/ por Eduardo García Fernández /
Para ver determinadas películas necesito cierta predisposición, como cuando uno queda con alguien para comerse una paella. Genero una expectativa que casi siempre procuro no sea muy alta, para evitar decepciones. Así, me recomendaron que viese El perro rabioso (Nora Inu, 1949), de Akira Kurosawa, que por cierto lleva el mismo título (una coincidencia que me empujó a ver el filme) que el magnífico ensayo del escritor mejicano Mauricio Montiel Figueiras que estaba leyendo en ese momento: Un perro rabioso: noticias de la depresión. Editado por Turner. Aunque la película no se refiere para nada a la depresión, es conveniente dejarse llevar por determinadas sincronicidades.
Prefiero las películas en blanco y negro a las de color, no por una cuestión de nostalgia, sino porque accedes a un mundo de sombras donde el misterio y la magia son más fáciles de palpar, casi en cada fotograma, y además, ahora que me doy cuenta, acostumbro a escribir con un bolígrafo negro sobre papel blanco, por buscar ciertos paralelismos.
Así pues, Nora Inu prometía, y la expectativa que había depositado en ella fue superada con creces. El argumento es: Murakami (Toshirô Mifune) es un joven e inexperto policía al que roban su arma reglamentaria durante un trayecto en autobús. Obsesionado con recuperarla, sobre todo después de saber que ha sido utilizada en un delito, se unirá al encargado de investigar el caso, el veterano detective Sato (Takashi Shimura).
La película se inicia con un primer plano de un perro rabioso sobre el que se suceden los títulos de crédito mientras de fondo se escucha la excelente banda sonora de Fumio Hayasaka. Sin embargo, comenta el propio Kurosawa en su Autobiografía (o algo parecido):
«Esta primera toma del perro que jadeaba con la lengua colgando de la boca me causó grandes infortunios. La cara del perro aparece para crear la impresión del calor. Pero recibí una queja (más bien una acusación) por parte de una mujer norteamericana que había presenciado el rodaje. Era representante de la Asociación Protectora de Animales, y reclamaba diciendo que yo le había inyectado la rabia a un perro sano. Era un cargo obviamente falso. El animal era un perro callejero que habíamos sacado de una charca, donde estaba a punto de morirse. La gente encargada de los accesorios lo había cuidado con cariño. Era un perro mestizo, pero tenía una cara muy buena, así que tuvimos que usar maquillaje para darle un aspecto más feroz, y un hombre con una bicicleta hizo ejercicio con él para hacerle jadear. Cuando empezó a salirle la lengua por la boca, le filmamos. Pero por mucho que explicásemos todo con mucho cuidado, la norteamericana de la Asociación Protectora se negó a creerlo: como los japoneses éramos unos barbaros, era fácil que le hubiéramos inyectado la rabia a un perro, así que no atendió a razones. Incluso Yama-san acudió a explicarle que yo era un amante de los perros y que jamás se me ocurriría hacer una cosa de esas, pero la norteamericana insistía en que me iba a llevar a los tribunales.
Fue entonces cuando perdí la paciencia. Le dije que la crueldad a los animales venía por parte de ella. Las personas también son animales, y si teníamos que aguantar cosas de este tipo, necesitábamos una asociación protectora de humanos. Mis compañeros hicieron todo lo posible para calmarme. Al final se me obligó a escribir una declaración, y nunca jamás sentí con mayor fuerza el pesar de que Japón hubiera perdido la guerra».
El perro rabioso es un ejercicio fílmico con un extraordinario rigor narrativo y un tratamiento cercano al neorrealismo (cuando el protagonista busca por lo barrios bajos desesperadamente la pistola que le han robado, es inevitable recordar El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica de 1948), donde se ahonda en las desigualdades sociales generadas en el Japón de posguerra (la sensación que tuve al verla es que las sombras de las bombas de Hiroshima y Nagasaki impregnan el filme), sirviéndose del claroscuro del cine negro. Pero, además, la película plantea un dilema moral, tanto al propio espectador como a su protagonista, que es el siguiente. ¿Dónde reside el origen del mal: en la propia naturaleza del individuo o en las condiciones sociales y económicas que determinan la evolución de este? ¿Acaso no son Murakami y el delincuente al que persigue las dos caras de una misma moneda (ambos son jóvenes excombatientes a los que robaron el petate y el poco dinero que tenían en el bolsillo una vez finalizada la guerra) ¿No se está enfrentando el atormentado personaje principal con su reverso, reflejo de lo que él mismo, dadas determinadas circunstancias, podría haber sido? Aquí radica el drama.
La capacidad de Kurosawa de dar preponderancia solo a la imagen sin diálogos alcanza su cénit (diez minutos de metraje aproximadamente) cuando el protagonista Murakami recorre, ojo avizor, los rincones más sórdidos y peligrosos de la urbe a la espera de que algún maleante se le acerque para ofrecerle la compra de una pistola; es cine en estado puro, consigue que el espectador siga atento sin perder un ápice la tensión narrativa y al mismo tiempo disfrutar estéticamente. Es ahí donde reside la maestría de un gran director, que usando pocos elementos consigue este efecto.
Pero hay otra escena que es necesario destacar: la asombrosa y embarrada persecución final. Aquí el protagonista resulta herido por su propia arma y la sangre gotea unas margaritas. La cámara se detiene en este goteo de sangre, como si existiera una divinidad inmanente en las margaritas, y para subrayar el momento, una señora en una casa a las afueras de la ciudad toca el piano, dotando la escena de una mayor carga poética. Una vez que termina la persecución, ambos, policía y delincuente, yacen embarrados y tumbados. Kurosawa aúna lo dramático y lo lírico, los movimientos físicos barrocos y un sentido dramático del tiempo, como sostiene James Goodwin en un artículo titulado «El arte de Kurosawa».
Me parece interesante traer a colación alguna anécdota del rodaje de esta gran obra, porque a veces ficción y realidad se conjugan de una manera un tanto caprichosa. Parece ser ,según refiere en su autobiografía, que
«cuando aún les quedaba mucho por rodar en los exteriores se acercó un tifón. Poco a poco se nos iba poniendo el tifón encima y el plató adoptó la forma de un campo de batalla. Acabamos de rodar la misma noche que se suponía que la tormenta iba a azotar en toda su potencia. Cuando volvimos a ver como había quedado el decorado de exteriores después de la tormenta, nos encontramos con todo devastado. Pero mirar los escombros de lo que habíamos rodado unas horas antes me proporcionó una sensación peculiarmente limpia, gratificante».
Cuando dejaba el equipo de rodaje abandonando el autobús que lo llevaba a casa, «siempre me invadía con más firmeza la soledad al separarme de mi equipo que la alegría de reunirme con mi familia».
«Ahora todo lo que disfruté rodando Nora Inu me parece un sueño distante. Las películas que entusiasman al público siempre son las que de verdad resultaron amenas en el rodaje. Pero no se logra placer en el trabajo a menos que sepas que has puesto todo tu esfuerzo en ello y has hecho lo posible por darle vida. Una película que se realiza así muestra los sentimientos del equipo».
El humanismo de su cine es tal que en toda su obra parece realizarse la misma pregunta, ¿por qué los hombres no pueden vivir en perfecta armonía con un poco más de comprensión mutua? En fin, suscribo lo que decía Werner Herzog de Akira Kurosawa: «Me inclino cada vez que oigo pronunciar su nombre: es uno de los genios más grandes de la historia del cine».

Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.
Eduardo García hace una descripción del filme de Kurosawa que convierte a este en algo apetecible de ver para quien desconocía esa película
Creo que el entusiasmo que muestra el autor del artículo por esa obra y su autor actúa de la misma manera y se transmite al lector, al menos a mí, igual que, según dice Kurosawa, el buen rodaje hace que esa felicidad se transmita al espectador de la cinta.
Algo así solía comentar Borges acerca de la felicidad con que una obra literaria está ejecutada y la capacidad que tiene este hecho para hacer de la obra misma algo agradable para quien la lea