Almacén de ambigüedades

Bienaventurados los que sufren

«Los inmigrantes que trabajan y viven en condiciones a veces infernales son los herederos de una historia de dolor y muerte», escribe Antonio Monterrubio en este artículo sobre el 'precariado' que se remonta al contraste, en el siglo XVIII, entre el derroche de la corte francesa y la miseria del campesinado.

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El Retrato de Luis XIV pintado por Hyacinthe Rigaud en 1701 es uno de los más grandilocuentes, pomposos y halagadores jamás realizados para gerifalte alguno. Bajo fastuosos cortinones el Rey Sol posa rodeado de boato, pujante y en plena forma a sus 63 años. Se envuelve con un manto capaz de camuflar a una compañía de mosqueteros, ornado con flores de lis doradas que esmaltan asimismo el mobiliario. Por si se nos ha escapado algo, tras el bastón que sujeta con gran sentido del espectáculo descansa una corona real. Raramente el arte de hacer la pelota habrá alcanzado tal intensidad. El artista, pintor favorito de Palacio, estaba sin duda acostumbrado a tales menesteres y besamanos. El rey, hábilmente aconsejado por Colbert, se había deshecho de la vieja nobleza y creado otra nueva cuyo poder y prebendas dependían directa y enteramente de él. Convertido en la cumbre misma del absolutismo, no tuvo reparo en usar los recursos del reino para garantizar su propia autoridad y autoglorificarse. Manteniendo una costosa y estrafalaria corte, volcando ingentes cantidades en una política exterior belicosa y expansionista y gastando sin cuento en construcciones de aparato, hizo que su estrella brillara rutilante. Bajo su reinado se hizo realidad el Estado de Obras que, unos siglos después, soñó algún ideólogo fascista local. La fachada oriental del Louvre, la del Hôtel des Invalides o la Porte de Saint-Denis vienen de aquel tiempo, así como las ampliaciones de Versalles proyectadas por Le Vau y completadas con los ampulosos jardines de Le Nôtre. Caprichos especiales del monarca fueron le Grand Bassin, ese magno estanque central de aire frío y artificialcon sus surtidores geométricamente distribuidos, o el palacio denominado Grand Trianon para distinguirlo del Petit, encargado por Luis XV. Ahí está también la archifamosa Galerie des Glaces, con 17 ventanas enfrentadas a otras tantas arcadas con espejos, llena de pilastras de mármol rojo y capiteles de bronce dorado. A pesar del prestigio que le otorgan los manuales al uso, al mirarla cuesta trabajo no pensar en los cuartos de baño de oro de potentados petroleros o del mismísimo POTUS (President of the United States). Por cierto, todo este esplendor recuerda la obsesión por perpetuarse a través de suntuosos retratos de nuestros presidentes de Congresos, Senados, negociados varios y padres de la patria en general.

Y mientras, ¿qué sucedía con la gente menuda? Por supuesto no tenemos sus testimonios, como mucho alguna palabra suelta. Los pobres pasan de puntillas por la historia, sin hacer ruido; no dejan monumentos ni siquiera huellas. Pero hay quien sí ha hablado de ellos, y aun no compartiendo su (mala) suerte al menos tenía el buen gusto de deplorarla. En la Carta a Luis XIV de 1694 Fénelon, clérigo y de familia aristocrática, poco sospechoso de entusiasmo revolucionario, escribe: «Vuestros pueblos […] mueren de hambre. El cultivo de la tierra está casi abandonado, las ciudades y el campo se despueblan, todos los oficios languidecen y no alimentan ya a los obreros». Se extiende luego sobre las causas de los males que asolan el país, entre los cuales destacan la corrupción de nobles y magistrados o las guerras a mayor gloria de la monarquía y sus hooligans. «Habéis destruido la mitad de las fuerzas reales del interior de vuestro Estado para hacer y defender vanas conquistas en el exterior». El resultado de políticas tan nefastas es fácil de prever. «Francia entera no es más que un gran hospital desolado y sin provisiones». No pensemos que estas frases están dictadas por un sentimiento profundo de empatía por los miserables. El texto revela el temor a la rebelión. «La sedición se enciende poco a poco en todas partes». That is the question. La mecha fue quizás lenta en arder, pero cuando el polvorín estalló al cabo de un siglo, se llevó todo por delante. Le Grand Siècle no fue tal para el 90% de los franceses que lo vivieron. Hoy día parece que solo persiste la estela de los fastos y laureles. Los triunfos de los poderosos, por aparentes que sean, quedan escritos en la piedra y atraviesan los siglos. Y bajo ellos se esconden las hambrunas, los piojos, las epidemias, la sarna, el envejecimiento y la muerte precoces. La Bruyère, el autor de Los caracteres, denuncia en el capítulo titulado Del hombre la triste condición de los campesinos que constituían el grueso de la población. Tras describir cómo han sido reducidos a un estado animal, recuerda a sus lectores una verdad elemental y casi olvidada. «Por la noche se retiran a sus chozas donde viven de pan negro, agua y raíces: ellos ahorran a los otros hombres el trabajo de sembrar, labrar y cosechar para vivir y por tanto merecen que no les falte ese pan que ellos mismos han sembrado». Trescientos años más tarde, bajo el régimen del precariado, los magros salarios y los altos alquileres, estas palabras conservan su actualidad. Aunque prefieran ignorarla, la realidad asoma su cabeza calva una y otra vez, pese a los intentos de ocultarla o maquillarla. Por mucho que autónomos al borde de la indigencia voten a la derecha porque creen ser empresarios, las facturas seguirán acumulándose. Individuos explotados hasta los ijares votan ultra, convencidos de que sus cuitas vienen de los catalanes o los inmigrantes. Si sus elegidos alcanzan a tener poder decisorio, ellos se quedarán sin pensiones, sanidad y educación públicas, pero henchidos de ardor guerrero.

En la España de finales del siglo XVII la situación del campesinado y sus causas se asemejaban bastante. Además, habría que añadir la problemática derivada de la estructura de la posesión de la tierra. En la mitad norte hay principalmente pequeños hacendados y arrendatarios de grandes dominios, en tanto que los trabajadores sin tierra son minoritarios. En el sur se da una inversión drástica. Los enormes latifundios y las medianas propiedades monopolizan el suelo para usos agrícolas. En Castilla la Nueva, Extremadura y Andalucía, los jornaleros son la inmensa mayoría de la población rural. Incluso en una provincia tan central como Toledo numerosos pueblos cuentan con un 80% o más de ellos (Salomon, cit. en Bennassar: La España del Siglo de Oro). Hasta hoy mismo han sufrido lo indecible generación tras generación en ciertas regiones, en especial Andalucía. Y ahí siguen, solo que muchos con otras costumbres y acentos. Los inmigrantes que trabajan y viven en condiciones a veces infernales son los herederos de una historia de dolor y muerte de la que fueron víctimas los antepasados directos de sus explotadores. Mientras tanto, los tomates que recogen son demasiado caros para ellos. Duradera es la miseria de los desdichados.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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