatorio y como soy el único soltero acabe aquí, en Logroño, en la Gran y Verdadera Basílica de San Pedro. Los peregrinos quieren saber y cuando me asomo al balcón del Nuevo Vaticano, los cardenales me animan a que les diga cosas y yo les hablo, con mi voz cascada, de mis recuerdos, de cuando jugaba en Lugo con los caracoles del jardín, de don Gregorio el maestro, que me ponía un cuatro raspado en matemáticas y un dos en lenguaje, y de mi abuelo don Dositeo, que era más bueno que el pan. De mi padre me invento cosas y me da apuro decirles que apenas lo traté, pero hablo de sus cualidades contrastadas, aseguro que era un hombre trabajador, muy madrugador, enjuto, cetrino de tez, seco de carácter y que un día me dijo: «¡Qué alto estás, Serafín!» y que después se volvió y le preguntó a mi madre: «Magdalena, ¿qué edad tiene este niño?».
[BENEDICTO] A don Pedro le gusta quedarse solo en su mansión en ruinas. La casa, que en el pasado estuvo poblada de criados que formaban una hilera interminable de subalternos: el maestresala, el galopín, el jardinero, el veedor, el trinchante y un largo etcétera de gentes uniformadas que se quedaban adormiladas en cualquier rincón enroscados como gatos de Angora, se había ido quedando vacía con el paso del tiempo. Cada generación se había llevado un criado y hoy, ay, solo una asistenta le atendía los jueves —y dos horas contadas para más inri— y en lugar de señor conde le llamaba señorito. Don Pedro es un caballero de edad madura que vive, mal vive o mejor sobrevive, a costa de unas exiguas rentas que le dejaron sus mayores. Don Pedro corta el cupón con elegancia, pues esas habilidades se llevan en la sangre, pero fatalmente ya queda poco que cortar; apenas unos cientos de Eléctricas y unos jirones de prados sin aprovechamiento posible que él gusta llamar «las fincas», constituyen todo su patrimonio. La casa, el palacio de los Piedrahita, otrora floreciente, se ha ido vaciando de muebles y enseres sin prisas pero sin pausa. Hoy un bargueño del siglo XV, mañana una silla isabelina, pasado mañana una cornucopia de mérito. Don Pedro ve salir a los mozos del anticuario con lágrimas en los ojos arrebujado en su batín de seda; dice adiós al pasado, piensa: «¡tempus fugit!», porque las locuciones latinas han sido siempre patrimonio de las gentes bien nacidas, y bebe con parsimonia un Chablis frío, único lujo que se niega a abandonar en las horas amargas del naufragio. Don Pedro habla, conversa y discute con Su Santidad el Papa. Llegó a esta conclusión después de seleccionar a sus interlocutores cuidadosamente. Invitó a su mesa a Mussolini, Maquiavelo, Shakespeare y Quevedo, pero a todos los fue echando con cajas destempladas porque el Duce sólo hablaba de política, Maquiavelo del Príncipe, las dudas del dichoso Hamlet eran en realidad los miedos mezquinos y domésticos de don Guillermo y Quevedo, tratado en persona, visto de cerca, resultó ser demasiado inteligente y amargo. Y, sobre todo, excesivamente impertinente. Don Pedro, al final, se quedó con Benedicto XV, un papa un poco antiguo, de su época; un papa de tiara y silla gestatoria, limpito, discreto, bien vestido.
-—¿Va Su Santidad a salir esta noche? —pregunta don Pedro a su invitado.
El Papa, que no responde, duda un momento y opta, como siempre, por encogerse de hombros y complacer a su anfitrión.
—Quedaos, por favor, prometo no hablar de teología, pues ya sabéis que detesto conversar de temas que no domino, y vos, querido primo, sois en eso un maestro.
El Papa asiente con la mirada y se deja caer en un chester ajado mientras don Pedro enciende las velas del candelabro con mano temblorosa; las llamitas doradas se quedan al principio inmóviles, como niñas asustadas, pero después se alargan y estiran, señalan el techo, se desentumecen, cuentan historias del fuego infernal, murmuran de la idiotez de los fuegos fatuos y dejan escapar de su pecho incandescente suspiros de amor que abrasan el alma hueca de las polillas. Vencida la tarde, al filo del crepúsculo, se abre la memoria del anciano caballero y los recuerdos puntualmente, uno detrás de otro, desfilan con disciplina castrense, ante sus ojos cansados.
—Perdonadme, Benedicto, si filosofo con tanto descaro, pero a mi edad es el único lujo o acaso la última perversión que me permite la naturaleza. Prefiero el verso a la prosa, pero siempre estuve mal dotado para la rima. Me figuro que será por mi absoluta falta de sentido musical. Sí, sí, no os riais; confieso humildemente mi torpeza. Mi madre, la condesa doña Engracia, se desesperaba cuando el ayo le aseguraba que nunca llegaría a ser un Mozart. «¡Tiene que serlo por pelotas!», exclamaba con furor dejándose llevar por aquel genio suyo, tan vivo. Y el criado, como siempre ocurre, tuvo más razón que un santo y hoy puedo presumir de no saber tocar el piano. Soy una desdicha como músico y mi prosa prosaica, al final, se ha ido convirtiendo en máximas prudentes, en útiles consejos de anciano, en transparentes gotas de sabiduría. Ya veis mi prosa hizo ¡plaf! y se convirtió en filosofía.
Benedicto XV sonríe y con un gesto le invita a que continúe su parlamento.
—Los dos nos parecemos, por eso, tal vez, me encuentro tan a gusto con Su Santidad. Sois un gran compañero de viaje. El mejor que he conocido. Sois prudente, amistoso, paciente y entrañable. Y nunca tenéis prisa; esa es, acaso, vuestra mejor virtud.
El último rayo de luz de la tarde se cuela por la ventana entreabierta e ilumina la cara cerúlea del anciano Pontífice. Don Pedro le observa atentamente; sus rasgos son nobles, aristocráticos; sus manos, distinguidas, se mueven con parsimonia, nunca con brusquedad. Son manos hechas para bendecir; dedos para el gesto, para el lenguaje críptico de la ceremonia religiosa, para el rito esotérico, para la solemnidad y el protocolo.
—Hay solo dos tipos de aristocracia y los dos requieren tiempo, porque se hacen lentamente, se destilan a caballo de los siglos, en el alambique de la Historia. Vos sois el eslabón de una cadena. Recibís el mandato con una mano y lo entregáis con la otra. Sois el peldaño de una escalera de caracol que nunca se termina. Vos, Benedicto, sois noble por vuestro espíritu y yo lo soy por mi sangre, pero estoy muy cansado y sé que se acerca el final de mi familia. Hay que echar, sí, el telón y hay que hacerlo con elegancia.
El Papa le consuela con un gesto, con una cálida sonrisa.
—Me he preguntado estos últimos años, por qué tengo que morir sin descendencia; por qué yo, precisamente, tengo que ser el último de mi estirpe, el que cierre la puerta del futuro, el que clausure una época. Y ya lo sé; las reflexiones han dado su fruto. Sí, sí, no os sorprendáis. He dado con la solución. Ante Vos tenéis a la síntesis genética de los Piedrahita, al último miembro de una familia ilustre, al fruto final de un árbol genealógico. Después de mí la nada, el vacío. Conmigo se cierra una página de la historia de España. El Rey se quedará indefenso cuando mi brazo pierda la fuerza. Ya nadie campeará por mi campo de gules. Adiós, adiós, blasones. Miradme atentamente, Santidad, y en mí veréis a los que me han precedido; soy como un muestrario, algo mío está en todos ellos y, a su vez, todos los que me han precedido han dejado su señal en mi anatomía. No es por presumir, pero un servidor es como un libro de firmas del otrora.
Benedicto sonríe con algo de ironía y don Pedro, que percibe la desconfianza se yergue digno, soberbio y exclama casi a gritos:
—¡Seguidme, os lo suplico, y podré demostraros mi teoría!
Don Pedro y el Papa recorren los intrincados pasillos del palacete, cruzan salones vacíos, habitaciones fantasmales, patios desiertos, aposentos ruinosos. Don Pedro, que porta un candelabro de ocho brazos abre la marcha caminando con algo de dificultad y Benedicto le sigue con buen ánimo. «Cuidado, Santidad, con ese escalón», advierte el anciano caballero a su amigo el Pontífice. «Tened precaución con el vano de esa escalera, pues aquí mismo perdió la vida mi tío don Raimundo cuando solo contaba cinco años de edad y ya sabía latines», le señala unos segundos más tarde. Después de una fatigosa marcha se detienen, por fin, ante una sólida puerta de nogal. Don Pedro extrae del bolsillo un voluminoso llavero y durante varios minutos, con parsimonia, selecciona la llave correcta.
—Aquí está la condenada… —piensa el aristócrata y la introduce a duras penas en una mohosa cerradura.
La puerta chirría quejumbrosa al abrir perezosamente su boca desdentada. Una ola de humedad les golpea violentamente el rostro. «Aquí nunca entra nadie», dice don Pedro a modo de disculpa. Una sala de generosas proporciones les acoge y docenas de fantasmas les observan desde los óleos que decoran las paredes. El Papa se estremece; los mausoleos le impresionan. Don Pedro, solemnemente, hace un amplio gesto, sonríe con orgullo y presenta a los mudos habitantes de la estancia.
—Esta es mi familia, Santidad. Estos son los Piedrahita. Todos están aquí; son el pasado. No dicen nada porque yo hablo por ellos; sus genes son los míos y sus recuerdos se atesoran en mi mente. Ellos son la historia y yo el surco; ellos la gloria y yo la señal, el testimonio. Si los observáis atentamente veréis que no hay ningún parecido entre ellos, pero que todos, a su vez, se parecen a mí. Aquí, sin ir más lejos, tenéis a don Nuño de la Lanzada, el quinto conde la estirpe. Noble rostro ¿verdad?
Benedicto XV observa al caballero del retrato. Es un ser pequeño, enteco, de atontolinada expresión. Viste un negro jubón y se toca con un emplumado sombrero. Todos los vicios de la época han dejado su huella en el rostro macilento y cansado y sus ojos, estrábicos, miran a derecha e izquierda con cierto temor. Don Nuño, ¡ay!, no parece tener la conciencia tranquila.
—Observaréis, Santidad, que de don Nuño he heredado los ojos. Sí, lo digo con orgullo: Yo también soy estrábico.
Don Pedro conduce al Papa ante el retrato de un anciano monstruoso. Un ser deforme, de enormes orejas, boca sensual y nariz roma. Una de sus manos es casi normal y la tiene repleta de sortijas, pero la otra es solo un pingajo de carne fofa, que se une al cuerpo por un hilillo de piel y nervios. El Pontífice, admirado, reconoce en el retrato la mano de don Pedro, pues la naturaleza, sabiamente, ha reproducido, cinco siglos más tarde, la manquedad que parecía irrepetible.
Don Pedro ríe alborozado ante la sorpresa de Benedicto XV y exclama gozoso: «¡Son los genes, Santidad, son los genes!».
Examinan uno a uno los retratos del salón y todas las singularidades de don Pedro aparecen reflejadas en sus antepasados. El labio leporino, las llagas purulentas, las orejas de coliflor, la doble joroba, los juanetes, la característica nariz de los Piedrahita —enorme, colorada, húmeda— están allí, en otros rostros, en otras figuras, en otras personas.
—Con don Severino, el noveno conde de la estirpe, cambia nuestra característica figura, otrora espigada y enteca, y pasamos a ser bajitos y regordetes. De don Nicanor heredamos el ceceo, de don Marcial la tartamudez y a partir de don Martín la sudoración excesiva se generaliza en la familia y se incorpora a nuestras señas de identidad. Mirad, mirad, este retrato de don García y observad cómo las gotas de sudor perlan su frente y discurren formando un riachuelo de regular caudal que empapa su elegante jubón color verde botella.
Benedicto XV se pasea por el salón tratando de encontrar una cara amiga, un ser de apariencia humana, un rostro vulgar. Se detiene ante un pequeño retrato de mujer. Es una dama etérea, de ojos almendrados y bellos y dulce expresión. Unas venas azuladas surcan su rostro y mueren en torno a los labios formando un mar violáceo. Es una hermosa mujer, aunque excesivamente frágil y quebradiza, como de cristal.
—Mirad, Santidad, a doña Leonor de Velasco y Andrade. Murió a los quince años de un violento ataque al corazón. Cuando nació el físico de la familia aseguró que no cumpliría los veinte años y, por una vez, el galeno tuvo razón. Tenía el mal azul, la dolencia de los elegidos. Sus arterias estaban endurecidas prematuramente, sus venas obturadas, sus vasos capilares se quebraban al menor esfuerzo. La más ligera corriente de aire la postraba en el lecho durante largas temporadas. Una brisa inoportuna que se colase por una ventana entreabierta hacía peligrar su vida. Quince veces, quince, se le administró la Extremaunción y quince veces, quince, el sacerdote que la confesó salió estupefacto de su dormitorio: «¡Es un ángel que muere sin haber pecado!», gritaba espantado el sacerdote. Porque los puros de corazón, querido Benedicto, producen pavor a los pecadores. Y el cura aquel era, por su oficio, un perito en maldades ajenas. Dicen las crónicas que era hermosa, discreta y distante. Tenía dentro de sí la clave de un secreto que ni siquiera ella llegó a conocer. Quiso advertirnos de algo, avisarnos de algún peligro oculto, pero siempre le faltaron las palabras, solo tenía los miedos de los inocentes. Cuando murió pronunció en un susurro dos veces mi nombre. Dijo: «Pedro, Pedro»… y expiró.
Benedicto se sobresalta ante el retrato de la bella dama. La mira una y otra vez, se acerca al cuadro y analiza con todo detenimiento el rostro que conoce desde hace tantos siglos. El Papa quiere gritar, pero no puede. No sabe si dar un alarido de júbilo o de terror. No puede hacer nada, pero si hubiera podido la duda le habría impedido moverse. Es ella, sí. Siempre estuvo presente en sus sueños, fue el testigo silencioso de sus pesadillas de niño, la protagonista de sus pecados de juventud, la que le trajo las dudas terribles y obsesivas en la vejez. El pecado no es el muslo, la nalga, el pecho, los labios entreabiertos, como aseguraban los desdichados cardenales cuando desnudaban su alma en el confesionario. El pecado no es el sexo, como gritaban avergonzados los seminaristas. Lo perverso no es el guiño ni la sonrisa insinuante. Para él, para el Papa, el pecado cabalga siempre a lomos de la expresión inocente, del desamparo. No hay nada más excitante que el candor sin límites, ni nadie más voluptuosa que una virgen. Por ella tuvo una mala muerte. Nunca pudo arrepentirse de sus pecados. Jamás la deseó tanto como en el último momento. «¡Arrepiéntete!», le gritó el confesor cuando la vida se le escapaba en cada suspiro. «¡Arrepiéntete, maldito!», le gritó un instante antes del estertor final. Pero él se fue al más allá con el pecado a cuestas. Se fue al otro lado con el alma rota, feliz, perdido, condenado. Y por su culpa, por su inocencia, deambula sin rumbo después de tantos años…
—Contemplando a esta mujer me he pasado la vida, Benedicto. He analizado su retrato mil veces. Creo que es el único ser al que he amado de veras. Creo que he vivido, sí, solo para guardar su memoria, para cuidar este pequeño lienzo sin mérito, que pintó hace quinientos años un artista sin nombre ni apellidos.
Todo ocurrió en un instante, como siempre. Así es la muerte. El drama se consumó en un segundo largo y estrecho. Si el Papa no hubiese sido un espíritu inmaterial, un ánima doliente, sin duda habría socorrido a su amigo cuando don Pedro cayó fulminado al suelo por un agudo dolor en el pecho. La muerte es así: desproporcionada, teatral, exuberante. A don Pedro se le metió la muerte por la boca; la vida se le atragantó y apenas ofreció resistencia; la muerte se abrió paso como una bestia, como un perro. A la muerte le sobran fuerzas; va armada de cuchillos y de gritos y si a veces sonríe lo hace para adentro y con disimulo. Es estúpida, cerril, inútil, para nadie. La muerte es una cosa muy seria, Benedicto. El anciano caballero al que tanto le gustan las filosofías comprende que ha llegado su último momento. El rigor mortis le atenaza, siente como la bestia le descoyunta y se imagina a sí mismo amortajado por la asistenta, vestido con el hábito de san Francisco y bien instalado en una cajita de pino barnizado. «Esto se acaba, don Pedro», se dice a sí mismo para darse moral. Su monstruosa anatomía se distiende, sus músculos se relajan, su expresión se dulcifica. Un instante antes de morir, solo en el último momento, don Pedro mira el retrato de doña Leonor y se reconoce en la mujer que ha amado. Él siempre estuvo allí, esperando. Él nunca llegó a existir del todo; fue solo una señal, un espejismo. «Yo creo que se mueren los demás; que yo no tengo necesidad de hacerlo». Se alegra de no haber sido, de no haber venido del todo: «Soy un lamento, una plegaria, una idea, nada». Se regocija, se ríe, por ser solo una sombra. Un murmullo de rezos se enseñorea de la estancia. Los fantasmas piden por ellos mismos y ven cómo se alejan cogidos de la mano un apuesto don Pedro y una sonriente doña Leonor. El Papa les dice adiós agitando un pañuelo blanco, pero ellos exultantes, felices, se van sin despedirse. Qué egoísta, ay, es la felicidad. El periplo ha concluido para todos los fantasmas, excepto para el Papa de Roma. El también podrá regresar algún día cuando haya expiado sus pecados. Y Benedicto antes de difuminarse, antes de continuar su camino y hacerse definitivamente transparente, levanta el brazo y con su mano de pontífice —hecha para el gesto, la solemnidad y el protocolo— les bendice.
[MILENIO] Todos éramos conscientes de que aquella iba a ser la noche más larga de la década. Se anularon los permisos de fin de semana, los que estaban de vacaciones regresaron al periódico sin que fuese necesario ponerles un telegrama urgente y los que habían cumplido ampliamente el turno de mañana se reengancharon y continuaron al frente de sus quehaceres con entusiasmo renovado. Me sentí orgulloso de ellos. Todos estaban allí, tensos, expectantes, ojerosos; algunos llevaban más de veinticuatro horas sin dormir y casi todos tenían, al lado del ordenador, una humeante taza de café. Había que aguantar y cada uno lo hacía a su modo. Di instrucciones concretas a mis directores y éstos las transmitieron a los redactores jefes que a su vez las hicieron llegar a los jefes de sección. El secreto consistía en que cada nivel tenía que recibir y transmitir las órdenes, el entusiasmo y la ilusión. La cadena resistiría si todos los eslabones se mantenían unidos. Lo que contaba era el equipo. «Voy a estar en el palomar», le dije a mi asistente y él me sonrió con complicidad. Me conocía demasiado bien. En múltiples ocasiones me había oído decir la frase mágica: «Los jefes no sudan; cuando la tensión es excesiva lo mejor es el aislamiento y el misterio. Dios tiene prestigio porque nadie puede observarlo mientras se afeita». Utilicé el ascensor privado y me instalé en el palomar con toda la artillería preparada: zapatillas de gamuza, un whisky de doce años y Mozart en la lejanía. El teletipo, a mí me gustaba llamarle el teletipo, aunque ya no lo fuera, imprimía sin cesar, silencioso y eficaz, las noticias que se producían en el planeta: Todos hacían declaraciones grandilocuentes; estaban hablando para los libros de Historia. Consulté el reloj de sobremesa: eran las 23:45. Sonreí al darme cuenta de que, si aquella noche no prometiese ser la más larga de la década, hubiese dicho las 11:45 o, casi con toda seguridad, las doce menos cuarto. Hojeé una revista, encendí un cigarrillo que saboreé después de tantos meses de abstinencia y me preparé a superar la larga espera mientras abajo, en el hormiguero, se trabaja febrilmente. «Tranquilízate, hermano; el hombre no puede ser tan tonto y al final ganarás más dinero que nunca. Mañana venderás el doble de ejemplares». Fue entonces cuando sonaron unos golpecitos tímidos en la gruesa puerta de caoba y antes de que pudiese decir «adelante», la puerta se entreabrió y una cabeza diminuta apareció y con toda humildad preguntó: «¿Se puede?». Le miré fijamente y un poco enfadado. Sobre todo enfadado con la ineficacia del sistema que me costaba un riñón y que había fallado estrepitosamente. ¿Dónde diablos estaban los guardas jurados de la puerta? ¿Es que nadie vigilaba el ascensor privado?, pero ¿es que cualquier pelagatos podía colarse impunemente y acceder al lugar más reservado del periódico? ¿No habíamos quedado en que el palomar era la cripta sagrada donde solo podían acceder los elegidos? «Perdone —le dije con un tono desabrido—, pero ¿quién diablos es usted?». El hombrecillo carraspeó y creo que, incluso, se azaró un poco cuando se dio cuenta de que su llegada no había sido un éxito y que, prácticamente, se le recibía a patadas. «Lo siento —se disculpó— creo que he sido inoportuno». Su aspecto era tan frágil, su aire tan desvalido, que me humanicé y le invité a pasar con un gesto. «Gracias…», dijo el desdichado y se plantó ante mi mesa sin saber qué hacer con las manos; dudó unos instantes y optó por adoptar la posición de firmes; el gesto castrense estaba tan fuera de lugar, era tan poco marcial que resultaba patético y ridículo al mismo tiempo. «Siéntese, siéntese, por favor —le dije tratando de ser amable, y procuré imprimir a mis palabras una cordialidad que estaba muy lejos de sentir—, qué es lo que desea decirme?». El hombrecillo me entregó un ajado recorte de periódico que, en principio, no reconocí. «Este reportaje —dijo mi interlocutor con un leve acento extranjero— lo escribió usted hace más de treinta años. ¿Lo recuerda? Era usted, por aquel entonces, un joven e impetuoso escritor que realizaba estudios e investigaciones en torno a las víctimas de la segunda guerra. Empezaba a especializarse en sobrevivientes de los campos de exterminio como Dachau, Auschwitz, Mauthausen, Treblinka; y también se hablaba de usted como un prometedor cazador de nazis…». Al mirarlo otra vez reconocí el recorte de periódico. Se trataba de uno de mis primeros trabajos; un artículo encendido y violento, vengativo, apasionado e, incluso, un poco histérico. Era casi el trabajo de un colegial; la obra de un periodista que empezaba a hacer sus primeras armas. «Efectivamente —dije poniéndome un poco rojo—, me temo que este artículo es un pecadillo de juventud…». El visitante sonrió por primera vez. «En casi todos sus trabajos de aquella época se preguntaba usted, inflamado de santa indignación, qué había sido de los criminales nazis, quiénes les protegían, dónde se escondían. Era usted el ángel vengador; la voz que demandaba justicia. Toda su obra rezumaba un odio que prometía no debilitarse nunca por el paso del tiempo». «Hombre… ¡odio eterno nunca lo prometí! —dije no sé muy bien por qué—, aunque todos aquellos asesinos cometieron crímenes que no prescriben nunca». En la mansedumbre de su diminuto rostro me pareció percibir un destello de esperanza, de renovada ilusión; y lo comprendí todo de golpe: era un judío, un sobreviviente de uno de los campos de exterminio, que acudía a mí en demanda de ayuda. «Empiezo a entender, señor mío, cuál es su drama y quiero que sepa que cuenta con toda mi simpatía. Es usted un mártir y me descubro ante sus sufrimientos. Le ruego que me perdone por la falta de cordialidad con que le he recibido y permítame usted que le ofrezca una copa. ¿Qué le apetece beber?». El hombrecillo sonrió complacido y dejó que le sirviese un whisky con agua y hielo que empezó a consumir a breves sorbitos. «Gracias… es usted muy amable, aunque me temo que ha sufrido un error de apreciación». Mostró nuevamente el viejo recorte de periódico y con palabras entrecortadas comenzó su insólita confesión: «En este artículo menciona usted a Manfred Köll, el monstruo de Auschwitz, el asesino de dos millones de judíos, el degenerado verdugo de una raza perseguida». Asentí con la mirada y le invité a que continuase, a sabiendas de que los recuerdos le traerían otra vez dolorosas sensaciones. «Este artículo lo he conservado en mi poder, señor Armengol, porque se trata de un monumento al odio que no se acaba y a la venganza que no prescribe, pero también, ay, porque yo, aquí donde me ve, soy el auténtico, el genuino, el verdadero Manfred Köll». Procuré que no se notase mi sonrisa para no herir su susceptibilidad, ya que los desequilibrados que buscan la notoriedad en los periódicos suelen ser violentos si se les lleva la contraria frontalmente; son gentes, casi siempre muy enfermas, que carecen totalmente de sentido del humor. Recordé que años atrás otro pobre desgraciado me golpeó violentamente porque no quise creer que él fuese el fauno violador del río Narcea y que, recientemente, un caballero impecable le propinó un fuerte puntapié en las nalgas a uno de mis directores —al bueno de Ramírez— por negarse a admitir que se trataba de la reencarnación de Rodolfo Valentino, e incluso el agresor, para más inri, quiso cantarle un tango. Pero el hombrecillo misterioso adivinó mis pensamientos y me preguntó: «Usted no me cree ¿verdad?». Sus ojos eran tan suplicantes y su aspecto tan patético que no tuve corazón para mentirle. «Francamente… ¡no!», contesté en un arranque de sinceridad.
Don Manfred se encogió de hombros, encendió un cigarrillo, cruzó las piernas con parsimonia, dio un corto sorbo al carísimo whisky de doce años y dijo mirándome con desesperación:
—Empezaré por el principio y trataré de demostrarle la veracidad de mis afirmaciones. Estoy en sus manos, señor Armengol, porque creo que es usted mi última esperanza. Necesito con urgencia ayuda. Espero que su odio no se haya debilitado con el paso de los años y que siga pensando que los criminales tienen que ser desenmascarados. Soy Manfred Ferdinat Köll, nací en Hamburgo hace ochenta y cinco años y durante la segunda guerra mundial alcancé el grado de coronel de las S.S.; dirigí durante veinte meses el campo de concentración de Auschwitz y confieso ser el máximo responsable de la muerte de dos millones de seres humanos. No es por presumir y perdone usted mi falta de modestia, pero un servidor ha sido, junto con Mengele y algunos colegas más, uno de los hombres más odiados y perseguidos del planeta.
Le interrumpí con la mano y me acerqué a comprobar las noticias que descansaban en la bandeja del teletipo. El hombrecillo aquel con sus fantasías me estaba haciendo olvidar que estábamos viviendo la noche más larga de la década. Las novedades eran contradictorias: Había personalidades que se negaban a admitir la evidencia; otras, cínicamente, justificaban los últimos acontecimientos y el Papa, desde su balcón de la Basílica de San Pedro, había dicho, pero eso sí, urbe et orbi, lo siguiente: «¡Oremus!».
—Continúe, por favor —le dije, después de comprobar que la noche seguía su curso.
El pobre hombre se aclaró la voz y continuó con su fantástica historia.
—Se me acosó como a una bestia, señor Armengol, pero, aunque pude evitar todas las trampas que me tendieron mis enemigos, caí ingenuamente en la red que yo mismo fui tejiendo a base de astucia e inteligencia durante medio siglo. Y ahora soy, como dicen ustedes los españoles, un cazador cazado.
—Perdón, don Manfred —le dije con una pizca de ironía— pero no sé, exactamente, lo que trata usted de decirme.
—En seguida lo comprenderá; no le molestaré durante mucho tiempo. Cuando finalizó la guerra pude huir, por puro milagro, y ocultarme en Londres, ya que mi inglés es casi perfecto y me imaginé, como así fue, que cuanto más cerca estuviera de los vencedores mayor sería mi seguridad, pues los árboles son el refugio preferido de los grandes bosques. Tenía una sustanciosa cantidad de dinero y mucho miedo y me dediqué, pacientemente, a borrar todas mis señas de identidad para que nadie pudiese reconocerme en el futuro. Me hice la cirugía estética, eliminé mis huellas dactilares; me variaron, con un sofisticado procedimiento, el factor RH; me sometí a una serie de intervenciones en las cuerdas vocales que modificaron el tono de mi voz e, incluso, cambié de caligrafía, asistiendo a unos cursos especiales de reeducación y, en la actualidad, ni el más experto grafólogo podría encontrar un punto de contacto entre mis escritos de ayer y mis cartas de hoy. Completé la labor de camuflaje suplantando la personalidad de un inglés fallecido y fui eliminando sistemáticamente todos los vínculos que me unían al pasado, hasta que no tuve ningún parecido ni físico ni administrativo —la vida es pura burocracia y todos somos esclavos de los papeles— con Manfred Köll. Me convertí en otro hombre.
La historia que contaba aquel individuo empezó a interesarme. La duda se había metido poco a poco en mi cerebro. ¿Se trataba de Manfred Köll o era, solamente, un pobre desequilibrado? Como soy espléndido por naturaleza le serví otro whisky de doce años y le invité a que continuase su relato.
—Tuvo usted más ingenio que sus enemigos. Los nazis perdieron la guerra, pero usted, amigo mío, ha ganado la paz. Si ha conseguido su propósito ¿qué es lo que pretende? Ahora es usted un hombre libre…
—Eso es lo que yo creía hasta que hace unos meses quise recuperar nuevamente mi verdadera identidad y ser, otra vez, Manfred Köll el monstruo de Auschwitz. Mi drama, señor Armengol, es que no puedo retroceder al pasado. He perdido el plano del laberinto. Soy el esclavo de mi disfraz, la víctima de mi propio talento. No me ha sido posible convencer a nadie. Todo el mundo sonríe, como le ha ocurrido a usted hace unos momentos, cuando cuento mi historia. Yo digo que soy un monstruo y un asesino, pero todos me toman por un viejo loco. No provoco odio como en mis mejores tiempos, ahora causo lástima.
—Pero ¿por qué usted quiere ser nuevamente usted? Si se avergüenza del pasado no entiendo por qué quiere volver a él. Entierre a Manfred Köll y sea feliz, caramba.
El hombrecillo me pareció todavía más poquita cosa, su desvalimiento era absoluto.
—Quiero regresar para ser alguien, por vanidad, para que unos me odien y otros me quieran. Ocultarse por más tiempo es una tontería. Los que ayer éramos criminales de guerra, somos hoy, para muchos compatriotas nuestros, unos héroes legendarios. Hemos recuperado el prestigio y el honor y somos otra vez la gran Alemania que se levanta, que resucita, que renace de sus cenizas. El fascismo regresa y yo quiero regresar también… aunque haya dejado de ser fascista. Sí, se lo juro, el paso del tiempo me ha hecho cambiar. Me he convertido en una persona tolerante y comprensiva; en un liberal moderado. ¡Qué asco! Ya no soy un monstruo; ahora soy, simplemente un don nadie por fuera y por dentro.
—¿Cree usted que el mundo podría olvidar y perdonar sus delitos?
Don Manfred no lo dudó ni un instante.
—Estoy seguro. Vivimos la época del perdón, de la amnistía y tanto las víctimas como los verdugos somos unos pobres viejos. Noto en sus ojos que usted casi me ha perdonado. Fatalmente ya no me odia o por lo menos no me odia con tanta intensidad como antaño. Quiero volver a Alemania por dos motivos principales: por vanidad, para ser alguien y por las hortensias, quiero cultivar hortensias en Munich; toda mi vida he soñado con ser jardinero.
—Su historia es fascinante, pero adolece de varios puntos oscuros. Le confieso que todavía no sé si es usted un impostor. ¿No tiene en algún lugar del mundo, amigos, cómplices, encubridores?
Cuando Manfred Köll iba a contestar a mis preguntas el teléfono directo sonó casi como un suspiro y lanzó su pitido discreto y mesurado. Mis subordinados lo habían programado así para llamarme en todo momento de una forma respetuosa. Al otro lado de la línea telefónica Ramírez, el bueno de Ramírez, me informó con palabras medidas y un tono sumiso de cómo iba transcurriendo la noche más larga de la década. Al parecer las posturas ya no eran tan hostiles, el buen sentido empezaba a abrirse camino y era previsible que en muy pocas horas el conflicto estuviese prácticamente resuelto: «Yo creo que es cuestión de un par de horas como máximo», aseguró Ramírez exultante, con la seguridad del experto que conoce su oficio.
Respiré tranquilo y le dediqué a don Manfred la mejor de las sonrisas disponibles.
—Contésteme, por favor ¿no tiene usted a nadie en el mundo que quiera echarle una mano?
—Sí, pero o no me creen o no pueden ayudarme. Lo primero que hice para recuperar mi identidad fue visitar al doctor Herman Mayer, un compatriota residente en Londres, que me operó hace cuarenta años, que desfiguró mi rostro, y cuál no sería mi sorpresa cuando el Herman Mayer que me recibió resultó ser una persona distinta: su nieto, un jovenzuelo que nada sabía de mí. El especialista que me cambió las huellas dactilares, el inglés Stevenson, está recluido en un manicomio desde hace años y cuando me vio no pudo reconocerme, y el francés René Charman, que me operó de las cuerdas vocales, se ha quedado ciego e incapacitado para testificar en caso de necesidad, porque el pobrecillo es muy mayor y chochea…
—Pero ¿tendrá usted familia, amigos?
—Todas las amistades que tengo son de los últimos cuarenta años y se creen que soy un piloto de la RAF. He falsificado tan bien mi pasado que incluso la Reina Isabel, su graciosa majestad, me invita una vez al año a la recepción que se organiza en palacio para recibir a los héroes nacionales. Por un instinto de conservación elemental evité relacionarme con mis antiguos camaradas y familiares, ya que como usted no ignora los servicios de caza y captura que durante mucho tiempo utilizó el estado de Israel, basaban su eficacia en la vigilancia de las relaciones epistolares y telefónicas que los perseguidos mantenían con sus familiares y amigos. Así fueron cazados Hans Müller, Karl Stregensen, Igor Manisky y más de un centenar de antiguos nazis que habían rehecho sus vidas en Argentina, Uruguay, Chile…
Don Manfred era un perfeccionista y eso le estaba costando muy caro.
—¿Tiene usted familia en Alemania?
—Sí, tengo mujer e hija.
—¿Y qué le dicen? ¿No le pueden ayudar testificando en su contra, hablando mal de usted?
—¡Qué va, ya lo intenté! Mi hija apenas me trató; era solo una niña cuando terminó la guerra. Ahora vive en Munich. Me presenté ante ella y le conté mi historia. Por un momento leí en sus ojos que me creía; pero después su instinto de conservación fue más fuerte que la llamada de la sangre, ¡de casta le viene al galgo!, y me despidió con cajas destempladas, pues se percató inmediatamente de que, si me reconocía como a su padre, yo recuperaría mi fortuna —la red de lecherías de la familia Köll— y podría dejarla a ella en la miseria.
—¿Y su mujer? ¿Qué dijo su mujer? —inquirí.
—Mi tierna esposa me reconoció inmediatamente. Teníamos demasiados recuerdos comunes; habíamos sido muy felices.
—¿…?
—Pero lo negó, y no le culpo a la pobre, pues ya tiene nietos de otro hombre. Sería un escándalo en la familia y ella es muy mirada para esas cuestiones. ¡Menuda es Isabelita para las cosas de la honra!; y si lo pensamos fríamente: ¿Qué podía hacer ella con dos maridos a los ochenta años? Fingió que no me conocía, pero al despedirse me dijo muy bajito: «Lo siento, Manfred». Y me dio con la puerta en las narices.
La historia del monstruo de Auschwitz me pareció más patética que triste. Manfred Köll era solo un pobre diablo que se buscaba a sí mismo por todos los países del mundo.
—Tengo una idea —le dije en un momento de inspiración—¡No sé en qué estábamos pensando! La solución es bien sencilla: los judíos. Usted tiene que entregarse al estado de Israel, y allí, aunque le juzgarán con rigor, no se atreverán a condenarle a muerte, como hicieron con Eichmann, porque la presión internacional sería tan grande que un acto de violencia feroz, de venganza, constituiría un grave error político.
Manfred Köll se rio en mis narices y me preguntó con aire altanero, incluso chulesco:
—¿De dónde se cree usted que vengo? Hace un mes me entregué a las autoridades de Israel y les dije: «Yo soy el monstruo de Auschwitz. Reconocedme», y los judíos, que ya sabe usted cómo son de concienzudos, me estuvieron interrogando durante dos semanas, y al final llegaron a la conclusión de que yo, efectivamente, era Manfred Köol, el hombre más buscado por su servicio de Inteligencia, el criminal nazi más odiado en el Estado de Israel, pero, no obstante, no supieron qué hacer conmigo, pues la política está por encima de los sentimientos y en esta vida hay que ser prácticos. Los judíos me pusieron en la frontera y me dijeron. «No venga usted más por aquí. No nos cae simpático». Y uno de ellos, se lo juro, me dio una patada en el trasero.
El pobre Manfred Köll era la viva imagen de la desdicha. Era el hombre que nunca existió o, tal vez, el hombre que había existido demasiado.
—En fin, amigo mío, creo que dice usted la verdad —le dije suspirando—; su historia es patética, pero lo que no sé es qué puedo hacer por usted. ¿En qué puedo ayudarle?
Don Manfred sonrió aliviado. Yo era la primera persona a la que lograba convencer. La salida del laberinto no estaba lejos. Había un resquicio de esperanza.
—Según he podido averiguar —me dijo el hombre muy ilusionado— en Auschwitz estuvieron recluidos varios cientos de españoles procedentes del maquis francés, entre los cuales había varios de esta región, y he llegado a la conclusión de que los únicos que pueden hacer algo por mí son mis víctimas. Necesito sus testimonios, sus odios, sus desprecios, sus acusaciones porque sin ellos no existo. ¿Me comprende usted, amigo mío? Necesito también su colaboración porque usted tiene conmigo una deuda de odio y las deudas de odio son deudas de honor. La prensa es el cuarto poder; los periódicos llegan a todos los lugares. Quiero que encuentre a mis víctimas para que yo pueda encontrarme a mí mismo; quiero que el mundo me devuelva mis señas de identidad, que los doctores me operen otra vez y me devuelvan mi cara y mis arrugas, exijo ser otra vez RH negativo y dar clases de caligrafía para recuperar la letra de mi infancia. ¿Dónde estoy señor Armengol? ¿Dónde está Manfred Köll?
En el momento en que le iba a prometer mi protección, un instante antes de decirle que le iba a denunciar desde mi periódico para que el mundo conociese sus crímenes, que le iba a perseguir sin clemencia para que todo el mundo supiese qué clase de persona era, nos sobresaltó el ruido estridente del teléfono y la línea normal, la que no había sido programada por mis colaboradores, indicaba con urgencia que el aparato quería ser atendido inmediatamente. Descolgué alarmado y Ramírez, el bueno de Ramírez, parecía haberse vuelto loco y gritaba como un histérico.
—Pero Ramírez, hombre de Dios ¿qué dice usted? —le pregunté para tranquilizarle.
Pero mi colaborador colgó sin ningún respeto por la jerarquía y me dejó con la palabra en la boca. En la bandeja del teletipo estaba la solución del misterio: USA había bombardeado Bagdad, los serbios habían volado París, Londres había dejado de existir por el efecto fulminante de una bomba rusa y un proyectil olvidado en una posición de Ucrania, una chatarra nuclear de la guerra fría se había puesto en movimiento, mitad por error y mitad por mala leche, y venía hacia nosotros sin prisas, pero sin pausas. Consulté mi reloj y comprobé la información que indicaba el teletipo. Apenas nos quedaban diez minutos, no teníamos tiempo de huir ni sitio a donde hacerlo: Todos estábamos atrapados; todos éramos Manfred Köll.
—La tercera guerra mundial ha estallado —le dije a mi invitado.
—Se veía venir —contestó el desdichado monstruo.
—Apenas nos quedan diez minutos de vida. A los rusos, ya sabe usted como son de chapuzas, se les ha escapado un proyectil que viene directamente hacia aquí.
—¡Son unos manazas! —contestó sin inmutarse.
Le serví el tercer whisky y yo me puse lo que quedaba de la botella.
—A su salud —le dije y sin saber por qué hice un comentario idiota: Parece que esta noche no va a ser la más larga de la década; me temo que será la más larga de todos los milenios.
El asesino se encogió de hombros, levantó su copa y sonrió como un dandi.
—A su salud —dijo en un susurro.
[EN PORTADA: Aparición del apóstol san Pedro a san Pedro Nolasco, de Zurbarán (1629)]

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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