/ por Jorge Praga /
Netflix ha acaparado la exhibición de Noticias del gran mundo, un estreno que llega bajo la dirección de Paul Greengrass. Siempre que aparece esta plataforma (curiosa enmienda nominal al habitual de distribuidora, o en otro caso productora) la asociamos a proyecciones domésticas en cadenas de pago. Sin embargo, un pequeño iceberg de sus títulos pasa antes por las salas de cine, como ocurre con este western. Y sobrevienen entonces varios milagros. El primero, bien ceñido a esta película, es el disfrute de muchas secuencias que en la pantalla doméstica se hacen casi invisibles. La escena de comienzo de Noticias del gran mundo discurre por la noche, en una estancia pobremente iluminada por luces de quinqué. La atmósfera ensalza la narración hilada con la espléndida voz de Tom Hanks, que llega plena a un espectador sumergido en la oscuridad natural de la sala de cine. Poco de eso queda en la proyección casera, torturada por lámparas y reflejos que sabemos letales desde que exploramos por primera vez en la televisión obras de delicadeza tenebrista como las de Víctor Erice o Luchino Visconti. O que muchos años después provocan el fracaso receptivo de la triunfadora en el último FICX, First Cow (Kelly Reichardt), ante el mismo pelotón de fusilamiento lumínico. No se agotan los milagros de la gran pantalla en el disfrute de cualquier escena, venga como venga su luz. Nos atrapa además la seducción de los grandes espacios del western en el formato gigantesco de su pantalla; el juego sutil de las voces sobre un tapiz musical que nunca estalla; la unidad implacable y necesaria del tiempo de proyección; la soledad del espectador olvidado de sí mismo… Noticias del gran cine. De la calidad inesquivable de su exhibición. Y del encuentro con la larga tradición del western, género por excelencia que nunca ha decaído. Y dentro del género, el núcleo esencial del viaje, condensador de peligros externos y maduración interior. Por fin, el gran vínculo que empuja la película de Greengrass hasta estas líneas: su conexión indirecta con Centauros del desierto, el western de John Ford de 1956 con el que comparte la dificultosa recuperación de una niña raptada y criada entre los indios. Noticias del gran cine, el presente y el evocado.
Noticias del gran mundo comienza con un rótulo, «Wichita Falls, norte de Texas, 1870», inscrito sobre los preparativos del capitán Kidd para su actuación ante el público. Una mirada atenta descubre varias cicatrices en su torso. El capitán se gana la vida leyendo las noticias de los periódicos en pequeños recintos, a diez centavos la entrada. Es un ser errante, un capitán sin ejército, deshilachado de una sociedad todavía rota por la guerra de Secesión. Texas está en el bando de los derrotados y acepta malamente su incorporación al nuevo orden estadounidense. Soldados desorientados, mexicanos que ya entonces estaban en la segunda fila, indios que han sobrevivido a los exterminios, partidarios de mantener la esclavitud de los negros. En esa sociedad de fronteras difusas se asienta la palabra serena y poderosa del capitán comentando las noticias a los espectadores analfabetos, o como dice el orador, «que no tienen tiempo para leer los periódicos». En el camino que reemprende sin cesar, el capitán se encuentra con una niña abandonada al lado de un ahorcado, un hombre negro señalado por el cartel clavado en su cadáver. Los papeles que lleva la niña cuentan su secuestro por los indios kiowa seis años antes, y su crianza en esta tribu hasta que fue rescatada. Alguna partida racista mató al encargado de devolverla a su familia, y la niña, una rubia Johanna de origen alemán, se queda con el capitán ante la negativa de las autoridades de hacerse cargo de ella. El vagabundeo del capitán encuentra de pronto un objetivo, un sentido, y ambos emprenden un viaje de varias semanas hacia la supuesta familia que le queda a la niña huérfana. Esta todavía mantiene su cultura de crianza kiowa, no habla inglés, aunque el remoto alemán ha permanecido algo oxidado en los recovecos profundos de su cerebro. El viaje será un ejercicio de aproximación entre los dos, y de autoanálisis individual. «Vamos a conocernos a fondo», dice Kidd cuando echa a andar su carro por las inmensidades desiertas. Y también de reflejo de la sociedad estadounidense del momento, en la que la precaria legalidad se ve zarandeada por la violencia, por la autodefensa, y por el racismo que quiere hacer limpieza étnica de indios y mexicanos.
El viaje con la niña raptada y rescatada, doblemente huérfana de dos culturas y dos familias, enciende la luz del reconocimiento cinéfilo. Bastantes décadas atrás, en 1956, se rodó ese viaje, pero en el trayecto complementario de la ida, de la búsqueda de la niña. John Ford comienza Centauros del desierto con la misma precisión geográfica y casi temporal que la obra de Greengrass: «Texas, 1868». Y de nuevo la inaugura un ser errático, desgajado de la guerra, Ethan Edwards, que nada más volver a la casa de su hermano asiste impotente al asalto y matanza de toda su familia, con excepción de una de las niñas, que es raptada por los comanches. La película desarrolla la larga búsqueda de la cautiva durante siete años, alentada por una fiebre de venganza del tío de la niña que parece tener raíces en un odio previo a los indios y su cultura. Todo es fiero, terrible, sin piedad en Ethan, que en el final del viaje encuentra a su sobrina como una muchacha irreconocible, transformada por la cultura india, y de nuevo huérfana tras la presión liberadora de sus salvadores.
Tal vez lo más interesante de la confrontación de las dos obras esté en la mirada sobre la misma sociedad estadounidense de 1870 desde tiempos muy distintos. En 1956 se acababa de prohibir por la Corte Suprema del país cualquier segregación racial. Es sencillo extraer de ese contexto legal el que no haya seres de segunda fila en la película de John Ford, no se advierten negros en las cunetas. Los únicos escindidos de la sociedad son los indios, los comanches (los kiowa son considerados como pacíficos), tan lejanos que no llegamos prácticamente a saber nada de ellos, salvo el rastro de su violencia. Son el exterior absoluto de la civilización, aunque su cruel ataque tiene la respuesta equivalente en el asalto del ejército y los Rangers a su poblado, en el que viven familias que serán exterminadas. El que encabeza el odio a los indios, Ethan, es un ser tan endemoniado y furioso que sus actos y palabras no representan a nadie. Si se contempla la película de Ford por encima de la anécdota bélica, queda un hueco inmenso para que lo ocupe la mirada y la posición de cada espectador, un enclave protegido para la reflexión libre sobre un territorio en disputa entre colonos suecos e indios comanches. La película de Greengrass, cincuenta y cinco años después, se ajusta y nivela sobre otras coordenadas, las trazadas por las alarmas y paradigmas de su sociedad en 2021. Un tal Farley, gobernador de un condado autócrata, defiende las leyes esclavistas, promueve la limpieza étnica y masacra a los indios cortándoles la cabellera (una ofensa que también practica Ethan). Pero su posición extrema es ahora filtrada por la mirada de un ser positivo y digno de confianza, el capitán Kidd. Su presencia elimina la ambigüedad fordiana, una ambigüedad que en realidad es apertura, ausencia de voz fundadora y reduccionista del orden social. En la película de Ford caben todos, racistas, justos, violentos, comanches y rangers —con la excepción de negros esclavizados—, y será misión del espectador leer e interpretar desde su punto de vista lo narrado. La obra de Greengrass es mucho más didáctica y cerrada, políticamente correcta, abocada a un final que sin eludir la extrañeza de los protagonistas les coloca una buena sonrisa en el rostro. Por el contrario, Ford deja el sentido de su película tan indeciso como a su protagonista en el magistral plano final: Ethan, solitario y dubitativo, vaga con la mirada perdida en la lejanía tras cerrarse la puerta de la familia que se reconstruyó con su formidable sacrificio.

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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