/ Cuentos elementales / Josemanuel Ferrández Verdú /
Estaba en la habitación 69 cuando llamaron a la puerta.
—¿Es usted Gómez?
—Así es.
—Queda arrestado.
Gómez se quedó perplejo.
—¿Por qué? —dijo.
—Por alojarse en una habitación cuyo número es demasiado erótico.
No salía de su asombro Gómez.
—Debemos conducirlo a la comisaría de inmediato y con la máxima urgencia —dijo el agente, que vestía gabardina, gafas oscuras y sombrero de fieltro del año 1947, de la casa Morris y Morris y Morris de Cleveland.
Gómez se vistió y salió de la habitación detrás del policía. La comisaría estaba justo en la habitación de al lado, la número 68, donde el comisario tenía también su residencia personal y la de sus hijos y nietos y cuñados y yernos, etcétera. El comisario estaba sentado detrás de una enorme mesa de caoba negra y fumaba una pipa y estaba examinando con lupa y con curiosidad un palimpsesto ucraniano del siglo XIV, donde se exponía con profusión de detalles la batalla de Ruderova, en la que el ejército dálmata fue totalmente abatido por una explosión de moscas húngaras.
—¿Qué está haciendo usted en el hotel? —le preguntó el comisario en tono policial
—He venido a un congreso de buenas personas y despistados que va a celebrarse el día 20 de Abril.
— Pero estamos en mayo —dijo el comisario llamado Pérez y Pérez, consultando un almanaque azteca de piedra circular de cuatro metros de diámetro que tenía justo detrás del despacho, ocupando totalmente la pared.
Gómez lo miró con cara de incrédulo
—¿Cómo es posible? —dijo—. Pues juraría que esta misma mañana estábamos en el mes más cruel.
—¿Cruel? Usted no sabe lo cruel que puedo llegar a ser. Imagínese que el otro día le negué el moquero a una anciana que necesitaba sonarse como agua de Mayo —dijo el comisario.
—¿De mayo o de abril? —dijo Gómez.
—No se haga el listo conmigo. Me temo que tendré que encerrarlo por exceso de confianza.
La cárcel era la suite nupcial. Se trataba de un inmenso recinto rectangular con las paredes tapizadas hasta el techo por tenebrosas librerías barrocas de madera pintada de negro y repleta de libros antiguos y manuscritos y legajos de siglos remotos, casi todos semirroidos por ratones de biblioteca y carcomas sintácticas de las que se alimentan de metáforas y futuros de subjuntivo al estilo de san Juan de la Cruz.
Allí fue introducido como reo lingüístico y al entrar se encontró en medio de una gran reunión de personas excelentes que se hallaban totalmente despistadas. Había muchos corros donde se discutía la personalidad del próximo ponente que debería hablar a continuación.
Al verlo entrar, algunos se dirigieron hacia él con el ruego de que, por el amor de Dios, explicara sus puntos de vista personales. Gómez accedió sin demasiado entusiasmo.
—Según el comisario de la habitación 68 hoy es mayo, día del amor libre. He sido arrestado por alojarme en la habitación 69 que es un número excesivamente erótico.
—¡Bravo! —se oyó.
—Debemos intentar —prosiguió Gómez— informarnos de alguna cosa de vez en cuando para no ir por la calle ni por la vida sin datos auténticos —se escucharon muchos aplausos.
De pronto se abrieron unas grandes puertas de madera labrada y entraron dos personas que llevaban una gran olla. La colocaron en el centro de una mesa redonda y retiraron la tapadera. Era una olla inmensa llena de albóndigas humeantes de la que salía un aroma al que no se podía hacer frente. Luego se marcharon y los asistentes quedaron boquiabiertos por la sorpresa y el deseo de comer.
—¿Qué ha pasado aquí? —dijo uno de los asistentes al congreso.
—¿Qué clase de albóndigas son esas? —preguntó una joven agraciada.
La seducción albondiguista podría hacer estragos entre los asistentes. A algunos ya comenzaban a hacerle efecto en su bonhomía y otros las miraban con unos ojos en los que se adivinaba la ambición de poder.
Tras muchas deliberaciones se repartieron y aún sobraron tres docenas. Luego comieron los más despistados, que no sabían ni siquiera si tenían hambre o no. Cuando solo quedaban dos o tres, volvieron los que habían traído la olla y dijeron que había sido un lamentable error, puesto que las albóndigas eran para unos congresistas de un partido político que celebraban su reunión semanal. Entonces tomó la palabra uno de los ponentes, que era tan despistado que, en lugar de hablar de la teoría general del despiste, como estaba previsto, sacó un papel del bolsillo y leyó lo siguiente:
—Nuevas tendencias turísticas han llevado a crear hoteles que las satisfagan. El turismo rural ha derivado en una nueva rama, más especializada: el turismo agrario. El turista halla así la oportunidad de darse a sí mismo respuestas agropecuarias que de otra manera serían inconcebibles. Estos hoteles ofrecen toda clase de servicios agrícolas. En la misma habitación el viajero hallará lo necesario para ejercer la agricultura sin obstáculos de ningún género. Una pequeña parcela cultivable. Un tractor plegable y aperos, azadas y demás instrumentos propios del campesino. Un gallinero con cuatro gallinas ponedoras y dos conejos granados. Un servicio rápido y eficiente de asesoramiento financiero y teoría de cosechas. La posibilidad de litigar con los ocupantes de habitaciones contiguas por cuestiones de linderos y otros asuntos comunes. Escasez de agua para que adopte ese aire de preocupación propia de los agricultores de toda la vida. Un gran ventanal para poder mirar al cielo y rezar para que llueva. Un exquisito ambiente pueblerino de chismorreo, promovido por técnicos del hotel especializados en vida campestre y aldeana. Un servicio gratuito de escopetas para resolver asuntos oscuros.
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