Texto de Tomás Sánchez Santiago · Fotografías de Encarna Mozas
Su cielo agachadizo, su luz descascarada al atardecer, la punta ingobernable de los árboles ahora atizada por los aires revueltos, el primer vello indeciso de ciertos frutos rojos… He aquí la pequeña majestad de septiembre, que llega a roerlo todo sin permiso con su primera sublevación amarillenta. ¿Se puede? ¡Adelante!

Cuando de niño recibía clases de matemáticas, nadie sospechaba que lo que realmente me apasionaba era cómo se nombraban ciertos términos que, solo de pensarlos, me calentaban la boca por dentro: minuendo, sustraendo, cociente, sumandos, denominador, periódica pura… Yo casi nunca resolvía los problemas porque, en realidad, en lo que me sumergía no era en el intríngulis de la operación aritmética sino en el sabor de su terminología, de enigmática resonancia poética. Aunque yo entonces qué iba a saber de todo eso…
Al parecer, las plantas pueden olerse unas a otras. Y esa es su manera de comunicarse. Cuando nosotros percibimos los aromas, estamos en realidad escuchando sus conversaciones sin entenderlas. Lo dice Pia Pera en Aún no se lo he dicho a mi jardín, ese libro que es, entre otras cosas, un antídoto contra la desesperación.
Me insisten por teléfono en que me podrían enviar a casa «totalmente gratis» —el adverbio, redundante, hace ya sospechoso el alcance de la propia palabra— un producto que me ofrecen. «¿Pero cómo va usted a negarse a recibir algo que es gratis?», me pregunta incrédula la joven voz femenina, entre la recriminación y la lástima. «Cuando a uno le ofrecen algo gratis, es que el producto es él», respondo sin más. Se hace un silencio tirante. Supongo a la mujer, allá donde esté, un poco desarbolada. Entonces lo ablando todo: «Pero usted hace muy bien su papel», le digo. Y nos damos las buenas tardes y colgamos.

Valderromán, un pueblo soriano ya deshabitado. Y allí esa carrasca, corpulenta y vieja como un animal lleno de paciencia prehistórica. Sé quién estuvo una vez ahí, amparada por su follaje desmañado. Antes la vi escuchar poemas en un aula con el sobrecogimiento de quien sabe sopesar lo invisible. Tenía luz en la mirada y era valiente para empuñar cualquier timón de la vida. Lo hizo cuando debió. Así era, así quedará siempre ella en nuestro corazón. Pequeña Sonia García Onrubia.
El muchacho avanza por la calle cargado con el violonchelo enfundado a su espalda. Compone una extraña figura, un animal jorobado e híbrido que va anunciando con su caparazón exagerado algo esperanzador que él lleva ahí, oculto. Todos desatendemos por un momento lo demás y lo miramos pasar ante nosotros. Dan ganas de seguirlo, allá donde vaya, más allá de las leyes de la ciudad, más allá de los edictos funestos de esta época de horas desolladas por la desolación. Este muchacho se haría con una esquina, despelaría el violón como una inmensa fruta fría, haría sonar algo parecido a un himno de desobediencia que convocase a quienes ya no quieren pisar su propia sombra. Entonces se detendrían los motores de los vehículos, se encasquillarían las conversaciones de los mercados, se apagaría el brillo de las joyas en los escotes jóvenes. Solo se oiría en la ciudad esa melodía irredenta. Yo lo necesito imaginar así.
Ay, el apagón. A ver cómo me guío ahora en esta habitación a oscuras, entre los pliegues del corazón.
Relincha mucho la puerta del salón cuando se abre. Es lo primero que ahora oigo cada mañana. Un saludo chirriante, como si con la punta de los oídos probara un limón. Es como si avisara de que el verano, ya tan desgastado, se va y un nuevo tiempo llega con los pequeños picotazos del frío, que empiezan a quedarse entre nuestras ropas. Tal vez eso es lo que anuncie la agria trompetería de la puerta con su rechinar, que se va imponiendo a todo lo demás.
Mientras cruza ante la comisaría, una madre trata de calmar a su hijo, que va llorando desconsolado en su coche de paseo. «Calla, hijo, calla, que si no vendrá a buscarte la policía de los bebés y te llevan…». También las madres enseñan a los hijos a tener miedo; pero ahí están ellas para conjurarlo después. Se inventan los peligros para disolverlos enseguida. Te pasarán cosas así o peores, parecen advertirles, pero mientras esté yo contigo no podrá ocurrirte nada malo.
Como un bañista cobarde, me he quedado en todas las orillas de mi vida.

Hoy mi padre habría cumplido 106 años. Es curiosa la sensación: cuando se da por cierto que era imposible que aún viviera la persona que recordamos, sentimos otra cosa en el corazón. Él tenía 76 años cuando falleció. Durante un tiempo suponíamos que lo natural era que todavía estuviese entre nosotros, y eso lo hacía todo más doloroso. ¿Por qué todo persiste a nuestro alrededor y él no está?, nos preguntábamos. Ahora es distinto. Sabemos que de manera natural ya habría terminado su vida, de cualquier modo que fuese. Su tiempo vivo no le daba para más. Entonces nos consolamos porque sabemos que lo que fue prematuro ya no puede hacer daño en el espejismo de los aniversarios.
El último sol, el malherido ya: una limosna aún caliente que se desliza a duras penas hasta los bolsillos recién abiertos del otoño. Aún puede dar un poco de calor a la lagartija amada, a los adolescentes de orillas indecisas, a los gatos en la monarquía de las tapias, a las madres fértiles, a ciertas esquinas que yo conozco de la ciudad. El sol, una yema ya rota que se despide entre otros penúltimos aliados del verano.
Despavorida, la población de La Palma abandona casas, enseres y ganados ante la erupción furiosa del volcán. Es horrible ver cómo avanza esa lengua ígnea de lava que acaba llevándose todo por delante en una lenta ceremonia de destrucción. Pero a la ministra de Turismo, seguramente para defender su negociado, se le ocurre animar a los extranjeros atrapados en la isla para que aprovechen y disfruten de la belleza de lo terrible (al fin y al cabo, ellos no tienen nada que perder allí). Y es que en el mundo de lo civilizado y lo seguro se sigue tratando de convertir el drama en espectáculo para no reconocer que los desmanes de la Tierra, que parecían castigar solo a países que se lo merecían, ya nos afectan irremediablemente a nosotros.
¿Y dónde, dónde el tiempo ese en que las palabras se metían ellas solas en la boca? Tú la abrías y ya estaban ellas allí, como frutas recién peladas, soltando el regalo verbal de sus jugos. Ibas a buscarlas sin candiles y siempre, siempre las encontrabas vivas. Era así, sí, era así.

«Se alquila piso a trabajador con nómina». Eso dice exactamente el reclamo que leo al paso en un escaparate. Siempre he pensado que este es un país de rentistas y de apostantes de juegos de azar. Escapar como sea del esfuerzo laboral: de eso se trata. Pero exigir como inquilino a un trabajador fijo y con nómina para asegurarse la renta mensual es ya algo obsceno cuando hay tres millones y medio de trabajadores parados y muchos, muchísimos más en condiciones de precariedad laboral, contratados de manera improcedente. En cuanto podemos, cualquiera de nosotros se convierte en el indecente empresario que tanto despreciamos.

Han pasado muchos años. Aquella mujer vivía sola en una casa de planta baja, en la parte más vieja de la ciudad. Se decía entre el vecindario que su hombre era marino y estaba siempre embarcado porque casi nunca aparecía. Y que ella recibía. También se decía eso. A la casa entraba de vez en cuando algún hombre oscuro de ademanes furtivos. Estaba un rato allí y luego se iba. Ella se asomaba a la puerta también a veces. Siempre sola, siempre silenciosa, con la bata guateada y en zapatillas, como sin atreverse a pisar el territorio desconocido de la calle (tal vez imitando a su marido, encerrado en el barco). Era hermosa aquella mujer morena llena de misterios. ¿Qué habría de cierto en todo lo que de ella se decía? Hoy, tantos años después, al pasar ante la casa he visto que las dos ventanas estaban cuajadas de tiestos con flores bien atendidas. Geranios que sobresalían impetuosos por entre las rejas. Quise pensar que ella aún estaba allí dentro, que ya ni podía salir a la puerta y nos dejaba esas flores para que todos supiésemos que allí, en aquella casa macilenta, hubo vida y hubo amor mientras los demás morían de acidez en aquellos años de desecación general.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
0 comments on “Los cuadernos pálidos (28)”