/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Cuando llegué estaba anocheciendo. Menos mal que había encendido lumbre, porque hacía mucho frío. Sacó una botella de vino y estuvimos hablando de cosas frías y heladas. Luego salimos a la calle de madrugada.
—¿Ves aquella estrella?
—No estoy seguro —dije.
—Pues fíjate en ella, porque solo se hace visible durante cinco segundos cada cincuenta milenios.
—¿Estás seguro de eso?
Pedro había estudiado muchas cosas, pero no sabía viajar. En cambio dibujaba cruceros y expediciones de gran prestigio, hasta el punto de que algunos turistas famosos iban para comprarle los viajes trazados sobre el mapa. Inventó uno que iba por el río Brahmaputra, para volver por cerca de Siberia y el Cáucaso. Un caprichoso le dio mucho dinero por la ruta: se llamaba José Herrera, y el itinerario se conoce con ese nombre.
El comprador se fue en seguida. Dos años después volvió convertido en un esteta. Ahora lo miraba todo mucho. Hablaba en persa y en sánscrito y cantaba canciones y cante jondo. Todo esto lo atribuía a aquel viaje que le había permitido enamorar a una dama de belleza descomunal. Al oír estos hechos, Pedro lamentó ser el artífice de la felicidad ajena y no poder, en cambio, dársela a sí mismo. Un día salió de su casa con el pretexto de alejarse, de ir de viaje, pero al ir a cerrar la puerta observó con terror que no llevaba equipaje.
—Voy a ponerlo todo dentro de la maleta —dijo para sí mismo.
—Lo primero va a ser un peine, ¿por qué no?
Luego pensó en zapatos, pero los buscaba y se negaban a aparecer. Más tarde se confundió, puesto que iba a buscar jabón a la biblioteca y una vez allí, adivinando el error, se entretenía leyendo durante horas en libros que versaban acerca de errores domésticos. Por fin salió a la calle. Vio a un amigo y se puso a hablar de esto y aquello hasta que se hizo de noche. El amigo acababa de regresar de un viaje por el mundo, y él analizó los inconvenientes y defectos que había advertido en las correrías del otro. Después de esto ya era tarde, y ya no salió de viaje una vez más.
Al otro día cogió la maleta y emprendió la marcha, pero apenas hubo avanzado unos pasos lo asaltó una duda. De los senderos que recordaba le resultaba imposible elegir uno cualquiera porque lamentaba no elegir otros. Ignoraba cómo viajar. Su mujer le dijo que la mejor manera de hacer un viaje era yendo a alguna parte. Decidió que en lo sucesivo haría una excursión y se despediría de sus mejores amigos, convencido de que, por fin, había comprendido el secreto de los nómadas, cuyas vidas leyó esa noche.
Se le veía contento. Fui hasta su casa porque quería despedirse de mí.
—Enhorabuena —le dije.
—Me voy por fin —dijo.
—¿Adónde?
—Pues no lo sé aún. Esta noche lo pienso.
—¿Vas a ir a Lisboa?
—Es posible, no lo sé aún.
Sin embargo, al día siguiente fracasó, y todo el mundo tuvo que reconocer que era un hombre muy poco aficionado a viajar.
Al parecer salió de su casa temprano y, después de caminar casi todo el día, se encontró de nuevo en el pórtico de su hogar, con gran sorpresa para su familia, debido a algún error que o bien cometió él mismo, o fue inducido a cometer por causas desconocidas.
Ambos repasamos juntos el sendero sobre el papel y después de un largo y trabajoso examen no llegamos a ninguna conclusión.
—El viaje es bueno. Uno de los mejores que has inventado. Creo que algo raro ha debido pasar para que la cosa no funcionara.
—No sé viajar —dijo derrotado—. Esa es la única realidad. Salí con muchas ganas. Iba pensando en Lisboa con entusiasmo. ¿Qué crees que ha sucedido?
—Eso precisamente —dije—; que si has pensado demasiado en Lisboa, puede que ello te haya dificultado la llegada
Esa noche releyó a Pessoa desde un punto de vista totalmente estático.
—¿Por qué no acudes a un maestro de viajes? —le sugirió su esposa.
—Tal vez sea buena idea —dijo.
Al día siguiente acudió a la consulta de un sabio llamado Rusenard Boetäe. El despacho era muy modesto y estrecho. Había rollos, mapas, fotografías, posters, astrolabios, maquetas de barcos, prismas, brújulas, pequeñas imitaciones de monumentos, libros de viajes, etcétera.
—Y bien, usted dirá —dijo el maestro, un anciano de largas barbas y breves carnes, que vestía una túnica blanca y fumaba una pipa de tierra seca.
Pedro no sabía cómo empezar.
—Yo siempre he vivido aquí. Cando era joven, no tenía ganas de ir a ningún sitio. Mis compañeros iban y venían en autobuses hacia los diferentes lugares del mundo. Contaban cosas a las que nunca ponía atención. La literatura me enseñó a tener conciencia de otras provincias y se me ocurrió pintar rutas turísticas. Al cabo de unos meses vino uno que quería ir a Calahorra. Entonces le expliqué lo que tenía que hacer. Luego pinté un camino por Liberia, que le regalé al novio de una compañera de trabajo, y regresó siendo un filósofo y un degustador. Un día vinieron cien personas a mi casa y se pusieron a cantar delante de la puerta. Les arrojé por la ventana un mapa con un paseo que se me había ocurrido y que se llamaba Camino del Mediterráneo Medio. Todos se fueron por esa ruta y ahora los llaman los cien doctores. Más tarde vino una mujer que se empeñó en ir al País de Gales. Yo me opuse frontalmente, pero ella insistió, de manera que no tuve más remedio que venderle un plano de Gales inventado por mí. Al cabo de varios meses, la encontraron en una cueva cerca de Cardiff rodeada de profesores de esgrima. El espacio no tiene secretos para mí.
El anciano escuchaba en silencio. Luego consultó un viejo libro de anécdotas, y transcurridos varios minutos, se dirigió a Pedro.
—Entonces ¿a qué ha venido?
—Quiero aprender a viajar
—¿Qué clase de viaje es el que le gustaría hacer?
—No sé a qué se refiere —dijo Pedro.
Existen varias maneras de recorrer el mundo: en modo persecución, huida, turismo, búsqueda, iniciación, negocios, científico, peregrinación con o sin fe, deportivo, cultural, sin propósito alguno…
—No sé —respondió—. Mi itinerario debe ser puramente experimental. Iré en persecución del viaje mismo.
—Eso es un metaviaje, un desplazamiento de segundo orden. Han sido poco estudiados. Lo normal es viajar en busca de la cosa en sí. Sin embargo, tengo en mi archivo uno que tal vez se adapte a sus necesidades.
El maestro sacó un mapa de una bolsa y lo extendió sobre la mesa. Era el mapa de España. Sobre él había una ruta marcada.
—Es un camino de la famosa Colección Judaica. Todavía está sin terminar y nadie lo ha hecho aún. No sabemos lo que puede pasar. Estoy convencido de que es un metaviaje.
Pedro lo miró y no parecía nada del otro mundo. Se llevó el mapa a su casa y durante un mes lo tuvo colgado en la pared. Una mañana de abril cogió todas las cosas que tenía y salió por la puerta.
Se sentía bien. La brisa fresca le permitía andar con tranquilidad. Pasó una colina y llegó a una granja, donde le dieron de comer con generosidad. Luego atravesó un río dando saltos entre las piedras y se metió en un bosque. Había andado unos siete kilómetros a través del bosque cuando este desapareció y pudo ver a lo lejos los edificios, recortados contra el crepúsculo, de una gran ciudad monumental. Se aproximaba a Toledo. Eran las cuatro de la madrugada cuando llegó a las murallas. No pudo encontrar alojamiento, así que se dispuso a dormir a la intemperie.
Poco después de amanecer tomó café en un bar, luego otro. Cuando hubo acabado de tomar cuantos cafés le vinieron en gana (algunos comentaristas hablan de seis o incluso siete), buscó alojamiento en una casa de huéspedes ubicada en un edificio con un patio central, en donde entabló conversación con algunas personas que estaban allí. Les contó que venía desde su pueblo natal y que había emprendido aquel viaje con la única finalidad de aprender a viajar. Los que le escuchaban se meaban de risa al oírlo decir aquella ingenuidad.
—Pero, hombre de Dios, ¿cómo se le ocurre irse de su casa abandonando esposa e hijos, para aprender a viajar? Eso es algo que todo el mundo sabe hacer sin necesidad de aprender. Basta con echar a andar y el resto es literatura —dijo una anciana sentada en un poyo.
—No siempre es tan fácil lo fácil. Yo mismo, a pesar de tener el título de bachiller, no tenía ni idea de cómo viajar. Todos mis amigos se iban de turismo y luego contaban cosas imposibles. Yo, en cambio, debía mirarlo en libros y revistas, pues no sabía ir a ninguna parte.
—¿Tampoco sabía ir al estanco de la esquina? —preguntó uno de los presentes con ironía.
—Yo no fumo —dijo—, pero, en todo caso, eso no sería ver mundo sino un paseo, mero humo.
Pedro estuvo en Toledo varios días recorriendo sus callejones y sin saber bien adónde iba. Cuando se disponía a continuar su camino hacia Lisboa, se tropezó con una chica que iba corriendo por la calle. Del encontronazo perdió los mapas que cayeron al río. La joven fue rodando hasta un hoyo que había cerca de un árbol y fue a parar dentro del mismo, que medía unos dos metros de anchura.
Trató inútilmente de recuperar sus mapas, con la ruta marcada en ellos. La corriente los trasladó por el cauce hasta dios sabe dónde. Pero no se detuvieron ahí sus desgracias… Enseguida acudieron varias personas que lo acusaron de haber secuestrado a la muchacha, cuyo joven cuerpo había desaparecido. Fue hecho prisionero y encarcelado en las mazmorras de un castillo. El dueño del castillo era un caballero de rancios ancestros; un gentilhombre de Toledo, descendiente directo de viejas familias castellanas. Se llamaba Manfredo Sánchez de la Orotava y Clavijo de los Monteros.
Pedro pasó no menos de tres días y tres noches en las mazmorras del castillo hasta que el cuarto día, por la mañana, fue conducido hasta un salón de techos muy altos con negras vigas de madera, y, después de hacerle esperar allí durante más de tres horas en completa soledad, Pedro se disponía a hacer algo cuando cuatro hombres penetraron en el salón. Llevaban uniformes antiguos y parecían recién salidos de algún drama calderoniano. Al verlos, se sorprendió y esperó a ver qué pasaba con aquellos cuatro hijosdalgo. Pero pasaron en fila india por su lado en silencio y salieron por otra puerta.
Por fin acudió allí el caballero del castillo, quien, tomando asiento en un sillón de respaldo amenazador, lo hizo sentar a su vez en otro asiento. Durante largo rato, lo estudió sin decir nada. Lo miraba con una mirada grave y sombría. Parecía una buena persona, aunque algo pasado de moda.
Pedro, al final, le tomó cariño, pues su rostro barbudo inspiraba respeto. Pero no se atrevía a hablar primero, de manera que Manfredo dijo las primeras palabras.
—Quiero que conozca su destino —la voz del castellano era recia y grave, como su rostro—. Hay en Toledo un gran teatro cuya construcción data de edades anteriores y muertas. Será el escenario de su vida. Usted ha sido condenado por desconfiado. Deberá representar el drama de su propia existencia. Si lo hace bien, recibirá un premio en metálico.
—Soy un mal actor, no sabré interpretarme, estoy acabado, se lo advierto.
—Ello no le exime de hacerlo. Aquí no tiene que divertir a nadie excepto a usted mismo. Deberá reírse a carcajadas de su propia actuación —Manfredo encendió un puro y luego exhaló el humo que subió hasta el techo.
—Vivirá aquí con nosotros, en el castillo. Durante el tiempo que no esté representando, será considerado como alguien incomprensible.
Enseguida empezó a interpretar su vida. Muy temprano, antes incluso de salir el sol, era conducido por guardianes especializados hasta el teatro, situado en profundos subterráneos de Toledo, donde se le dejaba en libertad en mitad del escenario. Las luces del público ya estaban apagadas y los focos del escenario encendidos, por lo que no veía a cualquier posible espectador. Podía estar lleno o vacío, pero nunca oyó un ruido ni una tos. Ello le hizo creer que estaba solo. Actuó muy mal al principio, para luego ir mejorando conforme estudiaba el método Stanislavski. Luego vinieron otros actores y actrices que le ayudaron a relatar los años en que conoció a varias personas. De un día para otro iba haciendo grandes progresos, hasta meterse en el papel, donde se tropezó consigo mismo sin máscara. Pero un malentendido íntimo lo transformó en un ser generoso y pulcro.
Una tarde escuchó un ruido en el patio de butacas. Le dio la impresión de que había alguien allí, aunque le era imposible verlo. Púsolo en conocimiento del castellano, el cual le dijo que no se preocupara por eso y que se concentrase en la acción. Las críticas habían sido al principio malas, pero fue ganando las primeras páginas de los periódicos a base de decir barbaridades sobre sí mismo.
Una noche en que acabó muy tarde, antes regresar al castillo saltó entre los focos y allí estaba ella, la joven que había caído en el hoyo. Entonces se dio cuenta de que la amaba. Le preguntó que de dónde era. Luego fue al castillo y le dijo a Manfredo que ya lo sabía todo. Después volvió de nuevo al teatro a continuar con la función.
Esmeralda lo estaba esperando mientras repasaba unos apuntes de arqueología romántica, y al verlo llegar le dijo:
—Tú no sabes cuánto he sufrido.
—No debes sufrir por mí, porque soy un turista anónimo y un mal actor.
—Pero tú me empujaste al hoyo.
—No digas idioteces. Venías corriendo de no sé dónde y tuvimos un encontronazo, y perdí mis mapas.
—A pesar de ello, he asistido a la obra. Te he visto dudar como el príncipe Hamlet y actuar como si fueras un republicano en París. Todo ha sido pantomima.
—Pantomima o no, se trata de mi vida. Si no te ha gustado, peor para ti, pero yo no he vivido para caer en manos de la poesía barata.
—El primer acto no estuvo mal, pero los demás no valen mucho.
De regreso al patio, donde estaba alojado, explicó a los huéspedes toda la historia, pero aquellos no le creyeron, por lo que, cansado, decidió volver a su hogar y olvidarlo todo. Su llegada fue entendida como un estrepitoso fracaso, y Pedro no tuvo más remedio que contratar un viaje organizado, que realizó con su mujer y sus hijos.

IMAGEN DE PORTADA: Mapa, de Jasper Johns (1961)

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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