/ por Josemanuel Ferrández Verdú /
Iba en un taxi por una carretera en pleno desierto cuando apareció un paso de cebra. El taxista detuvo el taxi delante y se puso a mirar a un lado y a otro por si alguien intentaba cruzar. Era un lugar en medio de una inmensa y solitaria llanura y no se veía a nadie ni nada en toda la extensión hasta el horizonte, pero, sin embargo el taxista seguía mirando sin cesar en ambas direcciones.
—Perdone, le dijo el viajero. ¿Por qué no pasa ya de una vez? ¿Es que no ve que no hay nadie para cruzarlo?
—Porque me da miedo que a mitad de camino atropelle a algún camello despistado o a alguna cebra o me choque con alguna caravana que súbitamente aparezca y atraviese el paso de cebra.
—Sí, pero no se ve ningún camello en todo el desierto al alcance de la vista, y mucho menos caravanas de ninguna clase; y, además, por aquí no abundan las cebras.
—Entonces, ¿por qué se llaman pasos de cebra?
—Eso usted lo sabrá, que es el taxista. Yo lo único que sé es que aquí no hay nadie.
—No esté tan seguro. El desierto es misterioso: es posible que no vea camellos, ni caravanas, ni cebras, pero eso no quiere decir que no estén al acecho para atravesar la carretera justo en el momento en que lo intente, y ya le digo que no me gustaría arrollar ni tener ningún accidente que vaya en contra de la ley. ¿Acaso tiene mucha prisa?
—Sí, tengo una prisa descomunal: casi tan grande como este desierto infinito.
—En tal caso, debería haber elegido otra ruta más sencilla, ya que esta se halla interrumpida por este estúpido paso de cebra, y no es muy aconsejable para las personas aprisionadas por la prisa.
—Pero no me dirá que este paso de cebra es capaz de detenernos por mucho tiempo.
—Así es. Es un paso temible que en otra época detuvo a un hombre temeroso de Dios, que iba en una motocicleta, durante varias generaciones, y cuando por fin decidió cruzarlo, junto con él iba todo un pueblo y una nación.
—Pero yo no puedo permitirme el lujo de procrear ningún pueblo: estoy solo, y deseo alcanzar mi meta en el fondo del horizonte lo antes posible.
—Quién sabe si su meta sea engendrar un pueblo tan numeroso como las arenas del desierto, y usted no lo sabe.
—Lo sabré cuando llegue al horizonte, donde me será desvelado el secreto de mi destino.
—Es decir, un destino horizontal. Es decir, procreador. ¿Ve cómo yo tenía razón?
—Además, ¿por qué habrían de cruzar precisamente por aquí, siendo el tamaño del desierto prácticamente infinito? —dijo el viajero.
—La ley prohíbe cruzar por cualquier otro sitio. No se puede cruzar una carretera por un lugar impuro, y solo un lugar rayado como este es tan puro como para que quien lo cruza no ofenda a la ley.
—Pero no hay guardianes de la ley en todo el desierto. No hemos visto ninguno en todo el trayecto y es imposible que nadie vigile, porque estaría ya muerto y desecado por el sol.
—Hace siglos un camello solitario intentó cruzar a unos centímetros de distancia del paso de cebra y fue fulminado por un rayo.
—Eso no deja de ser una leyenda de camelleros. ¿Qué rayo podría fulminar a nadie, si no hay una nube en todo el cielo?
En aquel momento, apareció un hombre en uno de los lados del paso de cebra y se detuvo justo antes de cruzarlo.
—¡Eh! ¡Oiga! —le dijo el viajero—. No se quede ahí parado, y cruce, para que podamos seguir el viaje.
—No sé qué hago aquí —contestó el hombre, que en realidad era una mujer con una túnica—. Estoy llena de dudas acerca de mí misma y del universo entero, y soy incapaz de dar el menor paso sin plantearme previamente los más oscuros enigmas de la conciencia.
—Bueno, bueno, no sea usted tan concienzuda. Pero, si no desea cruzar, dígalo, para que podamos partir de inmediato.
—No sé si lo deseo o no. Ya le he dicho que estoy extraviada y perpleja. El universo es para mí un misterio.
—Por supuesto —dijo el viajero—. Y para este señor y para mí mismo también, pero eso no debe detener su impulso juvenil de cruzar, o bien su decisión inapelable de no cruzar un sencillo paso de cebra.
—¿Acaso puedo confiar en ustedes?
—Claro que sí —dijo el taxista—. Tiene mi palabra de honor de que no intentaré arrollarla en caso de que cruce por su propia voluntad.
—¡Venga! ¡Vamos! Anímese y cruce de una vez —dijo el viajero.
Entonces ella se animó y puso un pie en la primera raya, y lenta y pacíficamente fue cruzando el paso temerosa de ser atropellada. Cuando hubo llegado al otro extremo se volvió hacia ellos y los saludó con un gesto gentil y gracioso que admiró al viajero hasta tal punto que, cuando la mujer prosiguió su camino, le dijo al taxista:
—Espere un poco antes de proseguir el viaje, que quiero ver bien cómo se aleja esa bella mujer, no sea que quiera volver a cruzar y la arrollemos sin darnos cuenta.
—Entonces, ¿ya no tiene tanta prisa?
—Sí, tengo más prisa que antes, pero deseo ver bien cómo se aleja ella y llega hasta el horizonte de manera que quede completamente a salvo de taxistas impetuosos como usted.
—Está bien. Usted paga y yo obedezco. Cuando quiera que continuemos el viaje, dígamelo.
Pero el hombre miraba sin cesar a la mujer alejándose, y en un momento dado abrió de golpe la puerta del taxi y corrió hacia ella, que ya estaba próxima al horizonte, y entonces la llamó para que regresara a su lado y cruzaran los dos juntos por el paso de cebra.
Ella, al oír clamar la voz en el desierto, se detuvo y volvió hacia él, y juntos regresaron hasta el paso y el viajero le prometió que si lo cruzaba con él la amaría para siempre.
Ambos estaban junto a la carretera y comenzaron a cruzarla, pero cuando iban por la mitad el taxista arrancó súbitamente el motor y aceleró al máximo el coche y los arrolló a ambos, que quedaron en posición horizontal uno junto al otro, yacentes bajo el sol. Pero no habían muerto, con el tiempo se recuperaron y procrearon dos naciones de hombres y mujeres, una a la izquierda y otra a la derecha de la carretera.
Ambas naciones se declararon la guerra, pero ningún hombre se atrevía a atravesar la carretera por temor a los taxistas, por lo que la paz se vio impuesta por la fuerza de los hechos y el terror del asfalto.
Pero un día una cebra atravesó el paso, y ello dio lugar a especulaciones filosóficas acerca del significado de aquél hecho inaudito.
Algunos vieron en ello la causa de todos los males, pero otros simplemente encontraron una simple coincidencia en ese hecho.
La cebra fue erigida en animal sagrado y desde entonces todos los pasos de cebra son lugares de peregrinación de multitudes que acuden a purificarse cruzándolos una y otra vez ,hasta que sus almas se ven libres de pecado.
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