Creación

En casa ajena

«Cuando llegamos de Madrid huyendo del ruido y los alquileres, quisimos integrarnos lo mejor posible, hacer todo lo que creíamos propio de los buenos paisanos»... Un relato de Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro.

/ por Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro /

Cuando llegamos de Madrid huyendo del ruido y los alquileres, quisimos integrarnos lo mejor posible, hacer todo lo que creíamos propio de los buenos paisanos. Por supuesto, se trataba de evitar toda estridencia, de no engrosar las filas de los urbanitas que, embozados en su superioridad, llegan de la ciudad a los pueblos vestidos de antropólogos a la caza del buen salvaje, abren una tienda de cupcakes ecológicos con la inquietante pretensión de descubrir algo a alguien y vuelve,n a los meses, entre las risas de sus vecinos y los reproches de sus padres.

La urbanización, aunque barata y remota, tenía un aspecto elegante. Nos gustaron especialmente las ventanas de madera, los tejados de pizarra y el pequeño jardín que se veía desde nuestro balcón, recortado contra la Sierra de Guadarrama: dos o tres rosales, un par de bancos para charlar y algún arbusto. En todo aquello había una suerte de imperfección encantadora, disciplinada, sumamente razonable. Era la civilización. Sin embargo, nunca vimos a nadie sentarse allí, ni lo hicimos nosotros, para no violentar las costumbres. Al otro lado del edificio había unos columpios oxidados como dientes llenos de caries. Tampoco vimos jamás un niño, salvo que viniese de visita.

Miriam tenía los rasgos finos, las cejas tristes y los ojos verdes, y siempre parecía a punto de pedir perdón. Su simpatía no lograba ocultar jamás su timidez. De Ramón, su marido, no hay mucho que apuntar, salvo que era robusto y afirmativo, y parecía arraigado a la tierra como una encina. Asumimos pronto que no podían tener hijos. Sí un perro, que se llamaba Conan y al que Miriam miraba con un cariño pegadizo. Esto ocurría, por ejemplo, cuando Conan corría decididamente para lanzarse a los charcos que dejaba la lluvia en el prado contiguo; entonces, Miriam sonreía con los brazos cruzados del otro lado de la valla.

Una noche, Ana y yo salimos al balcón después de cenar, y observamos que la sequia y el descuido habían abierto una pequeña zanja en la tierra del jardín que se abría paso entre los rosales y en la que comenzaban a brotar dientes de león y otras plantas que mi condición no me permite precisar. Esta pequeña mutación en el paisaje me hizo dudar de si la Sierra se había acercado unos pasos a nosotros. Por supuesto, Ana y yo (sobre todo ella) somos gente sensata, de modo que descartamos esta idea y nos fuimos a dormir.

Los primeros días apenas vivíamos en la casa de día. Por esto razón, no nos pareció premonitorio que, cada noche, Miriam y Ramón pasaran la aspiradora y pusieran la música a todo volumen. Sólo lo entendimos la noche que dejaron de hacerlo. Cuando Ramón tiró de la cadena del váter, pensamos que se había desatado una tormenta, o que un rayo había hecho diana en la antena de la casa; muchas veces, durante las vacaciones, Ana se levantaba de un brinco cuando se les caía un zapato o un tenedor y era como si cayese, a la vez, del cielo a nuestro piso. Era particularmente inquietante escuchar un paso y dudar de si el autor era uno mismo o Miriam, Ramón o Conan. De cuando en cuando, se oía un murmullo, y entonces “¡shhh!”, y de nuevo la música. Ana y yo repasamos todas nuestras conversaciones del mes, avergonzados ante la idea de haber regalado nuestra intimidad a unos extraños y fuimos, desde ese día, cada vez menos razonables.

Hacia marzo se confirmó mi temor. La zanja (y sus huéspedes) había invadido más de la mitad del jardín. Quise bajar a ocuparme yo mismo del asunto o llamar a un jardinero, pero Ana me recordó mis deberes como paisano y me abstuve nuevamente.

Hasta que llegó el verano, cada día se repetía el mismo ritual: las voces que se ocultaban en la música, conversaciones anodinas y la perpetua sensación de ser un espía o un agente doble en el propio dormitorio. Cuando creíamos que era posible acostumbrarse a la cárcel de aire que pagábamos religiosamente cada final de mes, ocurrió uno de esos hechos que, como ciertos recuerdos infantiles o pensamientos de duermevela, cuesta situar en el terreno de la vida o en el de las pesadillas. Aquel día, los vecinos decidieron adelantar la hora de las canciones a la tarde y, con la excusa, elevar sensiblemente el volumen. Solo se escuchaba a Ramón, cuya voz (nítida y de madera, como un oboe) contrastaba con la balada de María Dolores Pradera con la que habían decidido obsequiarnos. En el cambio de pista, escuchamos, temblorosa, a Miriam, y después un leve chillido seguido de unos pasos escaleras abajo. En ese momento, corrí hacia la puerta y, cuando abrí la mirilla, Miriam estaba del otro lado (sin duda, sentía mi respiración agitada). Me miró fijamente, levantó levemente el brazo como para llamar a nuestro piso (lo interpreté como una petición de auxilio) y finalmente se giró: tanto entrar como marcharse era impropio, era al tiempo una familiar y una absoluta extraña; así estuvimos unos minutos y sentí miedo: nunca antes había visto tan de cerca a un fantasma.

Cuando quisimos darnos cuenta, ya era septiembre, habíamos aprendido un nutrido diccionario de palabras clave, y reservábamos las conversaciones importantes para las rutas campestres de los domingos mientras Madrid, entre las peñas y las jaras, nos sonreía arrogante. Vivíamos en silencio, aguantábamos la respiración. Durante años, apenas ocurría nada (ocurría, sí, todo, con la fuerza de un rumor). De no haber muerto Conan, nuestra vida pudo ser eso: sobrellevar la asepsia sin palabras, mientras la zanja desangraba el jardín y las rutas de los domingos se llenaban de conversaciones pendientes, de vacíos audibles, observar, pacientemente, cómo en los ojos de Ana asomaba una tristeza como pidiendo perdón, y mi silencio germinaba robusto y árido como una encina.  Podríamos habernos dejado engullir por esa nada, donde quedarían los niños imaginarios sin jugar en los columpios. Sin embargo, la noche en que Conan murió, tuvimos la perfecta certeza de que su cuerpo estaba tendido sobre nuestras cabezas, a escasos metros y con la única garantía de una pared incapaz de detener siquiera los murmullos; cargamos, a nuestros hombres, la extensión total de la desgracia. No fue necesario decir nada: ambos supimos, al mirarnos, que su silencio ponía fin a todos los demás. Al llegar al rellano, Ana dijo «adiós» en voz alta, y la palabra se perdió atravesando los muros como un cuchillo alado.

Entonces, enfilamos el coche de nuevo hacia la capital, dispuestos a arrojarnos al ruido e intentar en él un mundo habitable: mientras, algún día cercano, la zanja terminará su labor, tomará los tabiques de la casa; deshará, finalmente, su papel.

[EN PORTADA: The passage house, de Eghosa Raymond Akenbor (2014)]


Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro (Madrid, 1996) es graduado en derecho y máster en propiedad intelectual por la Universidad Carlos III de Madrid, y estudiante de filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Con varios artículos publicados, participación en la obra literaria titulada Relatos de El Trueno Dorado y autor del poemario De gravedad y gracia, sus intereses se centran en la estética y la filosofía política y del derecho.

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