Arte

Ex positio: el cierre del universo del discurso

Miguel Antón Moreno reseña una exposición de Fernando Sánchez Castillo en la Galería Albarrán Bourdais de Madrid.

/ una reseña de Miguel Antón Moreno /

Herbert Marcuse escribió en su ensayo El hombre unidimensional de 1964 lo siguiente: «La unificación de los opuestos que caracterizan el estilo comercial y político es una de las muchas formas en la que el discurso y la comunicación se inmunizan contra la expresión de protesta y la negación». Fernando Sánchez Castillo recoge en Ex Positio (en Galería Albarrán Bourdais, Madrid) algunas de sus obras para hilar lo que podríamos denominar con Marcuse un universo de discurso.

El artista madrileño ha defendido en alguna ocasión que habitamos una nueva y carnavalesca Edad Media. En el carnaval, dice, «todo se muestra a la vez: la muerte, la historia, el gobernante, el militar y el obrero comparten un mismo lugar y momento». Efectivamente, en el contexto del capitalismo tardío, las supuestas contradicciones que surgen en su seno conforman en realidad un único espacio discursivo, donde todas ellas se encuentran entrelazadas entre sí y también, indefectiblemente, con las afirmaciones sistémicas. En el intento de plantear negaciones, se acaba por consolidar aún más el discurso hegemónico. Sin embargo, para nada vivimos algo parecido al Medievo: la verdadera oscuridad no aconteció entre los siglos V y XV, sino que la produce el agujero negro que en forma de discurso lo engulle todo a su paso, convirtiendo cualquier cosa que entra en sus fauces también en negrura.

Los objetos y las manifestaciones materiales de una supuesta antítesis de la historia lo que dibujan verdaderamente es el paisaje de su normal despliegue. Fernando Sánchez Castillo a menudo pretende desarrollar historias que se encuentran inconclusas. Es por ello que, más que otros artistas, transita por las movedizas arenas de la ficción. Una de esas ficciones podría constituirla la afirmación que hizo con motivo de la presentación de su obra Síndrome de Guernica: «Así fue como esas piezas —la chatarra del barco de Franco— llegó al terreno del arte, y no al de la política y el de la manipulación».

El arte (como todo el mundo sabe) es, sobre todo, manipulación: los materiales con los que se trabaja sufren procesos transformativos, en los que frecuentemente se utilizan como herramienta las propias manos. Y, por supuesto, qué duda cabe, el arte es también una manifestación política. Tratar de colocar el arte fuera de la influencia nuclear de la manipulación y la política sería como huir hacia delante, es decir, caer en el agujero negro sin saberlo, y sin saber tampoco hasta dónde llega la madriguera de conejos.

El pasamontañas de Riot o la máscara de gas del Mickey venezolano, que encontramos en la exposición de Sánchez Castillo, pueden interpretarse como los últimos estertores de la identidad inidentificable. En la actualidad nadie puede ocultar su rostro, salvo quizá aquellos a quienes beneficia el agujero negro y su oscuridad. Todos los demás pueden ponerse pasamontañas o máscaras de Mickey Mouse, pero igualmente conoceremos los nombres de quienes tratan de esconderse detrás con una simple búsqueda de Google.

Los grafitis censurados que propone el artista me permiten rememorar una breve anécdota. La última vez que volví al barrio en el que crecí me di cuenta de un fenómeno curioso: en una de las zonas más pobres de Madrid apenas había grafitis. O, al menos, no tantos, ni de lejos, como los que pueden verse en algunos pueblos de la sierra madrileña, que están asociados a clases medias y medias-altas. Hacer grafitis, pensé, es algo que solamente pueden permitirse aquellos jóvenes ociosos que tienen el suficiente dinero como para comprar costosos botes de pintura y el tiempo necesario para dedicarlo a una forma artística. Los grafitis, que nacen asociados a la cultura hip-hop y a la protesta, no hace falta que se censuren con caligrafías que difuminen el mensaje. Ya la sociología que explica la absorción del fenómeno anula por completo el sentido inicial con el que había surgido. El grafiti es desde hace tiempo un lenguaje más del capitalismo.

Si el discurso del establishment es omnímodo, entonces la censura es siempre un poco autocensura (nos acordamos aquí del trabajo de Concha Jerez). A veces censuramos el rostro —con pasamontañas, máscaras o con el anonimato en redes sociales— precisamente para decir lo que a priori no nos permitimos. Pero es conveniente no engañarse; en el presente ese mecanismo es tan solo una ilusión. Las formas de censura más sutiles consisten precisamente en permitir expresarlo todo, pues el todo y la nada a veces comparten significado. Que los materiales de movimientos antisistémicos crucen la frontera de lo institucional, al ser objetos de una exposición de arte en museos o galerías, constituye el momento en el que de manera oficial quedan absorbidos por el propio sistema. Ahora bien, la reflexión sobre si es posible encontrar formas de discurso que abran significados en lugar de cerrarlos pasa necesariamente por asistir a ese momento.


Miguel Antón Moreno (Madrid, 1995) es estudiante del doble grado en filosofía e historia, ciencias de la música y tecnología musical en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y músico.

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