Poéticas

En el origen de la eternidad

Un conjunto de poemas de Antonio Gracia sobre el origen, la eternidad y el amor.

/ por Antonio Gracia /

1

Dice una leyenda científica que hace miles de billones de años una partícula increíblemente comprimida empezó a expandirse hasta alcanzar proporciones infinitas. Desde aquel Big Bang el universo sigue su expansión, y aún no comprendemos cómo su ilimitado contenido sigue hallando un excipiente tan ilimitado igualmente, capaz de contener tal eternidad expandible y tanto espacio inmensurable. Estrellas y galaxias han ido naciendo y muriendo, ardiendo y extinguiéndose: metamorfoseándose. En un punto de ese camino astral, tal vez en varios, brotó un día la vida, de tal manera que esta, también en un proceso de metamorfosis, derivó en la compleja bacteria que hemos llamado hombre. Y este se encontró solo en la tierra, ante el universo inescrutable.

Cuenta otra leyenda no científica que hubo una vez un jardín semejante a los que se describen en los cuentos maravillosos. Allí apareció un día un animal inteligente, hijo del cosmos. En seguida, a pesar de las maravillas que lo rodeaban, escuchó el fragor de las fieras, la tormenta y el frío que sacudían el exterior de aquellas paredes que lo protegían. Y este ser —llamado Adán— sintió, junto al placer de estar protegido, el temor de hallarse alguna vez fuera de aquellas murallas protectoras, frente al peligro. Por eso, cuando encontró a otro ser como él —llamado Eva—, le dijo: «Te quiero, te necesito; sobrevivamos juntos». Fue la primera vez que el instinto de supervivencia se manifestó como solidaridad, y también fue el primer poema nacido de la materia y el espíritu, la conciencia del presente y el futuro, la pasión y la razón, cualidades exclusivas de aquellos seres únicos.

Cuando, mucho después, el hombre y la mujer, expulsados de tal edén, comprobaron el doloroso laberinto que es la vida, se juntaron con otros hombres y mujeres, y formaron tribus, pueblos, naciones: para sobrevivir mejor. Habían concluido que el mundo se regía por el Mal y el Bien, y que existían el locus horribilis y el locus amoenus. Y siguieron pronunciando el te quiero y te necesito como única fraternidad para sobrellevar la existencia. Tan cierto es eso que toda la historia de la humanidad está tejida por una huida del dolor y una persecución del amor dulce, a fin de convertir la actividad humana en un canto a la alegría y su reconstrucción, con la ayuda de un Ser Supremo o una diosa carnal más asequible a quienes tributarles un cántico místico o erótico en el que un creyente, fascinado o enamorado, preso en la cárcel del mundo, canta a un dios o una amada porque desemboca en ellos su fe y esperanza en el vivir, su redención. Nacieron así los emblemas de la religión y la pulsión amorosa: mitologías en torno al bienestar de ultratumba y de esta vida, y emanaciones todas de las dos pulsiones primarias, eros y tánatos, arbotantes del lugar apacible y su opuesto, el sufriente e insufrible…

Algunas de esas mitologías fueron y son de índole religiosa o eclesiástica, en torno a un dios omnipotente y salvador. Da fe de ello este poema, que traza los alrededores de un misticismo natural inmerso en la carnalidad espiritual sin prescindir de ella ni saciarla totalmente:

Revelación

Tal vez porque los pájaros cantaban
y reían las fuentes, y los álamos
abrazaban el aire de la tarde,
o quizá porque el dulce firmamento
derramó sus estrellas sobre mí,
sentí mi corazón estremecerse
y extasiarse mi carne.
Extendía la noche sus dominios
sobre el ocaso, floreciendo aromas
como ofrendas del día, y en el aire
se aquietaba una brisa melodiosa
igual que un madrigal dormido, preso
en el acorde de un latido cósmico.
Ya el árbol no era un árbol, sino médula
de mi espíritu alzado en el paisaje.
Sentí en mi pecho las doradas hojas
quebrarse como leves corazones
marchitos del otoño.
Las nubes descargaban en mi alma
su lluvia torrencial.
Todo confluyó en mí: fuentes, estrellas,
montañas, pergaminos, claridades,
biografías para la eternidad.
Todo era hermoso y mío, como un lento
fluir desde la aurora hasta el crepúsculo.
Y en medio de la luz sentí, de pronto,
el dulce y silencioso escalofrío
de la revelación.

Otras mentalidades prefirieron un dios más tangible, y lo encontraron divinizando  algo cotidiano: el amor de un semejante. Nacieron Beatriz, Laura, Fianmetta… Porque el instinto de supervivencia empuja al eros, a su placer y su necesidad de engendrar vida garante de inmortalidad mediante el amor, como aparece en

La fuente en la ceniza.

Amo el temblor rosado de tu boca
y el crepúsculo azul de tu mirada.
Amo la luz carnal que te ilumina
cuando te arrojas como un puma alegre
sobre mi cuerpo ansioso de tu cuerpo.
Amo el sudor de miel que nos lubrica
y la erosión constante de la piel.
Amo tu desenfreno y mi arrebato
cuando, tendida, te abres como un libro
y esplendes como un saurio.
Amo tu lasitud y mi abandono
tras el fulgor robado a las estrellas.
Amo la ardiente búsqueda infinita
que late en nuestros sexos.

Este poema se sitúa en el inicio del ciclo erótico de todo ser humano, en su fase esplendorosa, cuando el collige virgo rosas está en su cenit y todos podemos decir, con Dante, que el amor rige el mundo y las estrellas. Pero no hay causa que no engendre consecuencia, y pronto viene el tiempo a mostrar su fugacidad, lo que deteriora la existencia, la sensibilidad y el mismo fruto erótico. Porque todo lo arrasa el tiempo con su furia. Así aparece, con sus laberintos emocionales, dañados por el do ut des social y personal y cuantos les rodean, en este

Madrigal en la noche

Por las calles desiertas va mi amor.
La acompaña el cadáver de la luna.
Ella no sabe en realidad cuánto la amo.
Y yo tampoco sé cuánto me quiere.
No sabe que en su cuerpo yo no encuentro
los surcos de la edad, sino las huellas
de todos los que fui y aún quiero ser;
no sabe que la amo como antes,
o quizá más que antes, pues resucito en ella.
En mis dedos perdura el tacto de su piel,
y en mis ojos su rostro de sonrisa doliente.
Mi cuerpo se estremece al recordar
el estremecimiento de su cuerpo.
Tal vez a ella le ocurrirá lo mismo.
Sin embargo, no cree mis palabras
ni yo creo las suyas. Quizá es que ya sabemos
que, aunque nos abracemos una vez y otra vez,
volverá el desamor inesperado,
la tristeza, el vacío y la desolación
en esta noche inmensa en que el amor no cabe.
Algo pasa en el mundo que lo hace inhabitable
para los corazones encendidos
y convierte sus llamas en ceniza.

Como se ve, el eros ha sido lastimado por el tiempo, que todo lo erosiona, y no es posible eludirlo sino con un carpe diem vívido, que no lo salva aunque lo reconstruya: porque la guillotina del tánatos baja su cuchilla e impone la extinción de quien ama y es amado.

Mosha Bieda

Ella era triste como una lascivia insatisfecha.
No sabía mirar, no sabía vivir, no sabía morir.
Ella era hermosa como un suicidio de quince años.
No quería ser triste, no quería ser bella, no quería ser muerte.
Ella vino en la noche como un beso en la noche.
Tenía el horizonte agarrado a su cuello
como una horca terrible sin forma de patíbulo
y se dejó caer hacia arriba, en la noche.
Ella vino en un beso masacrado, ella vino.
Ella era amor como una errata en un libro de lágrimas.
Ella no tiene cielos ni infiernos en sus ojos.
Tampoco los crepúsculos sonríen a su paso.
Y sin embargo el zoclo se detiene al oírla.
Ella era el cobalto, la manzana y el grítalo.
Quizásmente tal vez ella es una liturgia.
No hubo salacidad que rozase su piel de lepra virgen.
Ella no muere nunca porque no vive nunca.
Jamásmente ella ha sido lo que yo no soy nunca.
No enturbia, no conoce, no sonríe, no llora.
Sin embargo su pálpito eclipsa el universo.
Ella vino en la noche con un beso en la noche.
Ella vino en la noche como un beso en la noche.
Yo amé su piel de amianto para mi fuego inútil.
Murió hace doce años al erguirse hacia un beso.
Murió hace doce años llevándose mi vida.
La verdad: yo quisiera
no haber tenido que escribir este poema.

Ahora bien: ¿vencerá el desconsuelo o la voluntad ante lo inexorable? Porque muere el objeto amado, no el sentimiento que este despertó, y reclama un tiempo más allá de los tiempos para convertir en himno la elegía y constituirse en vencedor de su muerte: y contra la muerte solo cabe oponer la voluntad de seguir viviendo en vez de que la temporalidad nos sumerja en el pudridero. Surge así esta especie de autosuperación:    

Resurrección

Cuando yo muera quiero
que olvides que existí.
Estaré en tu memoria,
la que no recordamos,
la que nos hace ser
quien somos porque fuimos.
En tu cuerpo, mi piel
continuará abrasándote.
Viviré en tus entrañas
y estaré en las palomas,
dondequiera que mires
y no esperes hallarme
Por eso yo te digo
que cuando muera quiero
que me olvides, que abraces
los cuerpos de otros hombres
que te sigan amando
con la furia del tigre
y el tacto de las rosas.
Piensa que si viviera
querría oír tu risa
y saber que en el mundo
permanece el aroma
de tus senos de mar
y tus muslos de escarcha
y el orgasmo estridente
de la creación forjándote.
Escúchame, alma mía:
déjame que me vaya
sabiendo que mis dedos
moldearon tu carne;
que mi vida creció
en tu vida y que existo
a pesar de la muerte
en la vasta armonía
de la existencia: tú.

Caos y cosmos, muerte y, tal vez, transfiguración, resurrección: eso es la existencia. ¿Y qué hay de los paraísos prometidos y esperados? Tal vez haya que encontrarlos en la aceptación de que fueron y son un espejismo creado por el ansia y por el verbo. ¿Qué hacer? Ojalá algunas palabras nos rediman porque algún lector se consuele con ellas. Por ello, aun temiendo que nada puede el verbo contra la Muerte, siempre he dejado mis palabras a una lectora amada, onírica, utopía de eros sin tánatos, y a través  de ella a todos los mortales.

Legado

Pienso en ti.
El mundo yace en calma.
La noche brilla oscura
sobre el dolor del hombre.
Aroma los recuerdos el jazmín
y la memoria dicta
la soledad de haber vivido mucho.
Lanzo palabras como redes densas
para apresar la vida.
¡En esta noche hermosa y milenaria
hay tantos escribiendo y esperando
ojos como los tuyos que comprendan
cuanto le confiaron a su pluma!
Tal vez ellos se busquen en mis versos
igual que yo me he hallado en los de otros.
Un día moriré,
y quedaré tan solo en tu mirada,
única luz donde logré escribir
mi nombre verdadero.
Mas también tú te irás.
Y toda esta tristeza y este esfuerzo
serán un sueño repetido y roto.

En cualquier caso, no somos carnalmente obra nuestra y no podemos culparnos de nuestras imperfecciones. Sí es obra nuestra todo cuanto surge de nuestra voluntad. Así, yo hallé consuelo en el arte, como expresa

El secreto

Cuando sientas que el mundo te derrota,
no intentes combatirlo.
Edifica un castillo en tu interior
y cuelga terciopelos y templanza
en sus muros. Dispón un fuego manso
junto a la mesa de la biblioteca.
Mira el cielo brillar entre las llamas
y los libros. Inúndate de luz
en la frágil belleza de los cuadros.
Escucha el clavecín mientras tu pluma
persigue en la escritura algún sosiego.

2

Es el anterior un frágil itinerario. Después de un extenso viaje por libros catastrofistas y algunos otros más templados, al final parece probable, y voluntaristamente, regresar al origen: asumir el eros y el tánatos, incrustar la oda en la elegía. Ese es el sustrato que determinó, tal vez, los poemas de este Cántico erótico, conjunto de poemas que, como diría Fray Luis, son «obrecillas que se me cayeron de las manos» hace años, y que explicitan adánicamente el amor y la muerte que braman y pelean en todos mis libros.

Pero ¿por qué escribir si la palabra también es un cadáver? Pues bien: si el hombre guardase para sí solo ese magma interior que lo tortura, no lo soportaría. Necesita decirse en voz alta para descifrarse entre las voces de quienes le rodean y destacarla entre los gritos de la naturaleza. Hablar y escribir consuelan y nos conducen  a averiguar pequeños o grandes mundos, verdades con las que curarnos y prevenirnos tejiendo filosofías y mitologías consolatorias.

En verdad, todo cuanto sabemos del dolor de la condición mortal está en los trágicos griegos, en Shakespeare, Dostoyevski, o Quevedo. Nuestro conocimiento de la historia se reduce a Heródoto y algunas otras fechas añadidas con datos similares. Nadie ha narrado un viaje, o el viaje de la vida, mejor que Homero o Cervantes, y hay pocos llantos como el de Manrique; y escasos himnos como los de Whitman o Wordsworth…

Y si nos fijamos en el principal fundamento del ser humano, que es el amor, poco hemos avanzado en su conocimiento, ni en su gozo o su penar, más allá de las sensualidades de Catulo, las introspecciones de Petrarca o las celestinidades místicas de Yepes… Todo lo esencial del erotismo está en Salomón, Dante, Garcilaso, Donne y Juan de la Cruz. La verdad es que todos los hombres y mujeres sintientes del arte, como en unas variaciones para pluma y sintaxis, han estado repitiendo o amplificando el «te amo, te necesito; sobrevivamos juntos» de Adán y Eva. Y la querencia, necesidad y mutuo auxilio de ese primer poema escasas veces han sido expresadas con la simple originalidad del origen. Después se han buscado similitudes, superaciones… Cada uno ha ido apropiándose de esa grandeza con diferentes criterios o estéticas, y ha edificado filosofías, consuelos, autobiografías síquicas.

Por ejemplo: dícese que la Suma Teológica de Santo Tomás contiene más de dos millones de palabras; en cambio, un soneto de Petrarca o de Lope no alcanza las 100. Telemann, el más prolífico de los compositores, compuso unas 3000 obras, lo que supone cientos de horas de música; sin embargo la obra completa de Webern no llega a las cuatro horas. Shakespeare utiliza 15.000 palabras diferentes para caracterizar a sus personajes, y Cervantes 13.000; en cambio, Borges presumía de necesitar un léxico breve para expresar cuanto quería. En fin: dos mundos creados con muchos o pocos átomos. Aunque lo que importa no es el volumen, sino la densidad, lo perdurable, no lo efímero. Y ¿cuántas obras del ser humano tienen la suficiente densidad como para hacer que sobren todas las demás? ¿Será una de ellas nuestra? Entonces, ¿por qué publicar? ¿Somos demasiado idólatras de nosotros mismos? Y al contrario: ¿por qué no escribir para liberarnos del dolor o para esbozar un paraíso: para desechar lo sombrío y exaltar la luz? ¿Por qué no concedernos la esperanza de la palabra salvadora? Todos necesitamos sentirnos necesitados y solidarios con el hombre, y con la humanidad. Unos salvan vidas, otros descubren técnicas, otros no tenemos más que palabras arrancadas de nuestra experiencia. Somos materia hímnica y elegíaca.

Sitiado como está el hombre entre las pulsiones de mortalidad e inmoribilidad, instinto de supervivencia y abocamiento a la tumba, y volviendo al principio, he aquí un relativo consuelo: puesto que procedemos de un caos y un orden expansivos desde aquella partícula que inició su big bang, ¿por qué no considerar la muerte como «una puerta/ tras la que abandonamos los recuerdos / para entrar transparentes en nosotros»? Es decir: ¿Por qué no aceptar que la muerte es otra partícula infinitamente comprimida que inicia su expansión a una existencia inimaginable, a un universo del que no tenemos noticia? ¿Que «en el fiero universo de este mundo/ la muerte es solo un agujero negro/ que traslada la vida a otra existencia»? Y, al menos, desde la palabra surge una luz que disipa las sombras.

Así, quise que mi escritura fuese voluntariosamente hímnica. Desde el origen de la eternidad somos hijos del eros y del tánatos; pero solo el amor nos da la luz.


Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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