Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (26)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago el escándalo blanco de la luna llena entre las barbas nocturnas del agua, una cola en el banco o los vendedores ambulantes en la playa.

/ textos de Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas /

Con su escándalo blanco, la luna llena deja luz de amoniaco entre las barbas nocturnas del agua. Portugal ahí, a un paso, resguardada entre diminutas luces melancólicas en la otra orilla. Cartografía de frontera. De una parte a otra parte, el agua mediadora. Y la luna ahí arriba, lechosa e ingrávida, rebañando el cielo con su carne soluble, como un centinela del espanto.

Al fondo de la pequeña librería de mi ciudad espera ya Ana Blandiana. Va a empezar a leer sus poemas para un puñado de avisados y cuando oigo su voz como de papel estremecido —quizás para que pesen un poco menos esas palabras suyas que no caben del todo en el mundo— vuelven a mí otras palabras recién oídas, las de una mujer abrasada por el dolor que me he encontrado poco antes en el autobús urbano. Oigo a la poeta leer en su dulce lengua rumana y por debajo de los significados me resuena el mismo lamento de esa otra mujer que se ha quedado sola en el mundo, sin marido y sin hijos, con nietos que no le dejan ver debido a esa siniestra opacidad que a veces traen consigo las relaciones familiares. Ella no lo supondrá jamás pero allí estaba de verdad, en la librería, conmigo, en mi corazón, escuchando sin saber, sin entender nada, como yo («Tú eres la parada en la que mis palabras/ Se transforman en alfabeto./ Te rezo a ti,/ Sin saber qué pedirte/ Excepto a ti mismo,/ Y tú transcribes mis palabras sin entenderlas/ Y despacio te las llevas lejos»), mientras caía sobre todos la ceniza de esa voz pequeña también triturada por la desolación. Ana Blandiana seguía leyendo («Me pregunto a menudo si allí donde estás te sirve de algo lo que sabías aquí») y yo quería oír, impuesta sobre la suya, la voz sollozante de esa mujer del barrio de San Lázaro cuyas palabras de pureza furiosa fueron componiendo durante nuestro encuentro ese discurso antiguo y desgarrado de las mujeres abandonadas.

A sabiendas, A hurtadillas, A mansalva, A raudales, A ojos vista, A pies juntillas, A duras penas, A ciencia cierta, A machamartillo… Esas expresiones, tan queridas por su distorsión desconcertante fuera de la órbita ortopédica del idioma, alegran el alcance anodino y oficinesco de la comunicación. Son las pequeñas travesuras de la lengua, que ponen a bailar de otro modo a las palabras.

Es temprano y estamos en la calle, haciendo ya cola para entrar en el banco. Aún no han abierto las puertas. Hombres y mujeres, todos con la mascarilla puesta, formamos una banda pintoresca. «Parecemos atracadores impacientes, esperando que abran para dar el golpe», se le ocurre decir a uno. «No se confunda usted; los atracadores ya están ahí adentro», replica alguien con aire incontestable.

En la playa, los vendedores ambulantes. La mujer que vende almendras tostadas acompañada de su hija, una adolescente esbelta («No me cuentes eso, mama, que de verdad que me pongo a llorar»); el hombre que empuja un carretillo anunciando algo incomprensible en su lengua llena de azúcar oscura; el muchacho que llega tocando una campanilla como reclamo de cuando en cuando. Pero sobre todo los negros, los negros silenciosos que pasan ofreciendo telas, flotadores, gafas de sol, pulseras… Ninguno de ellos mira de frente el mar Atlántico.

Sus calles rectas, con el aire infinito de lo que nunca se puede atravesar completamente; sus fachadas encaladas hasta una dolorosa incandescencia; los portales entreabiertos en una invitación a la urgente saciedad de la sombra. Y en una revuelta de la calle Flores de pronto su casa, donde él nació, con el patio y el pozo («Y yo me iré…») y la atmósfera de esa eternidad que él presintió en todo ya desde su infancia. En Moguer. En su Moguer. Feli, Miguel, Ana.

¿Hasta dónde te harán recular las palabras? Es horrible atravesar cada mañana las calles del idioma y no sentirte interpelado por ninguna. La escritura es también eso: entrar sin saberlo en un cul-de-sac de donde nadie te garantiza que habrás de salir. Como quien pisa cáscaras, pisas tú en ese suelo frágil y notas que las palabras no te dan la cara. Y no solo eso, sino que te empujan hacia atrás cortándote el paso, arrinconándote contra la pared. Pero yo, ¿qué os he hecho?, dan ganas de preguntarles. Sabes que es inútil. Son las palabras las que eligen a quien las usa y no al revés. Todo escritor conoce eso. Tú mismo lo dijiste hace tiempo: un poeta es un contratado a tiempo parcial. Aplícate el cuento.

Preguntamos a un muchacho por una dirección y él nos encamina. Al agradecérselo, replica con mucha naturalidad: «Para eso está la gente». En efecto, la gente, esa «hermosa gente» (como la denominó Saroyan) que no puede ser sustituida por máquinas y artilugios que nunca tendrán el desparpajo y la sonrisa de ese muchacho del sur.

Paco y yo en ese pueblo de la comarca de Aliste donde nos esperan, pacientes, nuestros muertos. Entramos en un local atiborrado de mercancías de todo tipo. De pronto, escrito en tiza azul aparece este verso de Emily Dickinson: «Ser una flor es una profunda responsabilidad». Donde menos se espera, entre lotes de cosmética y bisutería y otros artículos imprevisibles, allí está la poesía. La verdad insobornable y asombrosa de la poesía.

IMAGEN DEL SOPOR

Sucios de sueño,
salida de los tigres.
Sus patas húmedas.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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