Mirar al retrovisor

Reflexiones sobre la diversidad

Un artículo de Joan Santacana sobre lo diferente de las huellas de la colonización europea en Asia, África y América.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /

Es bien sabido que no todos los hijos suelen salir iguales y, a veces, ni siquiera parecidos. Algo similar ocurre en la historia de las culturas. Cuando se viaja fuera de nuestras pequeñas fronteras y se intenta comprender el mundo al que viajamos, ocurre a menudo que nos planteemos las causas de las diferencias que la colonización occidental dejó en los diversos territorios de Ultramar, objeto de colonización durante medio milenio. ¿Por qué la colonización británica en el norte de América fue tan distinta de la de Asia? ¿Por qué los colonos europeos dejaron en África unas huellas tan diferentes de las que dejaron en América del Sur? ¿Qué explica las diferencias entre los territorios colonizados por la Gran Bretaña y por España y Portugal en América? En definitiva, ¿por qué de padres tan similares surgieron hijos tan distintos?

Cuando se analiza la influencia de lo occidental en el mundo durante la época colonial, uno se da cuenta que, en Asia, un continente de viejas civilizaciones, los europeos fueron siempre una minoría de funcionarios, soldados, misioneros o comerciantes. Por ello, la vida intelectual no tuvo realmente una producción propia ni una penetración potente. Las minorías europeas en China o en cualquier otro territorio asiático transmitieron algunas ideas, algunas formas artísticas, pero ello solo llegó a algunas minorías privilegiadas. Por lo que respecta a África, los europeos vivieron de espaldas a las culturas africanas; las ignoraron y fueron incapaces de comprender el arte y el pensamiento de la negritud. Se mezclaron poco con los pueblos africanos.

América, sin embargo, fue algo distinto. En el norte, los emigrantes europeos llegaron como grupos familiares, con sus mujeres e hijos. Fueron a América y llegaron a las costas de Virginia con la idea de cultivar tierras y vivir allí. No se plantearon regresar a Inglaterra. Además, las culturas indígenas del norte no habían desarrollado en el momento de la conquista británica un arte monumental y unas culturas urbanas tan complejas como en el sur.

Por el contrario, en la América hispana los españoles y los portugueses llegaron como conquistadores, hombres jóvenes, hambrientos de riqueza y de gloria. Querían triunfar con la espada, y raramente llevaban consigo a sus familias. Su ideal no era ser granjeros, sino regresar a sus tierras de origen con la bolsa llena de oro. Por ello eran gentes valientes, que se arriesgaban, que combatían con dureza. Tampoco tenían consigo a mujeres, por lo que sintieron la necesidad de apropiarse de las hembras indígenas. Pero, además, las culturas de algunos territorios de América central y meridional, como por ejemplo México o Perú, eran tan potentes como los territorios metropolitanos a los que los conquistadores pertenecían. Las podían intentar destruir y lo hicieron, pero era imposible ignorarlas.

Por todo ello, el carácter de las culturas que el cruce entre los territorios de Ultramar y las metrópolis produjo fue muy diferente de un lugar a otro. Mientras en el norte de América la población indígena fue prácticamente eliminada y hoy casi no existe, en el sur se mezcló y proporcionó unas culturas criollas muy potentes, con conjuntos tan singulares como la catedral de México, levantada casi encima del centro ceremonial de Tenochtitlán. Ciertamente, los conquistadores no respetaron casi nada, arrasaron los monumentos y rediseñaron las ciudades, pero no pudieron evitar que aquellos que laboraban la piedra introdujeran sus gustos, su estética y sus ideas en las catedrales, iglesias y palacios que bajo la dominación colonial se levantaban. Da igual si es Lima, México, Quito o La Antigua. Y lo mismo ocurrió en sus cabezas, en donde se mezcló lo del colonizador con lo del colonizado.

Esta fue una herencia, buena o mala, mejor o peor, que los europeos del siglo XVI al XIX dejaron en el mundo. Y podemos intentar superar una mala herencia, pero jamás puede olvidarse porque está incorporada en nuestro cerebro, se traduce a veces en la pigmentación de la piel, en el color del pelo o en la estructura de nuestro código lingüístico. También nosotros en Europa podemos sentirnos molestos por haber dejado una herencia que, con los parámetros ético-morales de nuestro tiempo, no nos complace. Conocí a un sabio jesuita que lamentaba que en China y en Oriente sus antepasados de la Compañía de Jesús se hubieran dedicado al comercio; pero él no sabia que el comercio era la única forma de vivir y de sobrevivir en el Imperio chino: esta era la mentalidad de su tiempo. Sin embargo, podría haberse enorgullecido de la flexibilidad y la adaptabilidad de sus antecesores, que eran al mismo tiempo filósofos, apóstoles y comerciantes.

Pese a estas herencias, hoy, después de tantos siglos, ante mundos que tanto difieren entre sí, siempre podemos hallar elementos comunes, aun cuando seamos capaces de comprender mucho más a unos pueblos que a otros.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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