Infelicidad: la auténtica pandemia del siglo XXI

Un artículo de Juan Isidro Menéndez sobre la gran peste que asola la sociedad moderna; sobre cómo donde se han suplido las necesidades más básicas aparecen otras, superfluas en su mayoría, pero cuya insatisfacción es causa de frustración y penuria.

/ por Juan Isidro Menéndez /

Así es, querido lector: la infelicidad se erige desde las sombras y en silencio, como la gran peste que asola la sociedad moderna. Donde se han suplido las necesidades más básicas aparecen otras, superfluas en su mayoría, pero cuya insatisfacción es causa de frustración y penuria. Creer que la felicidad guarda relación con la consecución de las metas tópicas que el sistema propone y pregona es simplemente una proposición incompatible con la naturaleza original del ser humano. La devoción por el objeto inalcanzable o la subyugación ante un código ético ridículo son factores predisponentes a la desdicha. Hemos hecho nuestras las consignas del Estado tanto en cuestiones de derecho como simbólicas y morales.

Comentaremos a continuación algunas de las muchas causas de infelicidad más extendidas entre nosotros, pues el primer paso para librarse las falsas creencias es conocerlas.

El esfuerzo, ese gran desconocido

La cultura del esfuerzo se ha perdido en una relación inversamente proporcional a la cantidad y calidad de las comodidades. Cuando uno crece rodeado de solvencia, sin haber aportado un ápice a su obtención, interioriza con obvio error que esta es inherente a su condición, que viene dada por el mero hecho de existir, y concluye que esta es exigible, cual derecho universal.

Pero lo cierto es que el homo sapiens no ha evolucionado en un entorno de abundancia, por lo que estamos adaptados a cierto grado de lucha por la supervivencia. El logro sin esfuerzo resta la satisfacción del trabajo. La comodidad prolija transmuta en vagancia, que no es sino el primer paso de la indolencia y la decadencia. Un apartado irremplazable del progreso personal es carecer de algo deseado. Si crecemos con todo, no existe nada que incite a la búsqueda de más.

Competencia como filosofía de progreso

Resulta paradójico que ya en tiempos de Aristóteles —junto al concepto filosófico de eudemonismo— quedase claro que el fin último del individuo es alcanzar la felicidad. Para ello, existe una serie de necesidades que impulsan la conducta (Pirámide de Maslow) y cuya satisfacción debería permitirlo.

Necesitamos poco, pero la ostentosidad mediática nos influencia implícita y explícitamente y caemos presa del materialismo. El dinero busca brindarnos seguridad y tiempo libre, pero el hombre moderno sólo busca más capital —dinero llama a dinero— y eclipsar al prójimo. «Cuando usted compra algo, no lo compra con plata, lo compra con el tiempo de vida que tuvo que gastar para tener esa plata. Es miserable gastar la vida para perder la libertad», dice Pepe Mujica.

El tamaño de la cartera trae aparejado un efecto halo similar al presente cuando tratamos con una persona atractiva. El poder adquisitivo es, pese a lo poco romántico de la afirmación, una característica atrayente. Atribuimos una serie de caracteres positivos al individuo acomodado, siempre y cuando pertenezca a la clase media, pues los grandes empresarios pueden producir el efecto halo inverso.

La desmesurada importancia al éxito viene precedida de una educación concorde, en la cual los alumnos compiten más que cooperan y sólo los mejores resultan recompensados. Pero ¿qué ocurre si se alcanza el éxito? Cuando este es un fin en sí y no un medio, la existencia del exitoso queda sin razón de ser. La vida laboral debe ser concebida como una herramienta para realizarnos, pero no el objetivo de nuestra realización.

Bertrand Russell refiere en La conquista de la felicidad la pérdida de interés por el arte de la conversación, que alcanzó su cénit en los salones franceses del siglo XVIII; la puesta en escena de las facultades más sobresalientes por parte de los contertulios, con fines meramente lúdicos, pero siempre enriquecedores. Análogamente al trabajo, la educación hoy más que nunca es un trámite y no un objetivo, fenómeno que se materializa en la titulitis, de la que hace alarde la generación más formada y paradójica y proporcionalmente más ignorante de la historia. El grado, el máster y quizás el doctorado, entran por un oído y salen por el otro, pues el alumno no tiene interés en aprender, ni el docente en enseñar. Si el conocimiento no trae consigo un incremento de ingresos, es una pérdida de tiempo. «La competencia de la vida moderna ha traído consigo la decadencia de los placeres más intelectuales», decía Russell.

En consecuencia, resulta perentoria la búsqueda de conocimiento más allá de las aulas. Las instituciones académicas, particularmente las universitarias, son poco más que una ludoteca con tecnicismos, cuyo desenlace natural será la incompetencia. Es por ello que, quien no quiera caer en las redes del engaño, no tendrá más remedio que tomar las riendas de su propia educación. «La docencia está completamente devaluada. Se ha sustituido la educación científica por la educación motivacional, se ha sustituido la educación de contenidos inteligibles por la educación de contenidos sensibles, se ha sustituido el conocimiento por la cultura, se ha sustituido el saber por las emociones y entonces lo único que tenemos son gilipollas», afirma Jesús G. Maestro en su crítica a La universidad light, de Francisco Esteban Bara.

Aburridos del aburrimiento

Inmersos en la época de la historia universal con más tiempo para el ocio y con más opciones para ejercerlo, estamos, sin embargo, más ociosos que nunca.

Bertrand Russell plantea la ociosidad creciente como resultado de una sociedad que necesita constantemente estímulo y aceleración. Establece un paralelismo con la adicción al estupefaciente, donde el usuario requiere una dosis mayor conforme avanza el tiempo para obtener el mismo resultado. Acostumbrados a la excitación como estado semiperenne, su ausencia nos resulta intolerable y pocos saben gestionarla y sacarle partido. Si esta se cronifica, puede acarrear conductas disruptivas, como es el caso de las grandes celebridades que tienen y han probado todo, decidiendo apostar por las excentricidades como única vía de escape al tedio. «El aburrimiento —dice Russell— es un problema fundamental para el moralista, ya que por lo menos la mitad de los pecados de la humanidad se cometen por miedo a aburrirse».

La dosificación de estimulantes y la búsqueda de actividades más sosegadas puede evitar el embotamiento del paladar ocioso. Si reducimos nuestra tolerancia a la excitación, necesitaremos menos para disfrutar más. «La vida tranquila es una característica de los grandes hombres, y que sus placeres no fueron del tipo que parecería excitante a ojos ajenos», escribe Russell.

La fatiga

Gracias a la industrialización, la incidencia de la fatiga física ha descendido, puesto que en la mayoría de los casos, el trabajo pesado es realizado por la maquinaria. Pero en el mundo desarrollado no hay lugar para la pausa y el agotamiento motor da paso al cognitivo y emocional. La fatiga física ha sido sustituida por la fatiga nerviosa. Russell teoriza que el origen de esta fatiga surge en la exposición a eventos que instintiva e inconscientemente nos resultan hostiles; la presencia constante de extraños o la sumisión que debemos mostrar ante el maestro o jefe, puesto que nuestro aprobado o remuneración están en su mano. La censura que nos imponemos en pro de los formalismos sociales, el respeto al estatus del otro independientemente de su trato y la consecuente falta de exteriorización de respuestas supone la carga interna originaria de la fatiga nerviosa. Friedrich Nietzsche comulgaba con esta tesis y la trató con extensión en su Genealogía de la moral.

Estas preocupaciones pueden ser mitigadas con la disciplina mental adecuada y con un cambio radical en la filosofía vital. Debemos evitar los pensamientos improductivos, como los problemas cuya resolución escapa a nuestra capacidad, pues sólo es sensato divagar cuando exista posibilidad de obra. El descontrol en este campo impide al sujeto obtener un descanso reparador, al contrario que con la fatiga física. La inferencia emocional en el sueño cronifica la dolencia.

El hambre espiritual de la envidia

El individuo envidioso es aquel que quiere ser o hacer lo que es o hace el envidiado. Bien encauzada, la envidia puede ser un impulso al progreso, una motivación, con objeto de alcanzar el nivel del otro. Pero cuando esta hace mella y corroe al doliente, puede tornar con prontitud en desprecio. Según Fernando Fernán Gómez, el envidioso querría escribir las mil doscientas páginas del Quijote y el despreciador desprestigiaría la obra de Cervantes tras apenas leer el prólogo.

Ya Aristóteles consideraba la envidia como un vicio, un exceso de la indignación justificada. El envidioso patológico privaría gustoso los privilegios de los demás, tanto o más que si las consiguiera para sí mismo. Como comentamos con anterioridad, el afán competitivo se basa en comparativas, lo que resulta un caldo de cultivo excelente para la envidia. La remuneración laboral cumple su labor si esta permite ser independiente y vivir con comodidad. Si se da el caso, la persona encontrará satisfacción, hasta que llegue a sus oídos que un compañero, por una labor similar, gana el doble. La satisfacción queda reducida a la nada y es sustituida por una sensación de insuficiencia.

Pero ¿acaso existe algo más envidiable que la felicidad? ¿no es el dinero un medio para alcanzar ese fin? ¿o resulta que el acúmulo de capital es nuestra meta? «La envidia consiste en ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras», escribe Russell. Es común disfrazar la envidia de moralidad, criticándose aquello que uno no está en posesión de poder realizar. Aquel al que envidio es malvado y podrá ser superior a mí en términos económicos, sociales o académicos, pero moralmente no. La envidia es la principal fuerza motriz de las ideologías que mejor calan en la población. De igual modo, ¿por qué la propaganda que incita al odio es más efectiva que la conciliadora? Porque el corazón humano moldeado por la sociedad moderna es más susceptible al odio que a la amistad.

La autonomía moral

Probablemente la mayor lacra contemporánea sea el terror por discrepar de la mayoría. Miedo a la exclusión del rebaño, a la diferencia. En contadas ocasiones un disidente se manifiesta en un grupo de ideas homogéneas, salvo que tenga opción de ampararse junto a otros discrepantes. La juventud emula los comportamientos y replican los prejuicios más en boga, adaptándose instintivamente a las creencias de su entorno. Buscar la aceptación pública es subyugarse a su dominio. De igual modo, buscar su burla, pese a que es una actitud reivindicativa frente a la sumisión anterior, es nuevamente caer en sus redes. El que se pica, ajos come. No hay mayor deprecio, que no hacer aprecio.

La persona que interioriza el código moral imperante y actúa contra él sufre por temor a la represalia. El infiel que ha crecido en un entorno que tiene la monogamia por institución sentirá pesar por su acción, o al menos, hará lo posible por ocultarla. Pero lo cierto es que la educación moral carece de base racional. En muchas ocasiones la culpa nos reconcome, y podrán ser no pocas las ocasiones en las que sea con fundamento, pero otras tantas no. Cabe entonces desglosar y analizar las causas de ese malestar y comprobar cuán solidas son sus bases.

La moralidad es resultado del consenso de los hombres y, como tal, no más que una opinión, una perspectiva de tantas otras que podrían ser. El cuestionamiento a lo establecido ha permitido avanzar a la humanidad, por lo que no se debe reprimir la puesta en duda del dogma. Russell y sobre todo Nietzsche consideran virtuosa la irreverencia a la supuesta verdad absoluta. «Esto es sólo lo que capta tu visión; esto no es el mundo, sólo tu versión», dice Fernando Valero.

Manía persecutoria

Víctima crónica de desgracias vitales, el egocéntrico patológico percibe el mundo como hostil y se siente objetivo de todos los ataques. En primera instancia, sus historias resultan verosímiles, pues todos sufrimos contratiempos en el camino, pero el discurso adquiere un aire fantasioso cuando el individuo asegura padecer maltrato universal. Aquellos que encajen en esta descripción, quizás deberían realizar un ejercicio de introspección y sopesar que el problema quizás no sea el mundo, sino su propia percepción de este. «¿Y si es verdad que en realidad simplemente estoy roto? ¿Y si el problema está en mí y nunca estuvo en los otros?, ¿Y si el enemigo mío que plasmo en mis folios en vez del mundo soy yo? Sería gracioso», rapea El Chojín.

Obviando personajes mediáticos y similares, no suele existir un fundamento racional que justifique una persecución a la persona. El egocentrismo radica en ese punto, en creernos el centro de todas las miradas, pero lo cierto es que la gente no piensa tanto en nosotros como para tener interés en perjudicarnos.

El amor y el pasado

La idealización romántica es otra cuestión capital, cuyo potencial para influir en nuestro ánimo es tal que se percibe como el fin último para lograr la plenitud vital. Cuando las expectativas, alimentadas por estereotipos utópicos, no son satisfechas al tener una cita con la realidad, la persona puede hundirse en la pena. En caso de perder la felicidad previa, encaminará su vida unidireccionalmente de nuevo hacia ese estado que, supuestamente, nos permite alcanzar el otro al unirse a nosotros. Pero lo cierto es que la felicidad nace y muere en uno mismo.

Quien no logra su propósito puede adquirir el flagelante hábito de recordar el pasado, planificar el futuro y dejar el presente relegado a un segundo plano. Esta perniciosa rutina supone un lastre, una demanda de energía y ánimo de la que no se dispone en ocasiones. Así, el vivo soporta la vida rehuyéndola de cuando en cuando, siendo la embriaguez un vehículo de escape recurrente, un suicidio temporal, un cese momentáneo de la infelicidad.

Conclusiones

La retahíla de desdichas comentadas y que son origen de infelicidad en la sociedad moderna, comparten una característica que las convierte en potencialmente volubles: todas ellas dependen de la perspectiva que tengamos de la vida.

La calidad de vida y nuestra satisfacción vital se ven influenciadas por una serie de factores medibles objetivamente, como el salario percibido, la vivienda o la calidad de nuestras relaciones sociales, pero es en último término nuestra percepción e interpretación subjetiva de estos factores lo que determina nuestro nivel de satisfacción y consecuentemente, nuestra felicidad. No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.

[EN PORTADA: Tristeza, por Lluís Garriga]

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