/ El norte / Eugenio Fuentes /
Mariana Toledo es la protagonista del largo relato que da nombre a Tanta gente, Mariana (Errata Naturae). Un volumen que también alberga otros siete textos breves y constituye una carta de presentación en castellano de la gran narradora y poeta portuguesa Maria Judite de Carvalho (1921-1988). Perseguida por la policía política de Oliveira Salazar, la autora huyó a Francia en 1949 junto a su marido, el también escritor Urbano Tavares Rodrigues. Tras una década de exilio, su regreso a Lisboa propició la publicación de Tanta gente, Mariana (1959), acogido con un estruendoso aplauso que marcó el punto de partida de una sobresaliente carrera. Finísima observadora de personas y ambientes, tierna, acerada, dueña de un sutil sentido del humor, De Carvalho despliega un olfato infalible para seleccionar los trazos del dibujo que le permitirá retratar vidas que nunca se reflejan en el espejo. Mariana Toledo es…

—He dicho hace un momento que soy yo quien voy a contar mi historia, y voy a contarla yo. Punto.
La madre que la parió. ¡Qué vozarrón de ultratumba!
He tardado cinco minutos en recuperarme de la intromisión de Mariana. Ya estoy de vuelta. Entenderán que, aunque sea el autor, no acabe de dar crédito. Todavía tengo que mirar cada poco hacia arriba para comprobar que no he flipado, que esas líneas están ahí y que el texto ha descarrilado nada más arrancar. O lo borro o lo explico.
La verdad es que Mariana no miente. Ella y el detective Harry Sweeney se me pegaron a la imaginación hace un par de horas, cuando aún estaba organizando esta selección de lecturas veraniegas. Me gustan todas, claro, y todas cumplen las únicas condiciones que impongo a mis propuestas: no figurar ya en listas de éxitos, ojalá lo hicieran, y no exhibirse en góndolas de supermercados, que también. Pero tanto las peripecias vitales de esta debilitada mujer como la novela negra protagonizada por el recio Sweeney, Tokio Redux (Hoja de Lata), se me habían clavado en el tuétano. Se diría que, en algún lugar de mi cabeza, yo mismo me esforzaba en fundir sus historias. Casi lograba imaginar a Mariana y a Harry subiendo despacito hacia el castillo de san Jorge, qué cursilada, mientras intercambiaban apuntes de sus andanzas. De Tokio no tengo imágenes precisas. Sin embargo, la apacible escena lisboeta se me desvanecía en brumas una y otra vez. Como si fuese imposible tender lazos entre esa mujer y ese hombre. Dos siervos encadenados al territorio de palabras que los construye y los mueve. Dos autómatas en bucle, muñequitos de cuerda cuya llave se esconde en el deseo del lector.

La ensoñación debió de ponerme beckettiano, porque lo que de repente sí que cobró forma en mi cabeza fue una oscura habitación cerrada, sin ventanas. Un salón rectangular desnudo cuyas dimensiones me impide precisar la escasez de luz, aunque yo diría que es bastante grande. Del techo, es verdad, cuelga una araña de ocho brazos, pero solo le lucen dos bombillas, dos remedos de cirio como los que se llevaban en mi infancia. En esa desconcertante penumbra, alcanzo a adivinar una puerta en cada cabecera. Una parece enorme, un portón casi. La otra se intuye muy pequeña, apenas una sombra. Casi una gatera.
Mariana y Harry ocupan los únicos muebles de la estancia: dos sillas arrimadas, más o menos, al centro de sus costados. Mariana musita, con la cabeza baja, como si contemplase sus manos abandonadas sobre el regazo. Creo oír que está contando: nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Bajito, cada vez más bajo. Parece porfiar por tragarse las palabras para alcanzar el cero. Al concluir la letanía, alza la cabeza y se deshace en un largo suspiro. Enarca las cejas, mira al hombre con unos ojos venidos de muy lejos y renueva el suspiro. Esta vez fuerza el volumen.
A falta de mesa para apoyarlas, el detective tiene las piernas bien estiradas. Se diría una línea recta trajeada, con los brazos colgando inertes y la cara cubierta por un sombrero que solo deja ver su boca. Creo que ha captado el aviso, porque responde a la cuenta de Mariana: uno, dos, tres, empieza flojito, aunque cada nuevo número le va aportando aplomo. Siete, ocho, nueve, culmina en pie y rotundo. Demasiado rotundo tal vez para Mariana, que se contrae en un leve espasmo de sorpresa. Enseguida descubriré que soy yo el destinatario de tanta firmeza. Uno nunca sabe qué palabra va a poner en guardia a un personaje y, aunque Harry Sweeney nunca presume de duro, no soporta que lo llamen flojo.
—Mariana, otro plumilla entrometido. Hay que actuar.
—Algo había oído. No sé qué de Lisboa y san Jorge, un topicazo. Pero como siempre me equivoco…
—Es urgente, porque este aún no ha entendido nada. Como el del año pasado. O sea que es muy capaz de ponerse a interpretar las cosas a su modo y no dar una. Y si nos cambia las palabras como el otro, luego es un latazo volver a ponerlo todo en su sitio. Así que déjeme a mí. Mire usted, plumilla, esto ya lo hicimos el año pasado: nosotros buscamos recomendaciones literarias para agosto y luego llega uno de su gremio y las larga en algún sitio. No me pregunte por qué nos pasa, pero esta señora portuguesa y yo nos hemos desdoblado y hemos aparecido aquí. Seguimos en nuestros libros pero también estamos aquí, ¿me sigue? Insisto en que la causa se me escapa. A lo mejor coincidió que algún lector hizo la misma anotación en los dos libros. Qué sé yo. Su colega del año pasado se esforzó en pensar y nos dijo que tal vez fuese cosa de algún adorador desastre…
—Quiere decir Sartre, señor periodista. Un filósofo que escribía de todo, según su colega, que me lo deletreó bien claro. Su colega supone que un lector encontró similitudes entre nuestros libros y una obra de teatro suya sobre el infierno. No me extraña, porque mi vida ha sido una buena condena y Harry, o eso dice, recuerda Tokio como una pelea de demonios. Total que, no sé por qué, ese lector apuntó algo sobre una reunión a puerta cerrada en algún margen de nuestros libros y aquí estamos desde entonces. Ya me ve usted la gracia.
—Abreviando, no sea que el plumilla tenga poco espacio. Recuerde usted lo que le costó recuperar las piernas hace un año. Atienda bien, Eugenio…
—¿Cómo sabe…?
—¿Usted no firma? A ver, hombre, atienda. Mariana se mete por la puerta pequeña, ¿me sigue?
—Es la que da acceso al túnel de las almas, ¿sabe usted?
—Y se trae de ese túnel fantasma nueve sugerencias de lectura. Dijo su colega que nueve es como diez pero sin la tontería esa de «Los diez… que no puedes perderte». Ni idea de a qué se refería. Yo, en cambio, los libros me los traigo del portón de los mundos. Lo de las almas está muy bien para pollos de oficina, con estudios, pero yo soy un tipo de acción. Las pistas buenas, siempre sobre el terreno.
—¿Sabes qué, Harry? Que este año solo traeré ocho, porque pienso explicar mi historia. El año pasado, con la sorpresa, ni se me ocurrió, pero estoy harta de que la vida decida por mí. Voy a contar mi historia.
—¡Cojonudo! Con perdón. Yo hago igual: cuento mi historia y me ahorro un viaje.
Supongo que ese fue el momento en el que se me cruzaron la ensoñación y el artículo. Demasiadas voces queriendo contar lo mismo y, bum, cortocircuito. En fin, ya que hemos llegado hasta aquí, sigamos. Y no se preocupen, ya estoy a punto de empezar con las recomendaciones.
Mientras Harry se dispone a pelearse con el pesado cerrojo del portón, Mariana se dirige como una sonámbula hacia su túnel de almas. El nombrecito se me antoja un poco rebuscado para una mecanógrafa, pero viniendo de un ser tan herido tampoco me sorprende demasiado. Al rato, Mariana, bien abrazada a sus ocho libros, sale de la gatera como un ratón, muy pegadita al muro. Me llama la atención oírle parlotear con enfado, porque la había hecho modosita. Y aún me sorprende más ver cómo arroja su botín con rabia al suelo y se planta, brazos en jarras, sobre la misma silla donde hacía tan solo unos minutos se encogía un ánima doliente. Ahora comprendo que para entonces la retroalimentación ya estaba funcionando.
Novena vida. Demasiada gente.
—A ver, que yo no soy de enfadarme. Pero es que no entiendo por qué tiene que hablar usted de mí si yo estoy aquí yo para contarlo. Mi historia es muy sencilla. Página 37 del libro: «Por lo demás, esa experiencia, la de la vida, siempre me resultó demasiado difícil». Pasamos a la 38: «Nunca me acostumbré a ella, y es curioso, porque todo el mundo la considera una cosa sencilla y natural, la más natural y sencilla de todas. Yo siempre fui ceremoniosa y por eso no obré como debía, como obraban los demás, hasta los más zafios y groseros, con desenvoltura». Bueno, yo no habría hablado así para nada si hubiese sido de carne de cementerio, pero ya se sabe, los escritores la hacen a una de las palabras que ellos tienen. Resumiendo, que siempre fui una desgraciada y que aunque siempre estaba rodeada de gente, me sentía sola. Muy sola, mucho. Mire cómo lo cuentan en la parte de atrás del libro: «La desesperación y la soledad femeninas». Pues eso. Femenina y pobre, claro.
Harry está intentando pasar el cerrojo del portón de los mundos. Al chirrido del metal, Mariana salta de la silla, se sienta, se alisa con prisa los pliegues de la falda y vuelve a su ser de ánima pesarosa:
—Bueno, señor periodista, pues aquí está lo que he encontrado en el túnel de las almas. Ahora usted escribe las explicaciones.
—El plumilla que escriba más tarde. Ahora me toca a mí contar mi historia.
Estuve a punto de dejar que el detective Harry Sweeney se explayase sobre lo que yo ya me sabía de memoria. Pero cada uno tiene su biografía y yo no iba a consentir que un madero yanqui me hiciese trabajar el doble. La gente empieza a darle vueltas a los detalles de sus vidas y, cuando te quieres dar cuenta, ya te han colocado un folio, te han reventado la trama y no te han aclarado ni una idea. Mariana y Harry eran de papel, pero yo nací de mujer y a las 13:06 del 27 de julio de 2021, un día gris y bochornoso en Oviedo (España), estaba harto de darle a la tecla. Para calmar la mala conciencia de silenciar a un personaje de la entidad de Harry, consulté el contador de Word: 10.239 caracteres con espacios. La sentencia fue inapelable. Lo cuento yo.
Primer mundo. Misterio en el Japón ocupado.
Tokio Redux es, ante todo, una gran novela negra, posiblemente la mejor que se ha publicado este año. Su autor, el británico instalado en la capital nipona David Peace (1967), tiene una larga y muy variada trayectoria, tanto por moldes como por asuntos, aunque en sus títulos predomina una forma muy peculiar de tratar el género policial. Se ha dicho de él que es un James Ellroy (L. A. Confidential) mojado por la pertinaz lluvia inglesa.
Peace, que atesora tantos dones literarios como ausencia de frenos verbales, no se recata en calificarse de Tolstói de la novela negra. Una medalla oxidada, aunque preciosa, que orilla sus modelos del siglo XX, tal vez sin pretenderlo. El inglés saltó al ruedo entre 1999 y 2002 con El Cuarteto de Red Riding (Alba), cuatro extrañas novelas capaces de hundir en la depresión al mismísimo doctor Pangloss. En sus líneas narra las andanzas de un asesino en serie en una Inglaterra en descomposición progresiva. La que empezó a oler mal con la crisis del petróleo y le reventó las fosas nasales al planeta con la llegada de Thatcher. Esos cuatro volúmenes destilan todo el mal que el lector haya podido imaginar, amplificado por una prosa tan torrencial como lírica. Una escritura que, claro, ha sido emparentada con Sade aunque también puede recordar, por su incontenible caudal, a un Thomas Wolfe bien editado. Son cuatro libros, en suma, en los que a Peace le caben toda la Inglaterra de aquellos años y unas arrebatadas ganas de no contar las cosas dos veces de la misma manera.
Ese conocimiento del entramado social inglés le condujo a ofrecer en 2004 GB84 (Hoja de Lata), un fresco épico de las luchas mineras de 1984 en el que se amalgaman todo tipo de materiales en torno a un líder sindical y a un asesor de Thatcher. Cien años después del Manhattan Transfer de Dos Passos, este arriesgado tipo de artilugio sigue funcionando y Peace lo usa para dibujar el mejor retrato del momento histórico en el que el neoliberalismo confirmó que había llegado para quedarse una larga temporada y a cualquier precio. Añadan dos novelas sobre el mundo del fútbol —Maldito United (2006, traducido al castellano por Contra en 2015) y Red or Dead (2013)— y tendrán casi completas las indagaciones británicas de Peace.
Fue en 2007, justo después de haber novelado los 44 tormentosos días del entrenador Brian Clough al frente del Leeds United, cuando Peace decidió situar sus bombas literarias en Japón, el país en el que vivía desde finales del siglo XX. Lo hizo en Tokio, año cero, primer volumen de una trilogía ambientada en la ocupación y alimentada por una tríada de asesinatos bien reales. Si en este primer volumen el hombre a cazar es un asesino en serie, en el segundo, Ciudad ocupada (2009), la presa será un peculiar ladrón de bancos que, so pretexto de evitar un brote de disentería, envenena a los empleados de una sucursal bancaria con un falso medicamento. Como es habitual en Peace, y como mandan los cánones de la novela negra, la investigación policial palidece ante la vívida recreación de una sociedad enloquecida por años de guerra y ocupación.
—Se quejará de mí, pero lleva 3092 caracteres con espacios y todavía no ha hablado de mi libro.
El detective Harry Sweeney, de nuevo una línea recta trajeada, esboza un gesto de fastidio bajo el ala de su sombrero. Decido ignorarlo. Además, después de haberles presentado a Peace en detalle, es poco lo que queda por adelantar de Tokio Redux. Baste saber que la trama arranca en 1949 al desaparecer el presidente de los ferrocarriles nipones. Si los trenes no funcionan, se viene abajo todo el entramado que está montando EE UU para llevar a Japón al nuevo orden de posguerra. De modo que las autoridades de ocupación le encargan el caso al competente Sweeney. Por otra parte, la desaparición del capitoste férreo va seguida en pocos días de dos oscuros descarrilamientos. Estos incidentes se conocen como Los tres grandes misterios de los ferrocarriles japoneses, y las investigaciones sobre ellos fueron tan poco concluyentes que facilitan a Peace darle a la narración dos vidas extra: una en 1964, durante las Olimpiadas de Tokio, y otra en 1988, en plena agonía del emperador Hirohito. Tres misterios, tres protagonistas: Sweeney, un escritor obsesionado por las coincidencias y un antiguo agente del contraespionaje estadounidense.
—Por cierto, Sweeney, ¿llegó usted a conocerlos?
—Mire, plumilla, tengo algunos vicios que me callo. Pero aún no me ha dado por destripar tramas. Así que confórmese con los ocho libros que le he traído, júntelos con los de Mariana y remate. Que los lectores se están yendo ya al bar.
Sweeney acababa de herir mi orgullo, pero leer Tokio Redux me había revelado su olfato de sabueso. Así que, sin más, procedo con el resto de las recomendaciones:
Las ocho vidas de Mariana Toledo
Bajo la superficie, Daisy Johnson (Periférica)
La joven narradora británica debuta en la novela con esta trepidante indagación sobre sus raíces. Una madre con alzhéimer, una infancia en una casa flotante en Oxford, una comunidad acuática que atribuye todos sus males a un ser mítico, un extraño visitante poseedor de algunas claves del pasado. Son los motores que alimentan una brillante narración que fue finalista del Booker. Diana a la primera.
La sirena negra, Emilia Pardo Bazán (Nocturna)
El centenario de la muerte de Pardo Bazán permite confirmar que la negativa masculina a darle asiento en la RAE era mera cerrazón de género. La condesa gallega, adalid del naturalismo y luego del simbolismo, portavoz pionera de mujeres sin habla, ha quedado asociada a Los pazos de Ulloa, pero La sirena negra (1908), novela de madurez sobre la educación sentimental y la ruleta de la fortuna, la reviste con el manto de la excelencia.
El canto de la nieve silenciosa, Hubert Selby Jr. (Hermida)
El autor de Última salida para Brooklyn (1964) y Réquiem por un sueño (1978) dominaba una escritura directa e hiriente que le causó problemas judiciales por tratar con crudeza asuntos como la homosexualidad o las drogadicciones. En El canto… (1986) enlaza una quincena de relatos sobre vidas sin futuro cuya insatisfacción solo es aliviada por efímeras alegrías. Un clásico que nos desnuda.
La tranquila violencia de los sueños, K. Sello Duiker (Baile del Sol)
También en Ciudad del Cabo hay distritos con modos de vida alternativos. El protagonista de esta novela (2001) es arrojado a una institución psiquiátrica por fumar porros. Muy joven aun, le quedará tiempo para ser indultado y encontrar, en un ambiente de saunas gays, su posible lugar en el mundo. La montaña rusa de una psique que tantea, yerra, tantea y, a través de sus heridas, destila algunos modos de vivir en el sur de África.
Biofilia, Edward O. Wilson (Errata Naturae)
El biólogo Edward O. Wilson (1929) goza de tal prestigio que enumerar sus méritos sería dilapidar este espacio. En Biofilia, Wilson explica que una profunda relación con animales y plantas es tan crucial para el ser humano como el contacto con sus congéneres. Y lo hace en un apasionante texto donde memorias, filosofía e historia se entretejen con sabios consejos para descubrir y alimentar esos lazos con el universo.
Agujero, Hiroko Oyamada (Impedimenta)
Oyamada (1983) es una de las estrellas literarias del Japón actual. Con la vieja pericia nipona para extraerle sin prisas las imágenes más inolvidables al silencio, Agujero lleva al lector a un recóndito paraje del archipiélago donde la protagonista, de paseo en paseo, y tras haber entrevisto a un animal imposible, se interna en un mundo, diríase que sobrenatural, en el que un entorno imprevisible parece llevar las riendas de las vidas.
Barrera, Amilcar Bettega (Baile del Sol)
Fátima, joven fotógrafa brasileña hija de un inmigrante turco, se instala en Estambul, donde es buscada sin éxito por su progenitor. Mientras, un escritor de guías turísticas pierde también a su hijo y sus pesquisas le internan en un movedizo universo urbano carente de certidumbres. Identidad, hechos inexplicables y lastres seculares de la escindida sociedad turca se disputan el espacio en el debut novelístico del gran cuentista brasileño.
Un amor al alba, Élisabeth Barillé (Periférica)
La subasta de una cabeza de mujer, obra de Modigliani, hace sospechar a Barillé que la escultura refleja los rasgos de la poeta Ajmátova. El italiano malvivía en París en 1910, dando forma a unas líneas que no excitaban la chequera de los compradores, que hoy ven valores refugio en sus obras. La rusa pasaba su luna de miel a orillas del Sena. La conjunción fortuita de los dos astros generó en 2014 esta pequeña maravilla. Disfrútenla.
Los ocho mundos de Harry Sweeney
La novia prusiana, Yuri Buida (Automática)
Gracias a Automática, Buida (1954) es ya reconocido aquí como un puntal de la literatura rusa reciente. El tren cero y Helada sangre azul fueron sus apabullantes cartas de presentación, pero La novia prusiana corona el palacio. Situada en su natal Kaliningrado, tierra prusiana colonizada en 1945 por rusos, en sus páginas el odio suscitado por la guerra y la repoblación se superpone a las fantasías heredadas del pasado germánico hasta estallar en una tormenta de magisterio narrativo.
Nocturno a Tánger, Kevin Barry (Alpha Decay)
Dos tipos de cortar el hipo charlan sobre sus espinosas vidas de traficantes en el Estrecho. Cojo uno, tuerto el otro, esperan en Algeciras el ferry nocturno a Tánger, tal vez un pasaporte al más allá. El barco no llega y ellos encadenan recuerdos y planes, un condensado de traición y sangre. La tercera novela del irlandés Barry acaparó premios en su zona pero aquí le costará más. Aún están a tiempo. Luego, ya saben, las joyas se caen de los catálogos.
Un señor muy respetable, Naguib Mahfuz (Gallo Nero)
El egipcio Mahfuz (1911-2006) se ganó el Nobel de 1988 tras una larga trayectoria jalonada por narraciones que beben tanto del realismo de impronta europea como de la mejor tradición de la novela árabe. Un señor muy respetable narra el ascenso y asfixia de un ambicioso funcionario empeñado en llegar a cualquier precio a la cúpula de la escombrera burocrática. En manos de Mahfuz, esa escalada desde la miseria es la disección oniroide del esfuerzo estéril.
Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey, Ander Izagirre (Libros del K.O.)
Quienes dan por muerto el periodismo no han leído a Izagirre (1976). El donostiarra se luce al escribir sobre minería boliviana, falsos positivos colombianos, Chernóbil, inuit… Pero lo borda con la historia del Tour (Plomo en los bolsillos) o con esta del Giro. Las hazañas de Coppi, Merckx, Fuente, Gimondi o Moser alucinan, pero no más que el retrato del carnaval de lunáticos que desfilaba en el Giro de 1909. Izagirre, sencillamente, vuela con alas tocadas por el cielo.
Abordajes literarios, Cuentos del mar (Adriana Hidalgo)
Si de descubrir mundos se trata, este es el volumen. Una antología de relatos marítimos en cuyas más de 500 páginas se abordan todas las facetas del combate con el continente líquido. Navegaciones de madera y acero, piratas, voluntad de dominio, galernas y abismos, amor entre las olas, objetivos imposibles, tradiciones que pasan de lobo a lobo, naufragios y hazañas. Todo a cargo de una nómina que se diría un compendio de la más exigente historia de la literatura.
Anna la dulce, Dezso Kosztolányi (Xordica)
He aquí un clásico ignorado de la literatura húngara de hace un siglo, una disección de las hueras convenciones de la vida burguesa de entreguerras, un elegantísimo ejercicio de precisión escritora visto con los ojos de una criada. Ese punto de vista fue el mayor acierto de Kosztolányi al componer Anna la dulce: reflejó las hondas tensiones de una sociedad enferma dibujando seres enfermos. Y se ahorró el panfleto socialrealista.
Bajo la piel, Gunnar Kaiser (Adriana Hidalgo)
El debut del alemán Kaiser (1976) en la novela se sostiene en una trama pulpo que abraza desde la pandemia de gripe de 1918 a la Argentina de fin de siglo arruinada por Menem. El cruce y arranque de sus numerosas subtramas es la Nueva York de 1969, asolada por asesinatos de jovencitas, mientras que su combustible es un seductor bibliófilo maduro que instruye al joven protagonista. La velocidad lectora al alcanzar el final puede devolver a la casilla de salida.
Falsa guerra, Carlos Manuel Álvarez (Sexto Piso)
De cierre, un broche. En su segunda novela, el cubano Carlos Manuel Álvarez construye un puzle de exilios que lo contiene todo menos la carcomida idea de exilio nacida con el triunfo del castrismo. Exiliarse hoy, sostiene, es saltar medio siglo en el tiempo y hacer equilibrios para no caer a plomo en las fauces del neoliberalismo. Álvarez explora, como les gusta decir a los críticos, una grieta: la que se abre cuando ya no estás allí pero todavía no eres de aquí. Y arroja polémica luz sobre un asunto que suele mover más al juicio interesado que a la reflexión.
Mariana y Harry se pasarán un tiempo reparando los desperfectos que mis imprecisiones hayan causado en sus historias. Pero, una vez recompuestos, no se moverán de sus sillas hasta que, dentro de un año, vuelvan a olfatear a un periodista. Así que ojalá hallen provecho en alguna de estas recomendaciones, porque es muy probable que mi sucesor no logre descifrar sus sugerencias. Para entonces es del todo previsible que la decrépita araña haya perdido ya todos sus cirios.

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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