Creación

Hipnos

«Hipnoia. Quien no la ha oído nombrar no sabe que allí se dijeron cosas que luego nos hemos cansado de escuchar, hasta que fueron borradas por los gritos de los vendedores de sueños, por los coleccionistas de objetos y por los filósofos que cambiaron de sitio todas las cosas». Un relato de Josemanuel Ferrández Verdú.

/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /

Hipnoia. Quien no la ha oído nombrar no sabe que allí se dijeron cosas que luego nos hemos cansado de escuchar, hasta que fueron borradas por los gritos de los vendedores de sueños, por los coleccionistas de objetos y por los filósofos que cambiaron de sitio todas las cosas. Y no lejos de allí vivieron algunos a base de alquilar sus dudosas teorías sobre nuestra historia. Pero después de las lluvias estuve pensando en no hacer nada. Por nada del mundo me tomaría la molestia de hacer una tontería: «¿para qué?», me dije a mí mismo en varias ocasiones.

A media tarde llamaron a la puerta. Yo estaba tumbado en el sofá, como casi siempre, y al principio no oí el timbre, o me dije a mí mismo que no lo había oído. Pero ante la insistencia no pude no abrir. Había allí alguien que no reconocí al principio, pero, pasados unos segundos de dudas, recordé su cara. Habíamos trabajado juntos en el desierto. Durante cierto tiempo nos tuvimos una sincera antipatía debido a puntos de vista contrarios en lo relativo a ciertos detalles del trabajo que, a pesar de su poca importancia, habían dado lugar a rencores que a su vez derivaron en disgustos y malentendidos que estorbaban la buena marcha de las obras.

Los capataces nos pusieron en horarios diferentes. Al cabo de varios meses, finalizaron las obras, y cada cual tomó su propio camino. Sin embargo, ahora se presentaba de una manera imprevista. ¿Qué podría querer de mí? La época del desierto quedaba ya muy lejana, por lo que me resultaba de mal gusto su aparición en mi propia casa.

—Nada, nada en absoluto —contestó—. Solo he pasado por aquí, camino de Hipnoia, donde actualmente se construye la pirámide y voy a alistarme. Me han dicho que vivías cerca del Círculo y he venido porque hay algo que no quedó claro entonces.

—Comprendo —dije—. Yo lo he dejado todo. Ahora vivo aquí y miro el paisaje desde la ventana. A veces voy a la taberna donde me gusta escuchar historias que traen de más allá de la parroquia.

—¿La parroquia? —dijo.

 —Sí.

Se quedó pensativo, como si le hubiera recordado algo.

—¿Qué pasa? —dije.

—Espera un momento, creo que dejé algo pendiente, le dije al párroco que iba a ir. Tengo que irme, adiós.

Se marchó y ya no volví a verlo hasta hace poco. Pero dos años después recibí una carta suya. Decía así:


Después de la última vez que nos vimos, decidí volverme loco y comencé a llevar una vida de loco que terminará el 19 de abril de 1953. Tal y como te había anunciado me apunté en la pirámide. Enseguida me ascendieron a capataz y después a ayudante de equipo. Por las noches, desde mi dormitorio, veía las luces encendidas del pabellón principal, donde vivían los ingenieros jefes con sus familias. Yo estaba solo. Únicamente me sentía acompañado por el odio de mis subordinados. Aunque no poseía conocimientos técnicos, me sentía capacitado para entender gran parte de los problemas que acarreaba la erección de la pirámide. Con ocasión de una fiesta a la que asistimos los ayudantes emprendí una discusión con uno de los ingenieros auxiliares, el cual sostenía que la pirámide haría feliz a más de seiscientas mil almas. Yo, mediante argumentos astutos y falsos, fui refutando cada uno de sus teoremas, para lo cual no dudé en aprovecharme de cuantas argucias sofísticas había aprendido en mis muchos años de trato con filósofos, chulos, mendigos y retóricos de salón.

Pocos días después fui llevado a la presencia del ingeniero jefe, quién me animó a seguir estudiando la pirámide (del mismo modo que se animaba a los obreros para que desde el fondo de su esclavitud hicieran un esfuerzo por comprender el significado casi infinito de la pirámide), y me abrió los ojos.

—Eres astuto —me dijo—, pero no somos nosotros, sino ellos —y señaló a través de la ventana hacia un edificio casi en ruinas—, los que sostienen con su esfuerzo y sus pensamientos la construcción de esta obra.

—¿Ellos? —dije mirando por la ventana—. ¿Quiénes son ellos?

—Son los filósofos —dijo—, y viven en esa casa. Deberás hablar con ellos, puesto que ya has superado el periodo aritmético. Ahora quizá entiendas sus preocupaciones.

Salí de allí y miraba ansioso el edificio de los filósofos. Pero no era fácil hacerse oír por ellos. Entonces inicié una estrategia para ser trasladado a lo más alto de la pirámide. Desde allí podría vigilar su vida privada con un catalejo robado. Así pude comprobar que solían reunirse por la tarde en el patio donde jugaban al dominó mientras tomaban vino con cacahuetes. Al caer la tarde se dedicaban a hablar de cualquier cosa que los hiciera reír y por la mañana temprano iban a pasear al campo y descansaban a la sombra de los árboles. Ese era el momento idóneo para acercarme a ellos y hacerles las preguntas que tenía escritas en un papel grasiento y arrugado que guardaba debajo del colchón.

Había tres filósofos viejos y tres jóvenes. Entre los obreros se contaba la leyenda de que los tres viejos iban a morir el mismo día, y entonces los tres jóvenes se verían obligados a elegir a tres más que les sucedieran a ellos en la dirección de las obras.

El día de Pentecostés me levanté temprano y rodeé un pantano al otro lado del cual había un terreno muy visitado por los caminantes. Estaban allí, echados bajo la sombra de un olivo, y hablaban de asuntos incomprensibles y decían los nombres de gente desconocida.

 —¡Toda la vida he buscado una pirámide, porque cualquier pirámide es obra del dios! —comencé a gritar mientras me acercaba hasta ellos por detrás de unos matorrales. Como no me podían ver se sobresaltaron y miraban en todas direcciones con gesto paradoxal. Hasta que asomé la cabeza y me dejé ver.

Ellos comenzaron a gritar todos al mismo tiempo mientras levantaban los brazos y se iban, dando saltos, en dirección al arroyo. Allí se arrojaron al agua con túnica y todo, y el agua empapó sus ropas y sus pelambreras abundantes. Entonces aparecieron tres mujeres jóvenes que se descolgaron del árbol donde habían estado charlando y, corriendo y riendo, se fueron hacia el bosque, perdiéndose al otro lado del arroyo. Yo corrí hasta donde estaban los filósofos y como a unos diez pasos de ellos les arrojé unos cuantos pedruscos.

 —¿Qué pasa con la pirámide? —les grité.

Ellos se tapaban los ojos para no verme, porque no podían soportar la visión de un ser tan polémico, pero yo ya les había hecho una pregunta infalible.

De nuevo aparecieron las jovencitas. Entre las tres arrastraban una cabra contra su voluntad. Al llegar donde estaban los filósofos la arrojaron contra ellos como muestra de no sé qué.

Del resultado de este incidente comencé a ser respetado por la gente de la obras. Los ingenieros montaron una función de teatro en la que varios filósofos construyen una pirámide mediante el apilamiento de cabras contra su voluntad. Al final la pirámide se desmorona y cada cabra echa por un lado.

Ocho meses más trabajé en la pirámide. Todo el mundo me preguntaba qué tenía que hacer. Algunos ingenieros me hacían extrañas preguntas sobre el significado de las cabras y por la noche, en la taberna de las obras, se organizó un concurso entre los operarios para ver quien dibujaba la cabra más bella.

A pesar de todo, mi situación era cada día más desesperada. Los filósofos no habían dado señales de vida desde el día que los sorprendí en su paseo. Ahora se limitaban a jugar unas partidas de dominó durante la siesta cobijados bajo el eucaliptus plantado en el centro del patio, cosa que averigüé tras observarlos con el catalejo robado. El resto del día se encerraban en la casa. A veces se les oía cantar.

La Navidad se aproximaba y yo tenía puesta mi confianza en ese día. La pirámide había sido coronada antes de diciembre y ya solo restaban algunos retoques internos. Decidí jugar mi última carta, pero iba a ser una jugada maestra.

El día 15 (de diciembre) por la tarde me dirigí con todos mis efectos personales envueltos en un plástico y metidos en un saco a la casa del ingeniero jefe. Ese día celebraban la boda de una hija suya, quien se había casado con un conocido artista de Hipnoia, uno de los que diseñaron el Gran Círculo.

Fui acogido con cierta frialdad, pues era evidente que yo estaba loco de atar y era un extraño en medio de la intimidad de aquella familia, y ello a pesar de que entre los amigos del novio se contaban ciertos individuos que estaban presentes y que no describiré, pero que habían sido expulsados de las obras por un turbio negocio relacionado con hoyos prohibidos (la cosa es más compleja, bástete saber que aprovechaban la oscuridad de la noche para excavar hoyos en lugares inaccesibles, pero cercanos al campamento. Durante el día se ocultaban en ellos y era necesario buscarlos a gritos. Aparecían por la tarde con los vestidos hechos jirones para fingir que habían sido atacados por los leones).

La celebración se hallaba en la última fase y los ánimos estaban relajados desde el mediodía. Pero se olía un cierto ambiente de expectación. Había risas laterales y alusiones a algo confuso. Por fin descubrí que la novia estaba completamente borracha. Se desnudó y bailó unos pasos que nos hicieron pensar en muchas cosas. Sus movimientos eran tan difíciles que algunos invitados casi se asfixian. Luego sacaron las pipas de cáñamo y los monaguillos menearon los incensarios. El novio, excitado ante tanta perversión, comenzó a pintar con aceites improvisados sobre una pared, mientras varias jóvenes lo despojaban de su túnica, su única ropa, y lo llenaban de bálsamos y de besos. El ingeniero jefe dormitaba tranquilamente junto a una estufa. Luego fueron derramadas jarras llenas de monedas de oro y cofres enteros repletos de hojas de fresno y de papel remoto. En cuanto a los amigos del novio, se fueron escondiendo por los rincones donde practicaron el arte de pasar desapercibidos, con lo que poder sobrellevar el peso de la fiesta sin malgastar ni un solo átomo de sus energías, que les harían falta esa noche para seguir excavando hoyos a su regreso a Hipnoia, afición que adquirieron en el campamento de la pirámide y a la que no querían renunciar.

Cuando sonaron las doce campanadas, se abrieron las puertas del salón y aparecieron los tres filósofos viejos, quienes venían, como era costumbre, a felicitar al padre de la novia. Este se hallaba echado en un sofá rococó donde roncaba con perfecta indiferencia y profundos gemidos. Los tres filósofos se acercaron hasta él y lo saludaron en latín: «Iraeque leonum vincla recusantum».

El ingeniero continuó inmóvil y soñando. Entonces los sabios se escanciaron un licor de algas en tres copas de cobre que había sobre un armario lacado y adornado con motivos orientales. Yo me acerqué hasta ellos, que formaban un semicírculo, y arrojé en el centro del mismo la bolsa de mis cosas. Estas se desparramaron de un modo bastante natural. La lista de estas cosas era la siguiente:

  1. un cepillo de dientes de la marca Micronauta
  2. una bolita de cáñamo
  3. un cinturón
  4. varias almendras
  5. un reloj de carbón
  6. dos lapiceros
  7. varias bolitas de esperma de foca seco
  8. algunas chucherías de salón

—¿Qué es lo que pasa? —me dijo uno de ellos.

—Estoy harto —dije.

 Los tres hombres cuchichearon en voz baja antes de darme una respuesta

—Mañana por la tarde tienes que venir —dijo.

Entonces recogí mis cosas y me largué. Aunque podía ser una trampa, no dudé en acudir al día siguiente. Cuando llegué a su casa, me introdujeron en un salón redondo y vacío donde solo había una mesa en el centro. Sobre la mesa, un libro cerrado. Las tapas eran de piel de hipopótamo tratada con nitrocloruro de amonio. Permanecí en la habitación yo solo unas dos horas antes de que entrara alguien. Por fin, cuando ya creía que los filósofos habían decidido gastarme una broma, se abrió una puerta y entraron tres chicas, vestidas de ninfas. Yo estaba junto a la mesa y tenía el libro abierto por una página cualquiera.

—Puedes seguir hojeándolo: es el Libro de las Horas Muertas y no contiene nada. Todo lo que ves es pura ficción.

—No digáis tonterías, queridas: yo sé lo que busco y no me vais a engañar con vuestros encantos.

Pero ellas se reían de mí. Y entre risas se fueron otra vez dejándome solo de nuevo.


Aquellas páginas confirmaban que mi antiguo compañero había logrado volverse loco. Aunque habían pasado diez años, no podía olvidar la cara que puso al oír la palabra parroquia. Sin embargo, la apatía se había apoderado de mí en los últimos tiempos y la sola idea de ir en su busca me parecía agotadora.

—¿Cómo haré para abandonar este refugio después de dieciséis años de tranquilidad? ¿Merece acaso el mundo la inquietud de un desconocido?

Por fin una mañana encontré un signo suficiente. Había estado paseando por el campo. Me detuve unos minutos sobre un hormiguero donde miles de hormigas iban en todas direcciones, menos una que caminaba formando un círculo cerrado.

—Bien, he ahí el signo y el símbolo.

 Corrí al armario donde guardaba los instrumentos del viaje. Reagrupé los utensilios. Hice un itinerario. Por la mañana mi asno me esperaba con la mirada puesta en mis intenciones.

Después de doce jornadas asnales, llegué al Gran Círculo. Merodeando cerca de allí, di con una casa medio vieja que aún se sostenía en pie, pero rodeada por dos acequias donde algunos chopos daban sombra. También había una morera y dos o tres palmeras. Debió de ser una casa hermosa en otra época

No tuve que forcejear mucho para que la puerta cediera y entré a una habitación casi vacía. Al fondo, una escalera subía al piso superior. Por una claraboya oval entraba una luz que iluminaba el recinto. Entonces escuché pasos en el piso de arriba. Luego bajó despacio agarrándose a la barandilla.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.

—Nada —dijo.

—Recibí tu carta, por eso he venido. He pensado que te habías vuelto loco.

—No es que me haya vuelto loco —dijo—. Lo que pasa es que para poder sobrevivir me tuve que refugiar en un edificio público abandonado. Puse un escritorio en una habitación y un camastro. Puse algunos objetos por allí. Quería comprobar algunas cosas. Mi existencia hasta entonces había sido complicada. Tuve un hijo y mujer. Luego tuve problemas —se llevaba las manos al costado—. Entonces lo abandoné todo y busqué el camino de la ciencia. Durante años, experimenté con toda clase de objetos tratando de encontrar una ley común a todos ellos, pero no daba con la tela. Empecé a pensar en barcas. Me hice a la mar sin saber cómo. Llegué a una isla cuyos habitantes carecían de nombre. Entre ellos me sentí un perfecto desconocido. Asistí a rituales de gran contenido folclórico. Poco a poco fui olvidando mis escasos conocimientos hasta convertirme en un sabio. Un día descorrí el velo y vi por fin cómo es la cosa. Ya que no voy a disfrutar en la otra vida, trataré de hacerlo en esta de todo lo que no está a mi alcance. Me alejé en una barca hecha de cañas y barro, pero este último se deshizo muy pronto en contacto con el agua y las cañas se dispersaron. No tuve más remedio que nadar hasta un lugar donde me refugié entre unos matorrales, y allí fue donde se me ocurrió la gran idea de mi vida: decidí que debía medir el tamaño exacto de las puertas de Calatrava. Te parece una buena idea, ¿no? Pero para ello necesitaba recabar de la corte imperial el permiso que me franqueara tan interesante investigación. Marché hasta allá como pude y después de obtenido el permiso con sus timbres correspondientes fui a América con el fin del reclutar a los más sabios medidores de templos del continente, pues solo un experto en esa materia sabría dar los pasos necesarios para alcanzar mis propósitos aritméticos. En América tropecé con truhanes que me hicieron creer en tonterías —dijo—, y aunque no te lo creas, una comisión de expertos a quien propuse el asunto me indicó que necesitaría grandes sumas de dinero para una cosa así —aquí detuvo su narración para descansar, pues se le veía notoriamente aburrido—. No hallé sin embargo ningún medidor de templos ni americano ni piel roja. De regreso a España mantuve una entrevista con algunos miembros del ayuntamiento quienes, al comprender los grandes beneficios que aquella investigación iba a traer para todos (sobre todo para ellos mismos), inventaron un impuesto ad hoc para sufragar gastos —estaba casi jadeando—. Las puertas fueron cerradas a cal y canto —dijo mientras tosía— para que el paso de la gente no menoscabara sus dimensiones históricas y legendarias. Al cabo de un tiempo, alguien afirmó haber sido el último en atravesarlas y alcanzó fama y honores. Dio conferencias sobre el arte de atravesar puertas…

Aquí se derrumbó, perdiendo la conciencia. Intenté reanimarlo, pero estaba frito.

IMAGEN DE PORTADA: Las pirámides, de Arthur Melville


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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