Almacén de ambigüedades

Crisis? What crisis?

Un artículo de Antonio Monterrubio sobre la codicia capitalista y la desfachatez de sus panegiristas.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

Los arriesgados tejemanejes del capitalismo de casino no son un intrascendente juego de mesa. Al final alguien tiene que pagar la cena. Y el socorrido lamento por el duro pero necesario sacrificio de los contribuyentes no basta. Quienes sufren sus funestas consecuencias de modo más visible son quienes no llegan a fin de mes, pierden su casa, deben renunciar a ampliar sus estudios o a medicarse como Hipócrates manda porque no pueden permitírselo. Y quienes han organizado ese guirigay siguen tan frescos, aguardando el momento oportuno de volver a las andadas. No esperemos de ellos arrepentimientos, dudas o culpabilidad. No son en nada parecidos —o sí—a El jugador de Dostoyevski o al de Veinticuatro horas en la vida de una mujer de Zweig. Los nuestros hace tiempo que mellaron los dientes de su conciencia. Para pagar sus delirios y de paso embridar a la ciudadanía, se propagó la fábula de que era imprescindible y urgente poner freno y marcha atrás al gasto público, y desde luego reformar el mercado de esclavos, digo de trabajo, y convertir las pensiones en limosna.

Desatada la espiral de embustes, fraudes y estafas, las privatizaciones pasaron a ser la panacea universal. La continua repetición del mantra lo privado es más eficiente que lo público se presentaba al menos tan relajante y espiritual como el om mani padme hum budista, pero era una tapadera de sórdidas mentiras. No solo es una falacia de primer orden, demostrada una y otra vez en cuanto se rasca un poco la capa de purpurina que la adorna. Es que la cosa ya empieza mal, porque, «de hecho, a lo que más se parece la privatización de empresas públicas en muchos casos es a un robo con desfalco que debería figurar en el código penal» (Àngels Martínez en Reacciona). Y es casi superfluo añadir que tanto en los procesos de otorgamiento como en el posterior desempeño de las empresas o servicios externalizados, asoma invariablemente la sombra que los acompaña cual rémoras a los tiburones. La corrupción «jamás es un accidente. Es inherente al ejercicio del poder y, por lo tanto, al ejercicio del Mal. Vengan de donde vinieren, quienes alcanzan el centro neurálgico de los negocios son inmediatamente, y en todos los lugares del mundo, transfigurados por la corrupción, y es ahí donde sellan su auténtica complicidad» (Baudrillard: El pacto de lucidez o la inteligencia del Mal).

Hablando de servicios básicos para la población, quiero citar los encomios dedicados a las filantrópicas donaciones de algunos muchimillonarios a la sanidad o la educación públicas. Al parecer, hay que recibir con hosannas o peanes a estos generosos individuos porque regalan caritativamente x millones. Solo que con esas y otras triquiñuelas legales consiguen evadir ilegítimamente al fisco, es decir a todos, x más tropecientos millones. A pesar de la nula preparación científica de los empalagosos turiferarios de los potentados, ellos mismos saben que se nos deben tropecientos millones que no van a poder ser empleados en la ampliación de plantillas o la mejora de sus condiciones laborales. Por más incienso que utilicen, no van a persuadirnos de que estamos en presencia de bondadosos seres ultraterrenos.

En su día, Sánchez Ferlosio tituló uno de sus imprescindibles libros Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado. Quería significar con ello que solamente es posible avanzar dejando atrás creencias firmemente arraigadas y consideradas inamovibles. De momento, nos conformaríamos con que ya no se contemple a simples mortales cual si fueran criaturas sobrenaturales. Los que nos repiten que populismo es contar a la gente lo que quiere oír deberían llamar a lo que practican oligarquismo o plutismo. En efecto, cada palabra que sale de su boca está calibrada para agradar a los pocos —los happy few— o directamente a los ricos. Los profetas académicos con sus tablas de la ley de cartón piedra y los pobrecillos catequistas del montón, indocumentados hasta los ijares y agresivos como mastines, solo pueden convencernos de que no han vendido su alma al diablo porque intuimos que ambas entidades no existen. En cuanto a los encopetados personajes que narran la clásica leyenda del self-made man y del trabajo que cuesta llegar a la cumbre, nos gustaría decirles que vayan un poquito más despacio. No dudamos que habrá especímenes reales, aunque estadísticamente lo habitual es que sea de aplicación la sentencia de Balzac, políticamente conservador pero con envidiable olfato social, cuando afirmaba que detrás de una gran fortuna hay un gran crimen.

Todos esos cantares de gesta sobre emprendedores exitosos e inversores geniales que nos cuentan ellos o sus juglares y escaldos son en su mayoría de una aplastante vulgaridad. Traen a la mente al banquero Bounderby de Tiempos difíciles de Dickens. Como él, son perfectamente capaces de inventarse una infancia terrible y miserable para poder alardear mejor, en ese caso ante la Señora Gradgrind, de haberse hecho a sí mismos. Su retrato genérico fue trazado impecablemente por el autor inglés. «Era un hombre que jamás creía haberse jactado lo suficiente de que era hijo de sus propias obras. Era un hombre que proclamaba constantemente por la metálica trompeta parlante de su voz su ignorancia de otros tiempos, su pobreza de otros tiempos. Era un hombre al que podrían llamársele el fanfarrón de la humildad».

Toda esta pose se olvida a la hora de los ingresos y beneficios, billetes y monedas, acciones y obligaciones. Entonces desaparece el que es «como uno más de nosotros» y entra en escena «la dureza del sátrapa/ que en cuadriga triunfal/ te arrolla/ jugando con las riendas» (Mayakovski: Poemas 1917-30). Sampleemos ahora a uno de los grupos señeros de ese punk al que un comentarista de la BBC definió, en memorable arranque, como «una amenaza más fuerte a nuestro estilo de vida que el comunismo ruso o la hiperinflación»: «All the power’s in the hands/ of people rich enough to buy it» (The Clash: White riots). O de cómo escribir un tratado de política y economía en sólo dos versos.

IMAGEN DE PORTADA: Codicia, por Robert Faludi


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

0 comments on “Crisis? What crisis?

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: