/ una reseña de Pablo Batalla Cueto /
Dejó dicho Fabrizio Caramagna que «las ciudades son como las personas. Tienen un nombre que las distingue y virtudes, defectos y particularidades que les confieren un carácter preciso. Pero siempre hay algo que escapa, caduco e indefinible, para hacerlas nuevas e inesperadas». Añadiremos a mayor abundamiento que la ciudad tiene cuerpo, tiene alma también, se fatiga, enferma. Respira su época y, al respirarla, florece si la época es floreciente; se marchita, en cambio, si es un efluvio de peste. Corporeíza, así, sus luces y sus sombras; se vuelve un catecismo de cemento de sus dioses y credos. El clima bonancible de un tiempo de ideas justas la hace lozana; la intemperie de uno despiadado la sacude y la aja. «Lugares nuevos no hallarás, no hallarás otros mares, la ciudad irá tras de ti», escribió Cavafis: de la ciudad no se escapa, no hay ciudad a la que escapar. De tal tiempo, tal espacio. Y no se escapa uno del tiempo.
El pulso del presente, de cada sucesivo presente, se toma en las grandes urbes; y hay una en concreto en que se toma, tal vez, mejor que en ninguna otra. Vibrante meca de tantas cosas, maqueta o anticipo de toda modernidad, metrópoli de un imperio no ya físico, pero en el que el Sol sigue sin ponerse, de su estado actual nos ofrece China Miéville el bosquejo de un fresco en El colapso de Londres, un libro de 2012, recién traducido al castellano por el sello malagueño El Transbordador. Un fresco pesimista, sombrío; un retrato más bien, pero uno de Dorian Gray, recuento despiadado de cicatrices, arrugas y rastros de la maldad, que toma su título de un dibujo a pluma y tinta del siglo XVIII en que Jonathan Martin representó la capital británica «pulverizada bajo un fusil celestial, arrasada por una extraña venganza de ejércitos y turbas». Hoy también nos arrasan ejércitos extraños, también hoy un cataclismo nos pulveriza, y se llama capitalismo neoliberal. El Londres de Miéville es uno «plagado de fantasmas», plagado «de cementerios: publicidad espectral y costras de pintura sobre ladrillo. La ciudad invocó algo, leyó un grimorio que no debería haber abierto. La cara de Thatcher se presenta de nuevo a cada paso, no en nubes de azufre sino en gases de los tubos de escape, en autobuses con carteles que anuncian la vuelta al celuloide de Meryl Streep como nuestra antigua primera ministra». Fue el thatcherismo un ciclón, un huracán terrífico que dio la vuelta al mundo, pero Londres el ojo de su azote indetenido; el lugar primero de esto que escribe Miéville:
«Las ciudades fueron […] la creación cultural del ser humano para huir de la intemperie, del infierno. En las ciudades descubrimos y aprendemos a reconocer el quién y el qué no es infierno, pero rodeados por él. Antaño existían muros que delimitaban, señalaban dónde estaba. Sin embargo ahora las ciudades no albergan muros, se expanden sin control y le arrebatan espacio a la intemperie, y se convierten en ella, en nuestro propio infierno, en aquello que habían expulsado».
Tiempos recios son éstos, una era de edificios «dentados», defensivos, de «arqueologías de alambre», de paredes que «de Greenwich a Wembley, de Ealing a Walthamstow, son crestas dorsales de fragmentos de cemento viejo: cristales de botella, vajilla, espejo reventado […] Brotan como pelo de hombre lobo. Como si la ciudad, en defensa de la propiedad, se desprendiera del ladrillo y por debajo fuera una bestia». Más allá del neón, de las postales, de los carteles publicitarios, velados por ellos cual por un telón suntuoso, pequeños y cotidianos apocalipsis tienen lugar de los que Miéville da una cuenta ágil, no exhaustiva, en este libro breve, formado por fragmentos ilustrados con fotografías de teléfono móvil tomadas por el propio autor. Nos cuenta, por ejemplo, que
«Solía ser sorprendente ver un zorro en Londres (era imposible no sentir que la ciudad se había deslizado dentro de una fábula). [Pero] ahora los ves cualquier noche haciendo footing. Hacen su ruido espeluznante y apestan Londres con almizcle. En 2011 uno de estos agentes del caos animal se infiltró en The Shard —32 London Bridge, el edificio inacabado más alto de la ciudad— y trepó más de trescientos metros sobre el nivel de las calles para vivir de los restos de comida que dejaban los animales»
Hurga Miéville en «los retretes de la economía», en cómo «los precios suben durante el descalabro de los servicios públicos. Se están cerrando las bibliotecas. Se reducen servicios sociales. “¿Qué más les queda por recortar?”, lamenta la portada del Kilburn Times». Literato ante todo, busca, encuentra y emplea metáforas luminosas para su prosopopeya de la barbarie: «Las calles de la ciudad están interrumpidas por estatuas de dragones, símbolos de la zona. No son tanto Bestias del Apocalipsis como burócratas draconianos pedantes y traviesos, más irascibles que rampantes. Pero guardan el oro como Smaug». Y este marxista heterodoxo sabe apercibir también al lector de las tinieblas no evidentes; de aquello no oliente a óxido y orín, ni semejante a las fauces o garras enloquecidas de una alimaña, sino esmalte multicolor y fanfarria espectacular de la era de las pantallas, pero que no deja de ser, también, Tierra Baldía; uno más de los tentáculos de la distopía. Así, por ejemplo, cómo
«Los anuncios encuentran lugares para arraigar que ni siquiera son lugares. Brotan en el reverso de los bonos de transporte, en las superficies de las máquinas expendedoras que los venden, en los frontales de cada uno de los escalones que recorres para salir del metro, por lo que, al emerger de la tierra, te enfrentas a tiras de entusiasmo sin sentido por un producto. «La hierba roja trepaba entre las ruinas a una gran altura sobre mí». El marketing asfixia a Londres con tanto vigor como la flora marciana del fin del mundo de Wells. Fuera de la estación de Waterloo, en una parada de autobús, LoveFilm proyecta un bucle sin fin de un cebo estúpido sobre un edificio del otro lado de la calle, por lo que sus visiones se transforman en sustos anamórficos a ambos lados de cada autobús que pasa. Y este anuncio tiene banda sonora. Ahora, cierra los ojos; ni siquiera así puedes elegir no participar».
En este Londres, corre el año 2012: el de las Olimpiadas. Y Miéville se declara disidente del entusiasmo olímpico, Castellion del calvinismo tiránico del deporte, credo obligatorio de nuestro tiempo, «proyecto de una sociedad sin proyecto» al decir de Marc Perelman, «verbena deportiva de una banalidad corporativa militarizada» al de Miéville. De las Olimpiadas de Londres, los planes de seguridad —cuenta Miéville— «se vuelven cada vez más distópicos y surrealistas. Habrá francotiradores en helicópteros, aviones de combate y buques de guerra en el Támesis. Más tropas de servicio en Londres que en Afganistán». En una Londres azotada por la crisis, está previsto —denuncia— «que los Juegos Olímpicos les cuesten a los contribuyentes 9300 millones de libras. En esta época de “austeridad”, los clubes y bibliotecas juveniles son frivolidades prescindibles; sin embargo, este gasto no es negociable».
¿Algún rayo de luz abriéndose paso pese a todo entre los nubarrones del Mordor thatcheriano? Algún rayo de luz pese a todo; al menos dos formas de revuelta contra la ignominia. En primer lugar, la revuelta estética; el ser capaces de exprimir la fealdad para extraerle la belleza, y hacer de las ruinas un teatro de la hermosura. Miéville pone el ejemplo del parkour. «Por muchos anuncios, vídeos musicales o marcas que mostrasen saltos por los techos como estos, no conseguirían que verlos fuese aburrido; no pueden alterar el hecho de que observar a los parkouristas dar tumbos de una manera que los arquitectos nunca imaginaron por las entrañas de los edificios sea algo bastante hermoso. Hay un salvamento. Un ballet rudo y ruinoso».
¿La otra revuelta? La buena y vieja revuelta de toda la vida. En una huelga vigilada por helicópteros, Miéville lee en una camiseta un lema que invierte el que animó la resistencia de los londinenses durante la segunda guerra mundial («Keep calm and carry on»): Get angry and fight. Enfurécete y lucha. «El apocalipsis es menos un cliché que una perogrullada. Este lugar está a las puertas de algo», advierte Miéville. Estélo a las de la lucha, y no a las de la resignación.

China Miéville
Transbordador, 2020
150 páginas
15 €

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
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