/ un relato de Rodolfo Elías /
Lo encontré asomándose por un resquicio de la puerta que daba del patio a la calle, acuclillado. En la mano derecha sostenía una pistola 9 milímetros, Beretta, y con la mano izquierda me indicó que guardara silencio. Asentí y permanecí callado. Me acuclillé junto a él para ver lo que pasaba en la acera de enfrente, tres casas abajo, en la casa donde él vivía. Lo reconocí presto, a pesar de que ya estaba obscureciendo, porque lo había visto en la tienda de autoservicio algunas veces. La tercera o cuarta vez que nos vimos me había saludado cordialmente y de ahí en adelante empezamos a actuar como conocidos. Yo no sabía que era mi vecino. De su vivienda salieron dos tipos encapuchados, con cuernos de chivo, y se subieron a una pick up obscura sin placas de circulación que los esperaba afuera. Apenas se montaron y la troca arrancó.
Cuando se fueron los pistoleros, el joven suspiró profundamente y volteó a verme bastante apenado. Mientras se fajaba la pistola en la parte trasera del pantalón, me pidió disculpas por traspasar mi propiedad para esconderse.
—Me querían quebrar —dijo a modo de explicación—. Son unos perros de lo peor; y me quieren matar por lo que sé. Pero, un día le platico.
Estirando la mano, se presentó y estrechó la mía con fuerza. Martin, dijo llamarse. Visiblemente conmovido, Martin me agradeció mucho el que lo hubiera dejado protegerse en mi propiedad, y se puso a mis órdenes incondicionalmente. Luego se quedó un instante parado, viéndome a los ojos sin decir nada. En sus ojos había un extraño fulgor, que en la semi obscuridad pareció resaltar aun más.
—Bueno, no le quito más su tiempo —dijo, saliendo de su mutismo y dirigiéndose a la salida—. Y tampoco le quiero dejar muleta. Un día de estos platicamos. Por hoy tengo que alejarme de aquí.
Le ofrecí un aventón en mi carro a donde fuera, pero me dijo que no hacía falta; que pediría un uber para que lo levantara en otra parte alejada de su vivienda. Y se fue caminando en dirección opuesta a donde se fueron los pistoleros, como si nada.
Esa noche no dormí, pero por otra razón. Estuve repasando los años de mi vida con Silvia. Pensé en todos los momentos significativos que vivimos juntos: desde que la vi por primera vez, mi declaración de amor, nuestro noviazgo, matrimonio, el nacimiento de nuestro hijo Joel, su convivencia con nosotros y lo que nos trajo hasta ese punto de nuestras vidas. Finalmente, como a eso de las cinco de la mañana, tuve un pensamiento para Martin. Y recordé que por la forma en que se refirió a los rufianes que lo habían ido a buscar, él los conocía bien. Querían matarlo por algo que sabía de ellos, o acaso por algo aún más escabroso. No tenía yo idea de cómo vino a parar al vecindario, porque es un vecindario de clase media. Y Martin no se veía clase media, para nada.
Me reporté enfermo al trabajo y dormí todo el día. Era el comienzo de mi depresión severa. A partir de ahí, la imprenta va a ser regenteada por Raúl, mi empleado más fiel y seguro. Encendí el celular y vi que tenía unas veinte llamadas de Víctor, mi concuño y mejor amigo. En uno de los tantos mensajes que me dejó, me dijo que teníamos que hablar, que él y Verónica (mi cuñada) estaban conmigo; y que iría a buscarme ese día en la noche.
Empezaba a anochecer cuando me estaba enjuagando la cara, recién levantado, y oí que tocaban la puerta. El celular lo tenía apagado. Me asomé por la ventana, y como aún había cierta claridad crepuscular, pude ver a Víctor afuera. Cuando abrí, se abalanzó sobre mí con un fuerte abrazo fraternal, solidario. En el estéreo tocaba Tubular Bells, de Mike Oldfield, que desde mis años de juventud escuchaba en los momentos que yo llamaba de náusea existencial. Saber que lo usaron como parte de la banda sonora de la película El exorcista me infundía un cierto valor y arrogancia irreverente hacia la vida. Cuando reconoció la música, Víctor sonrió y nomás sacudió la cabeza. Estuvimos hablando y me dijo que Verónica iba a tratar de convencer a Silvia de que aplazara el divorcio, porque sabían que no se encontraba bien emocionalmente como para tomar una decisión así. Hablamos de eso un buen rato y luego le comenté lo que había pasado la noche anterior, con el vecino.
—Ya se había tardado, el perro ese —dijo Víctor, con rabia.
—¿A poco lo conoces? —le pregunté, sorprendido.
—No sé si te acuerdas, pero esa casa en que vive es de don Julio Salinas, el viejo ese de mucha lana. El chavo este llegó a trabajar a una fundidora de él y luego se ganó su confianza. Después le cuidó un rancho por un tiempo, allá por la sierra de Casas Grandes. Don Julio le agarró cariño y le pidió que le contara su vida. Al oír que era un sicario en remisión, lo ha querido ayudar a regenerarse y a vivir una vida nueva. Cosa que hasta anoche pudo lograr.
Estaba muy asombrado después de oír lo que Víctor me contó. Y más asombrado aún de que él supiera todo eso acerca de Martin. Después me arrepentí de no haberle preguntado por su fuente de información. Antes de eso, la mayor parte de nuestras pláticas se había centrado en mis problemas conyugales con Silvia, sus motivos y todas esas cosas que le pueden dar un giro brutal a la vida de la noche a la mañana. Con la muerte inexplicable de nuestro hijo Joel —a manos de unos sicarios, que lo mataron junto con sus dos amigos más cercanos—, a la tierna edad de diecisiete, el ánimo de Silvia empezó a deteriorarse exageradamente. En gran parte me culpaba a mí, porque decía que yo le daba mucha libertad al muchacho; cuando en realidad era ella quien lo conminaba a salir más con sus amigos y andar ligando muchacha tras muchacha.
Nunca supimos qué pasó realmente, ni el motivo de la ejecución de Joel y sus amigos. Hubo muchas versiones y suposiciones: que uno de ellos era la manzana podrida, y por culpa de él los mataron a todos; que era una venganza, porque Joel le quitó la novia a un rufián mafioso; que debían un dinero, por unas drogas provistas para una fiesta (en el cuerpo de los tres jóvenes encontraron trazas de cocaína), por las que no habían pagado a tiempo y otras versiones disparatadas. El asunto es que yo aprendí a odiar a los sicarios con toda mi alma, y sentí nauseas al saber que acababa de proteger a uno en mi casa. ¿Cómo sabía yo si no había sido Martin uno de los que mataron a mi hijo? Víctor notó mi turbación y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que estaba cansado. Lo despedí, y pasé otra noche en vela. Esta vez con un dilema añadido.
Silvia decidió proseguir con el divorcio. Desde un principio se había ido a vivir a la otra casa que teníamos y que pensábamos un día obsequiar a Joel. En los dos meses que duró el proceso, mi salud mental y emocional se vino abajo dramáticamente. No podía hacerme a la idea de que todo se hubiera perdido así. El proceso de divorcio fue acuciante. Pasaba horas lamentándome y pensando en tantas posibilidades. Y ahora comenzaba a fantasear con la venganza también. Empecé a reportarme enfermo más seguido al trabajo, y a pasar horas encerrado en la casa; rumiando la venganza contra alguien que simbolizaba para mí la causa de mis más grandes pérdidas en la vida. Desde entonces ya no estuve para nadie. Ni siquiera para Víctor, que no dejaba de buscarme junto con Verónica.
Pasaron unas semanas y un día regresaba yo del trabajo, cuando oí una voz a mis espaldas. Era Martin, que me abordó con gran entusiasmo. Dijo que quería hablar conmigo por unos minutos y me pidió que lo dejara pasar, para no estar afuera en la calle. Me aseguró que no me iba a quitar mucho tiempo. El encuentro me tomó por sorpresa y no pude reaccionar, y juntos entramos a mi casa. Lo estuve escuchando por quince o veinte minutos, sin acertar a decir nada.
—Son sicarios de lo peor —dijo Martin, a modo de explicación por lo ocurrido—. Ya me traen desde hace tiempo, pero se van a quedar con las ganas.
Y se extendió en una letanía. Contándome toda una serie de cosas de un pasado que, según dijo, quería dejar atrás. A los quince años se hizo sicario y anduvo matando gente por quinientos pesos o cincuenta dólares, al mejor postor. Luego que le mataron a casi toda su familia inmediata (tres hermanos y al padre), pensó en regenerarse. Se fue a vivir a Torreón, Coahuila, donde trabajó en una ferretería por un tiempo. Después empezó a trabajar en una maquila y ahí conoció a la que ahora es su esposa, y que por el momento vivía con su mamá. Y me contaba esto último con un candor casi infantil. Se me hacía difícil creer que alguien que pudiera tener esos gestos (y su amabilidad extrema conmigo) tan humanos, fuera capaz de matar y descuartizar a alguien fríamente, por una simple comisión despersonalizada.
—Usted no se imagina lo que es querer cambiar y que lo persigan a uno como un perro rabioso —espetó Martin, con pesar. Yo nomás asentí.
Cuando terminó de contarme todo acerca de él, me preguntó si no me causaba mala impresión. Le contesté que en ese momento tenía tantas cosas en la mente que realmente no podía procesar impresiones apropiadamente como para formular una opinión. Me confió algo que, sorprendido, noté que me alegró. Me dijo que ya estaba quedándose otra vez en el vecindario, pero en otra casa, no muy lejos de aquí.
—Además, aquellos que me quisieron jaibear ya pasaron a mejor vida— declaró Martin con una seguridad extrema—. Parece que ahora sí puedo empezar una nueva vida.
Al ver que no hubo reacción de mi parte, se levantó para irse, diciendo:
—No le quito ya su tiempo, señor. Solo quería agradecerle y ponerme a sus órdenes, para lo que se le ofrezca. Casi le debo la vida.
Le dije que no se preocupara, que realmente yo no había hecho nada, fuera del hecho de dejarlo estar en mi propiedad. Le pregunté dónde era su nueva residencia, y me dio santo y seña. Una casa que pude recordar, porque estaba cerca de una panadería donde vendían unas empanadas de piña que encantaban a Silvia y Joel. Me enteré de que esa casa también era propiedad del viejo Salinas.
Le aseguré a Martin que un día pasaría por allí a visitarlo. Y en eso fui muy sincero, ya que desde el día de su visita empecé a tramar mi venganza, para lo cual compré una pistola y una navaja de muelle que alguien me había ofrecido en venta hacía unos días. El planear mi venganza le había devuelto mucho significado a mi vida. Poco a poco fui recobrando mi entereza mental y emocional.
Después de algunos intentos, un día por fin pude acercarme al cumplimiento de mi misión. Lo había estado espiando por días, y sabía su rutina a la perfección. Trabajaba seis días y descansaba los domingos, en que salía temprano a pasar el día con su esposa en casa de su madre. En la noche regresaba con unos tragos encima. También sabía en qué cantinas se metía a libar. Ya había pasado a saludarlo un domingo, y le dije que a la otra vez que volviera traería unas cervezas.
La noche que escogí para mi misión, Martin regresó tomado, como siempre. Después de verlo, le di veinte minutos para que se instalara bien en su vivienda. Vine a mi casa por mi revolver .22 y la navaja de resorte, con el plan de usar el arma que fuera más conveniente. Regresé y toqué a la puerta, pero Martin no abrió. Le di más tiempo, en caso que estuviera en el baño. Pasados unos minutos, como aun no abría, decidí entrar. Al abrir la puerta de tela metálica, noté que la puerta interior estaba entreabierta. Le hablé desde el quicio, sin respuesta. Caminé por la casa, de dos habitaciones, y al entrar a una de ellas lo vi tendido en la cama; bañado en sangre y con varias heridas de arma punzocortante. Alguien se me había adelantado. Le toqué el pulso y comprobé que ya estaba muerto. Salí inmediatamente.
Cuando llegué a mi casa había una nota de Víctor en la mesa del comedor. «¿Dónde andas? Ya no tiene caso», decía la nota. El cuerpo de Martin lo encontraron al día siguiente; después que no se reportó al trabajo, el viejo Salinas mandó a buscarlo inmediatamente. Hoy estoy aquí, nuevamente sin rumbo. La vida ha perdido otra vez su sentido.

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.
Un buen relato contado con palabras americanas y convenientes
Gracias por tan amable comentario…