/ un relato de Ramón García /
Eran días ingratos, sólo la redención del piano frente a los exámenes inminentes, pero el año, al menos, había cambiado de rostro: el sol reinaba en calles, patios, fachadas, cristaleras, escaparates. Los cafés habían instalado las primeras mesas al aire libre, y a mí me gustaba contemplar la nota cosmopolita del América, evocadora de un París irreal e imaginado, con niños que pedían gaseosa, camareros de negro chaleco en mangas de camisa que esquivaban bandeja en alto el entrar y salir de la gente, y palomas que de pronto irrumpían en un vuelo caprichoso y rasante sobre las cabezas de incautos transeúntes, en la plaza luminosa. Con un tiempo robado y clandestino, solía demorarme en las calles, observando los cambios, la nueva luz que anunciaba ya un verano para otros, un verano que como todos los demás no me pertenecería. De sobremesa, solía sentarme junto a la ventana entreabierta de mi cuarto y dejaba que la música, lenta, del piano en el cuarto de abajo me inundase de recuerdos, recuerdos para justificar la nostalgia estancada como una ausencia en la inmovilidad del patio silencioso, y las ventanas inmóviles de las casas vecinas.
Una de esas tardes, una tarde oscura y tranquila, una tarde sin sol pero cálida, el jilguero cantaba en su jaula y yo me acordé de los tiempos con Osvaldo y con los otros. Liberado de todo compromiso, me permití evocar a Osvaldo con la sensación de repugnancia que siempre me había inspirado su figura rechoncha y sudorosa. Ágil y brillante para las matemáticas y la física, le gustaba extender sus tentáculos intelectuales, regodeándose con una especie de condescendencia feroz, en metafísicas de bolsillo y de barrio discutidas alrededor de innumerables cañas de cerveza que yo siempre terminaba por pagar. A costa mía y de mi dinero, ensartaba silogismos y pullas con la brillantez de un maestro en esgrima: enmascarado, eso sí, bajo la torpeza de un elefante patas arriba.
Cada vez que salíamos, Osvaldo me flagelaba ante un auditorio de amigos comunes que reían sus ocurrencias e invenciones, sin dejarme otro consuelo que la constancia de la vasta estolidez en que incurría más allá de las fronteras de su lógica. Golpear sobre el orgullo ajeno para endiosarse en el propio era su forma de relacionarse con los demás. Valoraba la amistad en función de sus rendimientos, o de la capacidad de resistencia que ofreciera su rival. La honrosa aceptación de una derrota o una inferioridad era su forma de reconocer a un amigo. Y una vez reconocido, ya no lo soltaba. Necesitaba un círculo de acólitos que avivasen el fuego de su ego y se postrasen reverentes a sus pies. Si uno bajaba la guardia, cualquier desliz podía convertirse en mortal pretexto de sus chanzas, y golpear de vuelta en las zonas más débiles.
Consagraba horas y lecturas (todas sus lecturas) a fortalecer una dialéctica agresiva. Todo para él era desafío y respuesta. Había aprendido esos resortes en Chesterton, en Mark Twain, en Oscar Wilde, y los había corrompido hasta hacerlos irreconocibles.
Pero una amistad también debe estar hecha de pequeñas confidencias aceptadas y compartidas, o eso al menos era lo que, para mi desgracia, pensaba o necesitaba yo en aquella época. Por eso me había convertido en su yunque preferido, el que resonaba de manera más armoniosa y musical bajo sus golpes. Fue mi destino pagar el precio de haber bajado mi guardia e intimado demasiado con él. No dejó nada a su paso. Todos mis sostenes y pilares, mis objetos de veneración artística o personal, se habían derrumbado como un castillo de naipes soplado por sus burlas. Y todo eso ocurría con la frecuencia habitual y obstinada que trazaba el rutinario círculo de mi vida de estudiante, donde Osvaldo siempre estaba presente, donde siempre reinaba: los conciertos en la filarmónica, la visita a ciertos bares, librerías y bibliotecas, la resignación a demasiados paseos y excursiones.
Me había quedado tan atrapado en ese círculo, que había terminado por confundir sus reglas, sus moldes inflexibles de sometimiento y aceptación, con la amistad, en una época en que esa palabra podía haber tenido aún algún sentido.
Pese a que toda esa frustración se arremolinaba como un oscuro día de invierno alrededor de mi recuerdo de Osvaldo, cierto relato suyo, algo que había dicho una vez entre trago y trago de una cerveza en un café al que no volví, se abrió paso hasta el núcleo mismo de mi desasosiego presente, y lo iluminó con una esperanza inesperada, desesperada, que no quise alargar hasta el entusiasmo.
Con esa esperanza guardada como un naipe ganador en la manga caminé al atardecer, junto a Teresa, por una avenida flanqueada de árboles. Todos eran retorcidos, y su tronco se quebraba al poco de nacer, como si su único destino posible fuese la monstruosidad. Nuestra relación se había cristalizado, glacializado, en silencios espesos e impenetrables. Comentábamos con palabras neutras temas tan apasionantes como el aspecto de los árboles. En verdad, la calle que transitábamos era muy sucia. Lo recuerdo porque Teresa dijo que en un lugar así los árboles sólo servirían para que las ratas se encaramasen más alto. Pensé que era más que una imagen, había seguridad en esa frase, y al mirar, comprobé que los grises árboles de la avenida estaban al pie de las alcantarillas, y enraizaban en las cloacas. Aparte de eso, ella no creía que tuviésemos ya nada que decirnos; y mis ideas eran demasiado sórdidas, y hasta siniestras, como para ponerlas de inmediato sobre el tapete.
—Has pensado en el viaje?
—¿Para qué? —respondió sin pensar—. Hace falta dinero.
Le observé, con vacilaciones, que acaso yo pudiera conseguir ese dinero. Me miró con sorna, incrédula, y no dijo nada, ni se esforzó en preguntarme cómo. Comprendí de pronto que el dinero era sólo una excusa. Para ella, al revés que para mí, no había nada que salvar con aquel viaje, el viaje del que ya había hecho mentalmente una obsesión, una huída capaz de ponerlo todo en su sitio, pero el viaje también que no haría nunca después de mis exámenes, como había previsto, porque no tenía dinero. Porque yo no era dinero, porque no suponía dinero.
Yo no era dinero, y Teresa parecía impaciente por librarse de mí; ya no hablamos más: yo miré la copa de un árbol, y vi una rata devorando a un pajarillo entre el follaje. Una de las muchas ratas que subían y bajaban por los troncos de los árboles, desde las alcantarillas a las ramas, desde las ramas hasta las alcantarillas.
Algunos familiares visitaron la casa al día siguiente, celebración de un anacrónico Corpus Christie que aproveché para no salir, y asumir interiormente, como un juramento, el compromiso definitivo de llevar a cabo aquellos planes apresurados y peregrinos. Mi sobrina, niña aislada entre adultos, se aburría abismalmente. Después de comer la rescaté de un bostezo para llevarla hasta la habitación desocupada. Allí, la invité a sentarse junto a la ventana, y le conté un cuento que empezaba como todos los cuentos: érase una vez un estudiante muy pobre que necesitaba dinero, y en la ciudad donde vivía había una casa… No tengo mucho talento como narrador, y convertir en un cuento de hadas la historia de Osvaldo hubiese requerido ese talento. Realidad e imaginación confluían desordenada y anacrónicamente en mi relato; para eludir lagunas e inconexiones tuve que recurrir a exageraciones inverosímiles. Terminé por darme de bruces contra el desenlace. No sabía qué hacer con un personaje perdido y solitario en un tren sin destino: decidí llevarlo hasta el fin del mundo, hasta el confín de las cosas, hasta el reino de Nunca Jamás. Después miré a mi sobrina y comprendí que me escuchaba por educación, pero que no le había gustado la historia. No había asombro ni maravilla en sus ojos, pero sí el resentimiento y el odio que siempre había sospechado por parte de ella hacia su tío: con una simple historia, no podía resarcirme de los regalos que nunca le hacía, de las sonrisas que nunca ofrecía, de la palabra que nunca dirigía a su padre, de mi ausencia casi permanente en su vida. Lo comprendí, y tras dejarla otra vez al amparo del calor familiar volví a mi cuarto, me encerré, y pasé el resto de la tarde solo, fumando y leyendo. Dentro de dos días comenzaban los exámenes y ya tenía bastante en qué pensar.
Pese a todo, inicié lentamente una estrategia. Cada sábado visitaba puntualmente el cine-club, estudiaba el programa de películas y esperaba ansiosamente que alguna de John Ford o de Huston atrayesen como un anzuelo aquella parte cinéfila de Osvaldo, de la que se vanagloriaba tanto y que le hacía sentirse tan presuntuosamente orgulloso de sí mismo. Acudí a tres sesiones, sin suerte.
Como interludio, los exámenes amenazaban, y estaba desesperado: acababa de terminar un año que sólo había servido para olvidar lo que hubiese aprendido el año anterior, si es que había aprendido algo en absoluto. También ese era un precio que debía pagar por no haber pisado apenas las aulas. Un muchacho que casi no conocía, pero que había tenido la mala fortuna de aventurar una conversación casual conmigo, era ahora el único vínculo que me mantenía ligado a la facultad. Con amabilidad desdeñosa y forzada me suministraba información, apuntes y motivos para desesperarme.
Los días repetían con regularidad su cadencia espantosa: acudía a torturarme a la sala de lectura de la biblioteca, en un autobús atestado de mujeres voluminosas y de niños gritones que bajaban a la playa desde los barrios; el calor transformaba la biblioteca en una sauna que invitaba a la deserción de todo pensamiento, y para colmo no había paz en la noche. El barrio estaba de fiesta, y a las dos de la madrugada solía claudicar a toda posibilidad de conciliar el sueño, para incorporarme en mi lecho, con el pecho empapado de sudor húmedo, los párpados entrecerrados, y la cabeza atormentada por los grupos de rock que amenizaban las verbenas. Salía por las mañanas, para perderme en tristes, solitarios, e interminables paseos. Más de una vez me quedé dormido en los bancos de los parques, y en una ocasión un policía me despertó golpeándome en las piernas con su porra. «Largo», me dijo en voz baja, tajante y llena de arrogancia, satisfecho de poder darle a un vagabundo el trato que merecía, de cumplir con su misión de lacayo y perro fiel al servicio de la ley y el orden. Me alejé en silencio, maldiciéndole pero sintiéndome como un perro al servicio de la nada.
Necesitaba huir de la ciudad; había pasado demasiadas horas en sus calles, tal vez más de las que me correspondían como vivo. Tal vez había muerto en algún momento y lo había olvidado, y ahora seguía dando vueltas y vueltas, visitando los mismos lugares con la terca obstinación de los fantasmas que retornan a sus casas anteriores. O acaso eran los exámenes, y la evidencia de que no iba a superarlos, los que despertaban la conciencia del fracaso y la desposesión, la conciencia de que no tenía nada, y de que no quería tener nada. Estaba quemado, y en efecto, yo no tenía nada de aquello que poco a poco había ido convirtiéndose, o al menos eso imaginaba yo, en patrimonio de mis compañeros: una meta, una novia, una casa, recursos, familia… Como un fantasma me dejaba caer por un café, por una librería, por muy pocos sitios más; imponía la visión de mi desamparo a unos camareros, a unos libreros, y hasta eso lamentaba. Tenía la certeza de que derramaban con compasión sus atenciones hacia mí, y quería ahorrarles esa inútil pérdida de sus energías: la que suponía acercarse hasta mi mesa para atender mi pedido, o anotar la venta de un libro en la caja registradora. Me preocupaba neciamente dejar una impresión demasiado evidente de mi estado, sabiendo que no dejaba ninguna impresión en absoluto, que no existía en los pensamientos de nadie. En la gente resultaba abrumadora, además, esa vitalidad corporal y excesiva del verano, ese egoísmo epicúreo, ese cambio y ese abuso de piel.
En esas condiciones llegué a la víspera del primer examen. Era, si cabe, una mañana diferente, como si hasta ese momento el verano hubiera sido sólo una insinuación, y a partir de ahora quisiera manifestarse como una realidad rotunda e inamovible. Había mucha gente en la playa, muchos paseantes ociosos, y algún turista madrugador. Yo tenía cita en el parque con el muchacho que me pasaba los apuntes. Le esperé más de una hora, y al cabo de esa hora comprendí que la amabilidad de su trato no se extendía, ni se extendería, hasta el sacrificio de acordarse de mí en vísperas de un examen.
Condenado al suspenso, erré por las calles hasta la hora de comer. Recurrí a la melancolía para salvarme del peso inexorable de la depresión. Después de comer me desplomé frente al televisor. Vi el final de una película, me interesé por el Giro de Italia. Mi madre mientras tanto limpiaba los muebles, enceraba el suelo. Todas las ventanas estaban abiertas a la luz intensa del verano. Fui a la cocina para buscar un melocotón, y por un momento me pareció percibir allí un olor salvador de galería, de juguetes, de infancia. Cuando volví, y vi a mi madre limpiando el televisor, sentí una especie de ternura, pensé con nostalgia que los hechos cotidianos, minúsculos, perduran en olores, y recobrarlos proporciona en ocasiones algo parecido a la felicidad. Podía ser un consuelo de cara al futuro. Cavilaba sobre eso cuando ella se volvió, y mirándome con dureza, me espetó que eran las cinco, y que debía ir a estudiar. Mi infancia, al fin y al cabo, estaba tan olvidada como cualquier tipo de esperanza, o como un melocotón podrido en el frutero. No había puerta alguna que pudiera abrirse suficientemente a sus misterios huidizos, y definitivamente cerrados.
Por la noche, mientras estudiaba estudiar, mientras lo intentaba apenas, entró mi padre en la habitación y me regaló una cajetilla de Winston porque, según dijo, sabía lo preocupado que andaba. «El mejor tabaco, el sabor del Sur», dijo mi padre. Creo que desde ese momento todo se redujo entre ellos y yo a los exámenes. Era lo único que se esperaba de mí.
El día siguiente fue un largo sábado de junio. Del examen, baste con decir que me las arreglé para copiar alguna frase a mi vecino delantero, para sacar alguna información de mi chuleta, y que nada de eso compensó una falta general de coherencia y de criterio. Cuando abandoné la facultad, me abrumó de nuevo todo el peso de aquellos exámenes absurdos, de aquellos seres autosuficientes y satisfechos, pertrechados de tesis y tesinas, de honores y galardones —profesores y alumnos—, que durante dos años habían ido aplastándome hasta hacer de mí una caricatura en el mejor de los casos, y una cucaracha en la realidad más auténtica. La humillación de seguir aceptando su juego universitario me resultaba ya intolerable: no soportaba su literatura de semióticas, semiologías, diglosías y constructivismo, las retóricas inventadas para ahuyentar cualquier complejidad, el discurso inextricable y vacuo que ilustres catedráticos y lameculos de medio pelo farfullaban con altivez inmerecida desde sus púlpitos y estrados; no soportaba la candidez aborregada de alumnos cogeapuntes y chupaideas, y sin embargo no había sido capaz aún de renunciar. Cierto: no me juzgarían nunca por mi auténtica vida mental, por ideas que fueran mías, pero, también cierto, no había sido capaz de hacer de ello una tabla de salvación, ni de crear una distancia. Me faltaba orgullo. Y el fracaso que ellos me aplicaban, como un hierro al rojo vivo, era el fracaso con que yo me contemplaba.
Necesitaba olvidar todo, y hacía una hermosa tarde de verano. El tren me dejó a las tres en la ciudad, una hora tranquila y de sobremesas en la que, por un momento, la ciudad parece haberse aquietado y desertizado y en la que, por un momento, yo parecía ser el único habitante. Sorprendí el ruido del mar, que parecía dejar ecos en todas las esquinas y disolverse como espuma de sal por las calles. Una mujer sacaba una silla a su terraza para instalarse con su revista en la inmovilidad indolente y perezosa de la infinita tarde veraniega. Recordé mis lecturas de Faulkner y de Carson Mc Cullers. El Sur. Un pozo de sensaciones que se abrían paso por detrás de una mano enjuagándose el sudor en la frente.
También yo me instalé en la terraza, y contemplé durante largas horas la calle soñolienta. En su asfalto reciente los niños dibujaban muñecos y trazaban senderos para jugar a las chapas. Se pintaban de blanco las ventanas como saludo a la nueva estación. Y en otras casas, se dormitaba a la espera de las retransmisiones televisivas que pondrían emoción a la tarde: España se jugaba el campeonato de Europa de baloncesto contra Italia, después de una victoria épica frente a Rusia, y como guinda televisarían la final de la Copa. Mis padres preparaban bolsas y maletas para ir a pasar el fin de semana en la casa del pueblo, la misma casa en la que se suponía que yo iría a sepultarme todo el verano terminados los exámenes, y a mí, no me quedaba otra alternativa que prepararme para quedarme solo una vez más en la ciudad.
En resumen, pocas tardes ofrecían mejores alicientes para salir, y no volver hasta lo más tarde posible.
Me refugié en el cine-club, sin ningún cálculo premeditado. Una sensación de desamparo solía apoderarse inevitablemente de mis tripas cada vez que accedía, solo, al vestíbulo del cine-club. En aquel vestíbulo, y antes de cada proyección, charlatanes ejerciendo de intelectuales a tiempo completo exhibían con suficiencia su prosapia pedantesca, como miembros de una cofradía privilegiada. Conocía y detestaba sus rostros de verlos a menudo por el tren universitario o en los pasillos de la facultad. Pero no había buscado nunca su conversación ni su sociedad, aunque el mero hecho de acudir al cine-club parecía implicar la necesidad de adscribirse a la orden. Me incomodaba la necesidad de mostrarme diferente, solitario, funcionando a mi aire, pero una sensación de orgullo que podía pasar por altanería me obligaba a intentarlo aunque no pudiese evitar, tampoco esta vez, el sentirme apocado al pasar junto a ellos, buscando raudo mi lugar en la sala, y esperando a solas la proyección. Ese sábado no fue una excepción, pero recuerdo que no sólo exploré con timidez sino también con furtiva curiosidad, y ansiedad, sus rostros peripuestos, hasta encontrar descanso al fin en el cartel que, junto a la puerta de acceso a la sala, anunciaba el ciclo de John Huston. Era la última película del ciclo, también la sesión que clausuraba la temporada, y él no estaba.
Entre las sillas parecía fácil encontrar acomodo apartado, al resguardo de miradas indiscretas o de conocidos inoportunos: con ese calor, sólo cuatro o cinco despistados podíamos optar por renunciar al sol y la playa y encerrarnos en la oscuridad de una sala sin aire acondicionado y malamente iluminada. Los cuatro o cinco despistados se habían diseminado estratégicamente y la mayoría se agrupaba en parejas, aunque había también algún que otro solitario y un grupo de mozalbetes que apestaba a adolescencia. La puerta de acceso a la sala se hallaba muy próxima a la última fila, siempre el rincón más oscuro, mi preferido de siempre, y que habría sido un adecuado punto de observación… Pero el grupo de adolescentes había elegido esa fila, y allí se contorsionaban entre erupciones de risas; sus voces explosivas se escuchaban por encima del murmullo de conversaciones – murmullo que moría en un silencio desnudo, para volver a crecer, leve y constante. Empujado por un cloqueo de polluela, me dirigí a las filas delanteras y escruté lo más furtivamente que pude las figuras que la tenue luz dejaba en sombras. Un imbécil conocido me preocupó un momento; por fortuna no me vio, o fingió no verme. Cerró los ojos al fundir su rostro con el de la chica que lo acompañaba… Las butacas que probé en la segunda fila o estaban rotas, o producían molestos ruidos al menor movimiento, o se elevaban sobre una superficie de colillas, cáscaras de cacahuetes y envoltorios de caramelos. Me senté en la primera butaca de la tercera fila, en el centro de la cual se estrujaba una pareja. Pronto notaron mi presencia y se trasladaron a cualquier lugar a mis espaldas. Sonó el tercer aviso que preludiaba la sesión, y entraron apresuradamente los rezagados. Hube de girarme para ver tan sólo a los cuatro expertos del vestíbulo…Se apagaron las luces. El murmullo cedió turno a las tosecillas y los carraspeos. La absoluta oscuridad duró unos segundos. Enseguida, la pantalla se iluminó de sombras en blanco y negro… El tesoro de Sierra Madre: la conocía y la apreciaba, pero no lograba relajarme. Osvaldo no estaba, y todos mis planes y esperanzas quedaban deshechos. Entre sombras, me sentí una sombra más, menos que sombra, una parte huera de la oscuridad. Me abandoné a la ciega irresolución de autocompadecerme, en un intento de aceptar la desesperanza… Todo perdido, nada era ni podía ser como yo lo imaginase. En la pantalla, Bogart caminaba desarrapado y despreciado, mendigando por las calles de Veracruz, la dentadura ennegrecida y un rictus de absoluta amargura en la boca. También necesitaba dinero, pero una fortuna le esperaba en los cerros de la Sierra Madre. Sin dificultades me trasladé a ese mundo lejano, como si la película recogiera y prolongase una historia que ocurría idéntica afuera, con sólo un cambio de circunstancias, en el mundo real. Pero ese cambio era tan definitivo… Yo ni siquiera tenía una existencia miserable que arrostrar, una convicción desdichada que me permitiera imaginar un futuro capaz de ser llamado vida. Qué vida? Lejos de todo, la vida sería posible, pero tal vez no mereciese ya ese nombre. Lejos… Estaba tan absorto que el final de la primera bobina me produjo el mismo desagrado que produce ser despertado en mitad de un sueño. Sin encender las luces, escuché cómo cargaban la segunda bobina en el proyector de dieciocho milímetros. Carraspeos y murmullos de conversación delataron un momento de pausa y transición. Yo cambié de posición en la silla, intentando no perder la concentración en la historia con interferencias que me recordasen demasiado mi propia existencia. Pero algo lo impidió. Una suavidad viscosa se instaló de pronto en mi hombro, y reconocí el peso de una mano que anticipaba el saludo de una voz desagradable y ronca:
—Qué casualidad, tú por aquí.
A mi lado distinguí los ojillos astutos y estrábicos detrás de las gafas redondas, y hasta percibí la veraniega y demasiado olorosa mancha de sudor que empapaba su camisa a la altura de las axilas.
—Hola, Osvaldo.
Le miré y pensé que, al fin, había encontrado mi propio camino hacia Sierra Madre, pero ¿conseguiría llegar?
Cuando terminó la película, Osvaldo propuso bares, una caña que aliviase el intenso calor de la tarde. Preferí evitar el café que frecuentaba por entonces: no quería concederle la menor porción de mi intimidad. Le empujé al interior de un bar cualquiera y pedí dos cañas, sabiendo que al final me tocaría pagarlas.
—Tengo muchas cosas que contarte —amenazó, llevándose ansiosamente a la boca una copa aún repleta de espuma.
Y después de resoplar satisfecho y de eructar sonoramente —un relincho de satisfacción como él decía—, inició la sistemática y sumaria ejecución de su amenaza. Ahora le daba por el cine. Quería convertirse en director de cine, y su cabeza «rezumaba de ideas». Comprendí que no había cambiado: a la hora de concebir sus aspiraciones nunca contaría con sus limitaciones. Me inflingió una tras otra de sus brillantes ideas, todas sacadas de manuales, lecturas obtusas de Conrad o plagiadas descaradamente a sus amigos. Tenía un talento casi francés para apropiarse del genio de los demás, y autopersuadirse de que se lo debía exclusivamente a sí mismo; intenté verlo por el lado ingenuo y hasta me resigné a darle ánimos cuando condescendió a preguntarme mi opinión. No había forma de desviar la conversación. Luego venía lo mejor: se había enamorado. El amor le había quitado la venda de los ojos, («me ha hecho un hombre, amigo mío»): había descubierto infinidad de cosas sobre sí mismo y sobre la vida, todas insignificantes e intolerablemente cursis. Comprendí que no había llegado lo peor y que sería incapaz de pasarse sin hablarme de ella. Cuando le vi acercarse a la cuestión («es una chica un poco tonta, pero…»), decidí cortarle en seco. Pedí la cuenta, y aprovechando esa pausa escupí, brusco, lo de la casa:
—¿Una casa, qué casa?, preguntó sorprendido.
Con la inseguridad, y la ansiedad, de dar aquel primer paso hacia la transformación en realidad de lo que hasta entonces había sido solo especulación, le expliqué lo necesario para situarle en un punto concreto del pasado. Nosotros éramos dos años más jóvenes, seguíamos en el instituto, y en un lugar de la ciudad había ocurrido un extraño incidente, «aquel incendio que habías leído en la página de sucesos y que esa noche comentaste excitado en la cafetería. ¿Te acuerdas, Oswald Wells?».
A pesar de lo absurda que era mi invitación a remontarse en el tiempo, para localizar un incidente distante, inconexo, que podía estar sepultado en los estratos más remotos de la memoria, Osvaldo aceptó el envite sin exigir razones, y para mi sorpresa, no tardó en orientarse.
—Ah, sí —exclamó tras un minuto de perplejidad. Casi pude ver cómo se encendía una luz en su privilegiado cerebro.
Después, con palabras que me parecieron muy semejantes a las que había empleado dos años atrás, me repitió, entre trago y trago de cerveza, como haciendo de ello un ritual, aquella extraña historia de la casa en las afueras. Una vez que aprendía una historia la repetía para siempre de la misma forma, sin alterar una coma. Todo quedaba grabado y apresado fielmente entre sus fantásticas neuronas.
—La casa está en una calle alejada de las afueras… —comenzó.
Yo encendí el primer Winston, saboreé el sabor del Sur, y le escuché con atención para retener lo necesario: las señas, los detalles de su ubicación y de su estado presente. Todo parecía muy fácil. Yo estaba tranquilo. Tan tranquilo, que me pareció ridícula su lúgubre advertencia final, como si quisiera ahuyentarme:
—No hagas disparates. Tiene una fea historia esa casa.
Sonreí, y escondí mi escepticismo en un largo y refrescante trago de cerveza. Seguimos bebiendo durante toda la tarde. Después le acompañé hasta su casa, y a poco de despedirle —eran cerca de las once— cruzaron junto a mí, como sombras, Teresa y su nuevo acompañante. Se trataba de un muchacho alto, rubio, aniñadamente guapo, que abrazaba confiada y pijoteramente su cintura. Ella me reconoció y me gritó en la mirada que era joven, y que tenía derecho a hacer cuanto quisiera con su corazón y con el de los demás, sobre todo si era el mío. Me dio un «hola» desganado, sin embargo, y yo me presté a devolverle el saludo, secamente. Uno de mis pensamientos preferidos por entonces era el de que ninguna mujer se resigna a perder nunca el sueño de su príncipe azul, por muy estúpidos que sean el sueño, o el príncipe.
Los vi caminar hacia la cafetería o la discoteca cercana, y disolverse entre la masa berreante y juvenil que atestaba la calle. No podía mirar sin rencor e infinita distancia ese jolgorio de sábado noche. Chicas guapas, promesas de sexo, estupidez. Todos esos días regresaba a casa con malestar, como si dejase atrás un purgatorio del deseo que me perseguía hasta la soledad de mi habitación. La vida era de otros, el amor era de otros, el sexo era de otros, y a mí, nada me pertenecía; yo sólo experimentaba una continua falta de realización que se manifestaba en todo, y que todo lo achicaba. Detrás de esa amargura, sentía latir una especie de apogeo intelectual, y tenía que limitarme a memorizar apuntes ridículos por los que, además, me suspenderían. Y no tenía ya nada de que hablar, con nadie.
Remonté la avenida Strauss. Parecía que hubiera hogueras en el cielo, aquella noche. Una dilatación rojiza cerraba el horizonte, como si el crepúsculo no hubiera sido capaz de disolverse totalmente, y hacía mucho calor, demasiado calor. Familias enteras, idénticas, esperaban los autobuses, o daban paseos de arriba abajo, incapaces de volver y encerrarse en sus casas, de donde nadie hubiera debido dejarles salir. Una multitud nocturna desfilaba por la calle, y entre la gente sorprendí a un matrimonio extranjero, de aspecto nórdico, que se paraba ante la puerta de los bares donde la gente vibraba con el partido de fútbol. Parecían asombrados, como si observaran las costumbres de una tribu exótica y bárbara. Envidié no tener precedentes ajenos que me permitieran también el asombro, que me dieran al menos el consuelo de la sorpresa y del asombro ante mis semejantes. Llegué a casa y me quedé bebiendo whisky ante el televisor hasta que no me quedó más remedio que acostarme, sabiendo de antemano lo que me esperaba: una noche más en la que dar vueltas y vueltas en la cama, sin poder dormir.
Llegó el domingo. Desde hace mucho tiempo, los domingos son días sin historia, días en los que no hay nada que rescatar, que transcurren entre una habitación y otra, entre un aburrimiento y otro, momentáneamente salvados por una escala en el recuerdo que no tarda en devastar el hastío. Aquella fue, además, una tarde desabrida, oscura, ventosa.
Abandoné la casa después de ver una película de Buster Keaton en la televisión, y durante horas caminé por las calles, sin rumbo, sin meta, abismado en mi extrañeza frente a los paseantes que encontraba en mi camino: rezagados y anacrónicos punkies de pantalones sucios y apretados, chupas de cuero y agresivas gafas negras; parejitas convencionales y buenas, convencionalmente enamoradas, con su sonrisa satisfecha y su cara de chorlitos, y matrimonios dominicales, de marido radio en ristre y esposa entrada en carnes, siempre cansados de sí mismos. No hubo crepúsculo, y asqueado del tiempo y de la vida, tuve que mirar el reloj para saber que era tarde. Era tarde, y había llegado el momento de buscar otras aceras, las aceras que conducen al barrio de antiguas casas en que se deshace y se disuelve la ciudad. El viento levantaba el polvo de las calles vacías, soplaba en los solares donde se aglomeraban restos de derribos. Al final de ese viento se intuía la noche, y tras los visillos de las ventanas, aparecían los rostros de ancianos que se asomaban tímidamente a la calle, como saludando una precaria victoria más contra la muerte, aplazada pero ahí presente, como una hiena al acecho. Siempre me perdía en ese barrio. Las casas individuales, de una arquitectura rancia y desfasada, pero de extraño encanto, parecían siempre la misma casa, las calles eran escasas pero laberínticas, y tras cruzarse y entrecruzarse desembocan en los prados que llevaban al astillero. Las enormes grúas del astillero se alzaban ominosamente sobre el barrio, como monstruos inmóviles prestos a echar a andar en cualquier momento y destrozarlo todo a su paso.
Sobre una pared desencalada en la que afloraba el cemento gris, mis ojos descubrieron la placa tambaleante de la calle que había nombrado Osvaldo, abierta al cielo nublado, marcando un límite frente a los descampados rocosos que se extendían entre la ciudad y el astillero. Caminé hacia abajo buscando el número, las manos hundidas en el bolso de mi cazadora, espiando presencias que no existían más que en mi imaginación. No había ni un sólo transeúnte. Con todo, no conseguí detenerme frente a la casa. La miré de reojo y continué caminando. Sorprendí, en esa primera y furtiva mirada, una casita de planta baja similar a las demás, con una humilde y serena elegancia que parecía esconder vidas de discreta y perseverante dignidad, tal vez la de algún obrero de los diques o de los talleres cercanos. Incapaz de sobreponerme a un sentimiento de culpa, tampoco fui capaz de detenerme frente a la casa en mi segundo intento. Me fijé en las paredes, de un verde muy desvaído, muy trabajado, que hubiesen requerido una capa de pintura. Me fijé en las escaleras que llevaban al angosto zaguán, desnudo de las flores y plantas que daban vida a las casas vecinas. Tampoco nadie parecía haber barrido esos peldaños en mucho tiempo. Parecían las escaleras que en las playas o en los parques llevan a sitios abandonados y secretos. Guardé esa impresión en la retina y continué calle arriba hasta llegar casi al límite, hasta un promontorio desde el que divisé la armazón poderosa del último navío en construcción. Parecía una ballena majestuosa pero varada y expuesta a una muerte inevitable. Pensé que aún podía volver atrás y renunciar, fijar allí mismo el final de un juego que tal vez había ido demasiado lejos. A mi izquierda estaba la ciudad, con sus cafeterías y sus cines, y gente que llevaba una vida ordenada y normal, con sus rutinas normales que a veces resultarían agradables, tonterías compartidas con sus parejas, y sus amigos, y pagadas con dinero. Podía tomar un autobús, y acaso me quedase suficiente para un café antes de volver a casa. Contemplé de nuevo aquel desolado paisaje urbano, y me dejé que decidiera el instinto: me vi caminando de nuevo calle abajo. Esta vez, al llegar frente a la casa, me detuve y la encaré como si fuera una persona y nos mirásemos cara a cara. Su penoso abandono me produjo una sensación de total desolación. Al observarla con más detenimiento, advertí que algunos cristales estaban rotos y que nadie había retirado las telarañas del interior. Miré las persianas, espesamente cubiertas de polvo, y comprendí que nadie las había levantado en muchísimo tiempo, tal vez años. La casa justificaba la tristeza de aquella historia que me había contado Osvaldo. Ahora la comprendía. Sus habitantes debían haber sucumbido a la desidia total y al abandono. Razoné que tal vez no estuvieran en aquel momento, que habrían salido a dar un paseo, o que ya se habrían acostado, o, como parecía más exacto, que tal vez no existiera ningún habitante. En cualquier caso, la desolación parecía asfixiar a la casa por dentro y por fuera. No pasaba nadie por la calle, no circulaba ningún coche, y en ninguna de aquellas casas parecía existir la menor señal de vida. Encendí mi segundo Winston, y me quedé absorto en la contemplación de aquellas esquinas sin asfaltar, en la abstracta desolación del suburbio, en las farolas espaciadas que tal vez no alumbrasen, en todas aquellas casitas agobiadas por las maquinarias del astillero, todas aquellas casitas que parecían igual de abandonadas y letárgicas. El anochecer estaba cerrado de grisalla, y parecía anunciar una noche que duraría eternamente.
Pero yo no podía quedarme ahí eternamente. Mi voluntad me empujaba a retroceder, pero otro impulso, absurdo, terminó prevaleciendo. Antes de que cayese definitivamente la noche, empujé la puerta secreta que Osvaldo conocía y accedí por el sótano al interior de la casa. Si hubiese esperado a la noche no hubiese entrado. Estoy seguro.
Pero ahora estaba dentro de la casa. Finalmente estaba dentro de la casa. Me costaba creerlo, pero la puerta chirrió quejumbrosamente a mi espalda, y me cerró definitivamente toda posibilidad de retroceso, escape, huída. Me lo repetí a mí mismo en voz alta: ahora estás dentro de la casa, y no tienes marcha atrás. Lo que haya de ocurrir ocurrirá, o tal vez volverá a ocurrir lo ya ocurrido, pero no tienes marcha atrás. Continúa.
A través de la oscuridad me abrí paso hasta un espacio abierto que supuse el sótano. En realidad, era un laberinto de extraños pasillos, con pequeñas paredes de una argamasa rojiza y fosforescente que me recordaba el color de otros crepúsculos, y que parecían adquirir una cualidad casi reflectante, porque me permitían ver con toda claridad los objetos que me rodeaban, y alumbraba mi camino. Esos objetos eran anacrónicos y absurdos. Más que en el sótano de una casa me hallaba en el submundo de la ciudad, en su espacio de expiación, en su limbo.
En el silencio, podía escuchar el taconeo de mis propios zapatos. No era el momento de caminar ni de hacer ruidos. Busqué un rincón, y me acurruqué en un ángulo de aquellas paredes color crepúsculo para esperar la medianoche. La espera fue lo peor: da tiempo a pensar muchas cosas durante dos horas de acecho y sordidez. Pensé que había transpuesto una puerta irrevocable, y que me había apartado definitivamente de la comunidad; había ingresado en el hades subterráneo, en las alcantarillas de la ciudad. El único consuelo era aceptar que tal vez había encontrado, al fin, mi auténtico lugar. Escuché ruidillos a mi alrededor, y no tardé en comprender quiénes eran mis acompañantes: las ratas se acercaban hasta mí, me husmeaban con sus hocicos curiosos, y después continuaban su pulular incesante y lúgubre, un ruidillo de patitas inquietas que me ponía nervioso. Me había convertido en una rata más, solo que más grande y peligrosa: era el enemigo de la casa, y solo estaba allí para hacer daño. Miré el reloj, y comprendí que afuera ya debía haber caído la noche. Vencido por el miedo, me quedé escuchando los latidos de mi propio corazón. Y de pronto oí una voz a mi espalda, una voz que susurraba algo ininteligible. Creí entender que se trataba de un insulto, y cuando me volví, me encontré con la mirada difusa y abstraída de Osvaldo, concentrado en mí, como si verme ahí no encerrase para él más misterio que la solución de una ecuación:
—Vaya, al fin lo has encontrado —dijo.
Le miré sin poder evitar la debilidad de sentir que debía disculparme de algo:
—Y ahora, ¿qué debo hacer Osvaldo?
—Supongo que debes empezar por el principio. Es decir, salir de aquí.
Era tan evidente, que la vergüenza por mi incapacidad para descubrirlo por mí mismo era mayor que la esperanza. Sin duda Osvaldo sabía también cómo salir de allí. Impotente, me resigné a preguntar:
—¿Dónde estoy?
Osvaldo se acercó hasta ponerse a mi altura y sitiarme con una mirada de intolerable compasión. Colocó una mano paternal en mi hombro:
—En el infierno, amigo mío. Estás en el infierno.
Después me dio la espalda y se alejó hasta una zona oscura. Advertí que al final del corredor se entreabría una puerta. Vi la cabeza de Osvaldo encajada en el hueco de la puerta, sólo un momento.
—Ya es medianoche —dijo, como una invitación definitiva.
Caminé hacia la puerta, donde Osvaldo esperaba para escoltar mi salida. Antes de trasponerla, me detuvo colocando firmemente una mano en mi hombro, y dijo:
—Recuerda, el dinero está en la habitación al final del pasillo. No es difícil encontrarla. Primero sube las escaleras. Saldrás al vestíbulo. Allí arranca el pasillo. Todo estará a oscuras, de manera que debes tantear para encontrar el camino. Se sigiloso. Cuando palpes la tercera puerta, empújala. Estarás en la habitación. Probablemente estarán dormidos. Bordea la pared de la izquierda. Cuando encuentres el ángulo gira a la derecha. A dos pasos encontrarás el armario. En la parte derecha hay tres departamentos. En el departamento del medio hay un cajón. Lo demás es cosa tuya.
Ya conocía todo eso, pero ahora, las instrucciones de Osvaldo tenían el valor de una contraseña. Le miré pensando que tal vez no volviese a verle nunca más. Sí, debería verle una vez más: una larga y desconocida casa a oscuras se extendía ante mí, y alejarme era como partir hacia una peligrosa misión bélica; si volvía con vida, tendría que rendir cuentas y pedir explicaciones, como un soldado a un superior.
—Adiós, Osvaldo.
La puerta del sótano me devolvió una despedida suave y chirriante, el primer ruido peligroso que a oídos acechantes podía delatarme. Todo ruido era mi enemigo, y todos los ruidos eran yo: los pasos que avanzaban peldaño a peldaño, la respiración que se acercaba y que un nerviosismo incontenible convertía en jadeo, la mano que se aferraba firmemente a la barandilla, para buscar en mis brazos un impulso que mi cuerpo me negaba, un impulso amortiguado que no hallase eco en la madera socavada de los escalones, y el suave tamborileo de los tacones que largas pausas de duda y desaliento intentaban acallar o disimular.
Había sido fácil imaginarlo, sencillo planearlo, pero desde dentro, tenía la impresión de haberme distanciado hacia un mundo confuso e irreal en el que apenas podía reconocer lo que estaba haciendo, o reconocerme a mí mismo. Me había acostumbrado a sentirme un fantasma, y recobrar de esa forma la evidencia de que existía me irritaba y me desconcertaba. Cuando alcancé el final de la escalera, el pensamiento de que apenas tenía nada que perder alumbró una especie de paz en medio de mi indecisión, y marcó una senda por la que podría continuar. Me apoyé en él para forzar suavemente el pasador y acceder al vestíbulo. Di un paso hacia delante temiendo que alguien me esperase ya al otro lado de la puerta. Impulsé el resto de mi cuerpo y me encontré en el vestíbulo. Comprendí que ahora sí estaba de verdad dentro de la casa.
Fue entonces cuando vi la luz, la luz que traicionaba las suposiciones de Osvaldo y que yo tampoco esperaba; la luz para un estremecimiento y una sensación de ahogo, de horror. El pasillo no estaba completamente a oscuras, porque un vago resplandor procedente de la puerta principal de la casa lo espectralizaba en islas de una luz amarillenta, moribunda, cadavérica, que penetraba en haces la oscuridad y se disolvía a trechos para aparecer de nuevo por zonas y esquinas arbitrarias: ante la puerta de lo que debía ser el baño, en el ángulo de las paredes del fondo, ante la entrada a una habitación. La puerta principal de la casa era alta y regular, de aspecto severo como el de una vieja gobernanta. A media altura, se alargaba una incrustación de cristal esmerilado donde aún sobrevivían repegones del color azul y lila que debió formar el mosaico primitivo. Me apresuré a conjeturar que el origen de esa fuente luminosa debía ser la luz de un farol en la esquina próxima camuflándose a través del cristal. Intenté persuadirme de ello para no pensar en lo que realmente estaba percibiendo. El reflejo de un farol es luz, pero lo que envolvía a la puerta, con una vida extraña, como si los corpúsculos lumínicos ascendieran y descendieran en torbellino, parecía más bien una llama muerta que presagiara la cercanía o el recuerdo de un incendio. Yo lo sabía, lo intuía, y sin embargo, era una llama fría de la que no saldría humo, que no dejaría cenizas, que permitía cualquier especulación subrepticia capaz de engañar al miedo. Era la luz de un farol; la luz de ese farol se reflejaría en el cristal de la puerta, y penetraría hacia el interior. Eso me forcé a pensar; esa conjetura me apresuré a convertir en convicción. No lo creía, pero me esforcé en creerlo, terminé por aceptarlo, aunque no había visto farolas en la calle, ni focos o bombillas a la entrada. Fuera como fuese, me sentí como si, en el momento de perpetrar un acto turbio en la oscuridad, alguien hubiera proyectado sobre mí una luz inexplicable que me acabara de dejar expuesto al examen de ojos severos y escrutadores; esos ojos parecían estar allí, mirándome, desde las paredes, desde algún observatorio secreto en el techo. Pensé que al volver debería atravesar esa puerta, y por un momento comprendí, en un vértigo de horror, que esa puerta no se abriría, que no cedería ni a mis manos ni a mi voluntad, que estaba encerrado, encerrado para siempre en la casa, y que alguien me veía y jugaba conmigo y con mi esperanza, pero reservándome un castigo atroz. Sin esperanza, pensé que ya tendría tiempo para descubrirlo más tarde; sin esperanza, encaré de nuevo aquel espacio gélido que se extendía ante mí, el pasillo con sus cuartos. Era un espacio de luces y sombras oscilantes que parecía bambolearse: el resplandor de la puerta variaba de contorno y su reflejo se deformaba al penetrar por el pasillo, o al ascender pegajosamente por las húmedas y mugrientas paredes, dibujando formas y figuras esquizoides. Intenté situarme antes de seguir adelante: por detrás, aquella luz como un dedo acusador; por delante, un túnel de los horrores, y dentro de mí, el crepitar hondo del miedo más profundo, pero también, una ciega aceptación de la fatalidad, indiferente ya a cualquier envite de la angustia. Horrores infantiles se agolpaban en mi cerebro, acompañando, insistentes, los cautelosos pasos que inicié hacia la habitación del fondo. Imaginaba que una mano helada se posaría de un momento a otro en mi hombro, que una puerta se abriría y dejaría paso a una figura ominosa, imaginaba risas soterrándose en las paredes, y ahora que intentaba orientarme tanteando una pared en una casa ajena y condenada, esos terrores, que creía superados, se insinuaban como la única posibilidad cercana y convincente, invencibles a cualquier razonamiento que pudiera volver a situarlos en la infancia. El esquizofrénico juego de luz y de sombra en la pared desfiguraba el trayecto, perdía la visión de lo que tenía delante, y me trastornaba hasta el punto de hacerme difícil mantener el equilibrio; sentía que erraba por el interior de un cerebro demente, y que la casa era la concreción misma de su espacio y de su tiempo condenados, pero al menos los cuartos cerrados iban quedando atrás. Había palpado ya la madera de una de las puertas, ahora palpaba ya la puerta del segundo cuarto, y al fin, unos metros después, mi mano se posó sobre el pomo de la puerta en la habitación del fondo. Lo agarré como quien se aferra a una convicción razonable, y sostuve en él todo el peso de mi cuerpo. Recuperé fuerzas, lo peor aún estaba por venir: del otro lado, una oscuridad aún más inelectable; del otro lado, la presencia inaplazable de otros seres. La evidencia de mis cinco dedos aferrados a la pequeña esfera de bronce hacía incuestionable que había alcanzado un punto sin retorno. Fatalmente hice girar la esfera, fatalmente empujé la puerta, lo suficiente apenas para que no chirriasen los goznes, me contraje todo lo posible, y a través de la escasa abertura me deslicé al interior del cuarto. Conjuré una vez más el pensamiento de que ya no tenía nada que perder, y me recosté un momento contra la pared, espiando la respiración entrecortada e inquieta de los dos durmientes. No, no parecía haberlos sacado de su sueño. Respiraban la oscuridad del sueño. Respiraban invisibles en la oscuridad, pero podía percibir el calor acre de su aliento y de sus cuerpos, y ese calor me aterró. De pronto creí entender que una presencia es algo más que ruidos, tal vez una sutil alteración de temperatura o de extraña química que se percibe de forma no consciente. El ruido puede pasar desapercibido con una cautela suma, evitando el frote de la tela o amortiguando el peso de un pie que se levanta o que se posa, pero ¿cómo evitar ese instinto del que no somos ni siquiera conscientes? Soy demasiado consciente de mi presencia como para no transmitirla a otra consciencia, por velada o dormida que se halle. Siento el temor de penetrar en sus sueños y que me descubran en el centro mismo de una pesadilla. Los siento acechantes y conscientes a mi espalda, sabiendo que estoy ahí, y sin embargo mudos, dejándome obrar, como si hubiera algo peor que descubrirme. ¿Cómo no van a oírme mientras recorro el contorno del cuarto?; ¿cómo no van a oír los latidos delatores de mi corazón, el flujo de mi sangre, el estremecimiento de mi piel? Cuando alcanzo la intersección de las dos paredes, uno de los durmientes se agita en el lecho. Emite un suspiro, después, un quejido. Inmóvil, espero como si ya no fuera a moverme nunca más, hasta fundirme con esa respiración que al cabo de un momento interminable se aletarga en un estertor que delata su recaída en el sueño. Sudo. Todo mi cuerpo es una sombra húmeda, todo lo que siento ahora es humedad… Otro paso… El armario. La llave está en la cerradura, y uno de los durmientes gime cuando la llave gira y una hoja de madera cae contra mi hombro. Mi mano se introduce en la más honda oscuridad y tantea entre objetos. Los gemidos se vuelven más intensos a mi espalda; los gemidos crecen. Ahora ya no importa el sigilo: hay objetos que caen, que hacen ruido al volcarse sobre las baldas de madera, y uno de los durmientes gime casi a gritos. La encontraré, palpo, palpo entre objetos que se revuelven y se entrechocan, los durmientes gimen y se agitan, están ahí, despiertos, a mi espalda, gimiendo, agitados, aterrados, y yo toco al fin la superficie de cuero, la tanteo y es la bolsa, es la bolsa de cuero y el dinero, mi mapa del tesoro, y toda la casa se estremece bajo el horror de sus gemidos interminables, angustiosos, aterrados. ¿Por qué no dan la luz cuando me precipito hacia la puerta, por qué no intentan apresarme? Atravieso corriendo el pasillo, perseguido por sus gemidos y sus llantos, por las sombras sobre las paredes que me hacen sentir la inutilidad de mi huída, como si fueran proyectados por los focos de un campo de concentración. Alcanzo la puerta y aferró desesperadamente el pasador. Sólo esa puerta me separa de la calle. Escucho el viento que gime al otro lado y deseo que azote mi cara. La ciudad, la vida al otro lado, algo que existió una vez y que perderé para siempre. Lo sé mientras empujo el pomo de la puerta y siento su resistencia ineluctable, mientras golpeo y empujo, y sé que no abriré nunca, que no cederá nunca. Estoy preso de los gemidos que llegan desde la habitación del fondo, espantosos, y de las risas que soterran las paredes. El calor empieza a quemar mi mano y no puedo apartarla del pomo de la puerta.
Siento que mi mano empieza a arder, que los gemidos están arrastrándome suavemente hacia la imagen de un mar donde intuyo la locura, y antes de caer, reúno mis últimas energías y empujo el pasador con todas las fuerzas de mi cuerpo que desfallece y se desploma, que siente al fin, desde el suelo, vencido, el viento de la noche vivificando sus miembros, irrumpiendo en la casa y suplantándose a ese otro gemido que ha cesado repentinamente. Sólo gime el viento en la noche, esparciendo el rumor y el olor del mar cercano, vivificando los miembros de mi cuerpo, que al fin se incorpora y huye por una calle a oscuras en la que no hay faroles. Sólo gime el viento en la noche, sugiriendo las calles solitarias que favorecen la huída, empujándome hacia callejones que conducen a mi casa. Subo a empellones la escalera. Cierro la puerta suavemente recostándome sobre ella, me siento a salvo y estrujo el cuero que llevo en la otra mano para cerciorarme de que la bolsa sigue ahí, y de que todo ha terminado.
Encendí todas las luces de la casa una por una a medida que avanzaba hacia la cocina, como si fuera conquistando un territorio a las tinieblas, y cada pieza iluminada me devolviese el sabor de una victoria: el recibidor, el pasillo, el salón, el baño, el otro baño, mi habitación, su habitación, la cocina. Desde el umbral de la cocina divisé toda la casa bajo la luz nítida y concreta de plafones y fosforescentes: era un territorio seguro, a mi medida. Mi madre había dejado la cena en la despensa; abrí el frigorífico y agarré un bote de cerveza. Hacía calor, tiré con fuerza del anillo y un chorro de espuma me salpicó la camisa hasta refrescarme el pecho. Me desabotoné y dejé que la camisa flotase fuera de los pantalones. Después me senté con la cerveza frente a la mesa de la cocina, donde había dejado la bolsa de cuero. Contenía mucho dinero, pero su presencia estaba contaminada de irrealidad, y no podía mirarla sin sentirme amenazado. La llevé a mi habitación; la escondí en el armario, y preferí no pensar más en ello. Quedaba tiempo para determinar qué haría con la bolsa; de momento prefería no pensar. Tenía hambre, pero no pude comer demasiado. Tenía sueño, pero no podría dormir. Examiné el frigorífico, encontré otra cerveza, y con ella en la mano abrí la ventana y me asomé a la calle y a la madrugada, buscando su quietud como un alivio.
Siempre he odiado esa calle. Había visto en ella, la primera vez, mientras caminaba junto a mi padre sobre el cieno de un invierno húmedo y gris, lo que seguía viendo ahora, la mezquindad sórdida y sin alternativas del suburbio que conduce al cementerio. Mi primer deseo fue huir: tal vez porque cuando allí nos instalamos, yo tenía la edad en que uno empieza a odiarse a sí mismo. No había dejado de hacerlo, ni había dejado de considerar a sus habitantes y transeúntes como extraños. La prefería así, vacía, solitaria, fantasmal. Los demás duermen y ceden el espacio para que, de madrugada y entre sombras, uno pueda robar, a las sombras, una furtiva sensación de estar vivo, o de intuir lo que significa estar vivo. De madrugada, la calle es un teatro de sombras que juegan a devolver la presencia de lo que sólo son ausencias. El canto de un grillo llegaba apagado hasta mi ventana; el viento acercaba un aroma rural desde las granjas de las colinas. En otra granja, rescatada del olvido, resonaba su eco. Había heredado ese recuerdo que ahora me anclaba en mi ser, y la madrugada era el profundo lecho marino en que reposaba mi ancla. Todo lo que los días niegan, la madrugada me lo otorgaba. Los días son tiempo que fluye y que se escapa; la madrugada, como el sabor de un melocotón, era esa noche tiempo que refluye y se detiene. Suscitaba claves para revivir otra vida, para volver a ser lo que había sido, para huir de lo que era. Era tiempo, tiempo que había transcurrido en esa calle, tiempo inútil y desarmado, tiempo marcado y limitado. Y estaba hambriento de otro tiempo: del tiempo de los demás. Por eso, más que por el dinero, había robado en aquella casa. Encendí un último cigarrillo, y el humo invadió mi garganta: no, no era tiempo ajeno, era tiempo ajeno al tiempo lo que había robado, lo que ahora me desdoblaba y me hacía oscilar entre lo posible y lo imposible, entre lo vivido y no vivido, entre lo real y lo irreal. No sentía remordimientos: la calle y toda mi vida justificaban el acto. Podría defenderme con argumentos contundentes cuando me buscaran y me encontrasen. Sólo yo podría entenderlos, pero con eso me bastaba. Mañana se iniciaría la investigación, empezaría el acoso, ¿y qué? Las hierbas en el jardín de mi vecina, donde estaba concentrada mi atención, se agitaron bajo una suave brisa y desconcertaron a un gato que jugaba con los fantasmas bajo la luz demente de las farolas. Era un viento frío, pero aún me quedé un momento más, apurando la transición entre domingo y lunes, declinando con ella, alejándome cada vez más de vida y sintiendo cada vez más cerca el cielo y las estrellas. Sólo cerré la ventana cuando sentí que el tiempo se quebraba, que continuaba por otro sendero y me reclamaba un descanso. Tomé un vaso de leche fría, me retiré a mi cuarto.
Los días posteriores pueden resumirse en la imagen de mi enclaustramiento a domicilio, intentando memorizar apuntes y consumiendo (consumiéndome yo mismo día a día) los cigarrillos de mi padre. Esa imagen se interrumpe en ocasiones y da paso a otra en la que madrugo, y voy a la universidad para sufrir otro examen. Todos los días se me interroga en casa, y yo debo buscar las respuestas necesarias para eludir incomodidades. Así durante un tiempo indefinido. Rápidos y vacíos de deshojaban los días: mañanas enteras en el sofá, tardes en la biblioteca, noches en la habitación. Le dieron vacaciones a mi padre, y mi vida se complicó aún más, nuestras incomprensiones mutuas se hicieron más patentes, intolerables. Tenían un interés antropofágico en mis estudios, el único tema de nuestros exasperantes coloquios.
De Teresa no supe más, ni quise saber. Un día fui a hacer deporte en las afueras, y en el autobús de vuelta entreví cómo se subía y se instalaba en un asiento recién liberado. Por suerte pude esconderme y pasar inadvertido. Por si aún quedaban dudas, su aspecto delataba claramente que no me echaba de menos. Llevaba su cazadora de piel y su sonrisa satisfecha. Era feliz. Cuando llegó la víspera del último examen, ya no había nada dentro de mí, ni estímulo afectivo alguno, ni la más mínima capacidad intelectual. Hasta las cinco de la mañana insistí sobre cuartillas desgastadas e ilegibles, intentando retener un temario entero de fonética y fonología. Debía levantarme a las seis, y decidí concederme una hora de descanso, sin acostarme. Me tumbé vestido en la cama y pasé una hora de tristeza sin fisuras, fumando los últimos cigarrillos de mi padre. Mi cabeza estaba llena de amargura y de resabio. Hacia las seis me incorporé, tiritando. Gotas de rocío resbalaban por las paredes mugrientas de un gris amanecer. Las casas tenían un aspecto turbio y desolador. Yo había tomado la decisión de marcharme al día siguiente, fuera como fuese.
—No te has acostado(«Pero seguro que tú has dormido muy bien», pensé, sin moverme de la ventana).
Volví la cabeza y nos miramos, sin entendernos.
—No.
Pensé en nuestras relaciones, y el hilo de la tragedia se desenredó al mirarla con toda nitidez. Ni siquiera para ella podía pasar totalmente inadvertida, aunque intentase disimularlo, u ocultarlo con vanas palabras. No tardó en volver a mi habitación con una taza de café caliente:
—Cafe caliente para olvidar, dije yo.
—Y para sanar: eres un auténtico doctor Fleming.
Sorbí el café, consciente de que llegaba tarde: ya estaba resfriado. Y mi ropa, arrugada. Mi madre encontró motivos de sobra para coronarme con mis usuales adjetivos de andar por casa: mi egoísmo, mi desagradecimiento, mi hurañez, mi misantropía, mi estar siempre equivocado…
—Ya sé —la interrumpí un momento, sin que me prestase atención— que todo cuanto quisiste hacer de mí se quedó a medio terminar, pero dejó detrás mi timidez, mi inseguridad, mi inadaptación.
Existía para ella en función de los exámenes y de su resultado, no podría sospechar nunca que existiese algo por detrás, y desistí de intentar más argumentos agresivos; quizá en el fondo lo que sentía era pesar por la decepción que iba a causarles mi fracaso inevitable. En cualquier caso me despidió en la puerta, fríamente.
Volví tarde, ronco y con fiebre. Pero todo eso ya había terminado.
Ahora podía distanciarme. Tenía dinero para alejarme y para entregarme, sin obstáculos ni cortapisas temporales, sin causar dolor en nadie, a solas, a las evidencias más dolorosas: la evidencia de haber fracasado en todo; la evidencia de mi incapacidad para vivir; la evidencia de ser sólo ira fría y de no tener a nada ni a nadie en quien reflejarme; de ser sólo una moto de polvo en las calles, de quemar infinitos cigarrillos sabiendo que la amargura no admitiría revés; de estar al margen en un vacío sin fondo, de estar a la deriva en medio de una angustia insensata, de haber renunciado a todo compromiso, a toda felicidad, a toda solución.
Con la sensación de haber sido traicionado, con un lástima indirecta y un contenido deseo de llorar por mí, me dejé solo en el compartimento de un tren nocturno, agazapado en la soledad pero libre, sin una facultad que arrojarme a la cara, sin ningún cariño falso que pudiese exigir falsas retribuciones, sin nada salvo la conciencia de que no iba a ningún lado, de que hasta la misma idea de partir era ilusoria. Anochecía lentamente, y el tren arrancó bajo la llovizna. Las familias se reunirían frente al televisor, a esas horas, las conversaciones se harían confesiones, a esas horas, los besos se ampararían en la mentira, a esas horas. Recosté mi cabeza contra el cristal, y me adormecí.
Durante días, durante meses, caminé bajé el sol abrasador de un verano inmisericorde, siguiendo las carreteras. A veces la fatiga me empujaba a buscar descanso en algún pueblo. Durante unas horas me detenía para beber en las cantinas y sentarme en los parques. Pero no tardaban en descubrirme, y el odio hostil de la humanidad me condenaba a volver al camino. Tampoco los vehículos me respetaban. Jugaban con mi vida, como si no valiera nada. Perdí la conciencia de los límites, de las distancias, de mí mismo.
Una noche, mientras esperaba un cambio de trenes en un lugar lejano, recuperé el recuerdo de mí mismo, como un aullido en algún punto remoto de mi ser. Alcé la vista y vi que me hallaba solo en el andén. Dos faroles alumbraban pálidamente el sueño nocturno de la pequeña estación. La noche era infinitamente estrellada. En la soledad y en el frío intuí la cercanía del otoño. Con el otoño, volví a la ciudad. Los trenes me alejaron de las colinas, de los niños, de los pueblos de otros mundos, de los mundos que estaban más allá de mi mundo, y en un día de otoño, un día opresivamente gris del otoño, me vi atrapado otra vez entre las paredes mugrientas y los muros opresivos de mi ciudad.
No creí que fuera difícil volver a encontrar a Osvaldo. Al principio, pensé que Osvaldo y yo teníamos mucho de qué hablar, y que mi encuentro con él requería un lugar apropiado. Sin embargo, terminé por fiarlo todo al azar. Presentía que en cualquier momento del otoño aparecería ante mí. Presentía el lugar, presentía las circunstancias. La espera fue larga, plagada de libros, cines, paseos, cigarrillos.
No me equivocaba. Ocurrió al final de una tarde breve y gris que expiró en una desazón crepuscular de nubes rojas por las que se filtraba un aliento último de sol. Anónimos e invisibles entre los paseantes de los muelles, entrechocamos hombro con hombro junto al edificio de la lonja. Nos reconocimos al pedirnos perdón. Las gaviotas sobrevolaron con sus chillidos por encima de nuestro saludo. Los pescadores arrastraban cajas de pescado fresco que debimos esquivar. Osvaldo volvía del espigón, y yo le acompañé a través del muelle. No deseaba hablar con él, sólo quería pedir explicaciones y no volver a verle nunca más. Esta vez no hubo rodeos y él tampoco los esperaba:
—¿No me has delatado, verdad?
Sonrió con la condescendencia magnánima que a veces merece la estupidez ajena; no era esa la historia, y yo lo sabía. Ignoró mi pregunta y comenzó a hablar de la casa. Yo me detuve y le escuché en una inmovilidad instintiva, mirándole fijamente. Sentía la consciencia del lugar: a mi espalda, el muelle y los barcos que zarpaban para la faena nocturna; tras Osvaldo, las viejas casas del barrio de los pescadores, y el crepúsculo azafranado que doraba las piedras con un color rojizo en que parecía subsistir el recuerdo de otro lugar.
—La casa —dijo Osvaldo con su falsa ingenuidad, mirándome burlonamente—, la casa de la que tanto hablas, por la que tanto te interesas, no tiene ni ha tenido dueños desde hace muchos años. Es una casa vacía y desolada. Esa es la historia, ¿satisfecho?
—No —murmuré desgarrado—. Hay algo más… Dímelo.
—Se sabe muy poco. Realmente quedaron pocas huellas. Se sabe que vivía en ella una familia humilde: dos padres con su hijo, que estudiaba en la universidad. Se sabe que el padre trabajaba en el astillero; se sabe incluso que estaba de vacaciones cuando ocurrió, y también que el hijo era mal estudiante y que fracasó en sus exámenes. Apenas tenía amigos y fue difícil reconstruir lo que hizo en los últimos días de su vida, pero alguien recordó haberlo visto por la última sesión del cine-club, la tarde antes. Al domingo siguiente las llamas devoraron la casa. No se sabe cómo empezó el incendio ni qué pudo provocarlo. Encontraron dos cuerpos carbonizados. Y una mano desollada sobre el picapuerta de la puerta de salida, que no consiguió abrir. Eso es casi todo cuanto se sabe… —dijo Osvaldo—. Pero hay algo que no sé, y que siempre he deseado preguntarte.
Aprovechó mi silencio para hacerlo:
—¿Para qué fuiste a la casa aquel domingo, a aquellas horas?
Lo mismo me preguntaba yo, lo mismo me preguntaré siempre mientras envuelto en llamas lucho por forzar el picaporte de esa puerta que no se abrirá nunca, y tras la cual escucho al viento de la noche que trae olor a sal, olor a mar, olor a pueblo, que sopla en la madrugada y recorre las calles de la ciudad donde viví, y en la esperanza de una vida que no viví.

Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.
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