Leyes (parches) educativas

Un artículo de Pedro Luis Menéndez sobre «el rifirrafe político navajero» en torno a una nueva ley educativa en la que «no encontramos más que parches, más parches, montones de parches».

/ De rerum natura / Pedro Luis Menéndez /

Con la nueva ley educativa en puertas, la séptima u octava desde que empecé mi andadura como docente allá por los años ochenta, vuelvo a encontrarme titulares y debates que analizan los supuestos cambios profundos y las modificaciones sobre lo preexistente que la nueva ley aporta, pero, si consideramos esos cambios con cierta altura crítica que sobrevuele el rifirrafe político navajero, no encontramos más que parches, más parches, montones de parches que ocultan la realidad: los cambios de ley a ley son mínimos, y muchas veces intrascendentes.

La escuela —que, por otra parte, funciona razonablemente bien en contra de lo que puedan pensar los agoreros— no afrontará una transformación profunda si no se produce un cambio de estructura completo. Mi primera pregunta sobre el tema es una cuestión radical de principios: ¿Por qué se agrupa el alumnado por edades si los procesos de maduración de las personas son muy diferentes? Esta pregunta me lleva a otras: ¿Por razones sociales o económicas? ¿Por rutinas de funcionamiento de las propias escuelas? ¿Por el deseo siempre latente —y no niego que razonable— de conseguir la mayor homogeneidad posible en las clases?

El segundo problema que me planteo es constatar cómo no se ha logrado la transformación de las ideas en torno al sentido de la evaluación, aunque las leyes dediquen muchas páginas al asunto. Es más, no sólo no se han aclarado sino que se han confundido más aún de lo que ya estaban. Que una ministra de Educación confunda castigos con suspensos y repetición de curso indica con claridad lo que piensa a propósito de lo que significa evaluar. «El castigo como solución no nos ha funcionado», son sus palabras. Como señalaba Francisco Carantoña en un artículo —cuya lectura completa recomiendo— publicado en La Voz de Asturias:

«No es discutible que profesoras y profesores debemos motivar antes de castigar, pero el suspenso no es un castigo, sino la constatación, tras un proceso de evaluación, de que no se ha alcanzado el nivel de competencia necesario en una materia. Regalar títulos y diplomas no acaba con el fracaso escolar, no reduce las desigualdades, porque el título solo certifica que una persona ha tenido determinada formación que lo habilita para hacer algo. Si se concede el título de ESO a analfabetos funcionales se convertirá en un papel inútil, que no se valorará por ninguna empresa o centro educativo, lo mismo sucede si se degrada el de bachillerato o los universitarios, de grado, máster o doctorado».

Así que, como el asunto ya está salido de madre y cualquier docente reconoce que el sistema de evaluación condiciona todo el proceso y también el producto que esperamos, la solución para no provocar un choque frontal del alumnado con las pruebas de acceso a la universidad, dada la devaluación correspondiente del Bachillerato, no ha sido otra  que facilitar estas pruebas, en las que las calificaciones que se obtienen por la mayoría de los estudiantes dan vergüenza ajena por esas cifras casi escandalosas de aprobados, que después permiten a las consejerías de turno señalar los altos niveles de los centros de bachiller. El traje nuevo del emperador, en versión contemporánea. Como de este asunto ya he escrito en otra ocasión, a esas líneas me remito.

Un tercer asunto que se reitera del mismo modo con cada cambio de ley es el de la autonomía de los centros. ¿Cuáles son sus límites, otra vez los económicos, los sociales, los políticos? No existe la tal autonomía más que sobre el papel, porque el margen de maniobra permitido en los cauces estrechos que establece la administración es mínimo. Las programaciones docentes deben ajustarse estrictamente a los currículos oficiales (lo que también en realidad es papel, y este mojado), y las instrucciones del día a día son suficientemente rigurosas para no permitir ni siquiera modificaciones horarias y mucho menos agrupaciones no autorizadas.

Ninguna ley desde la de Villar Palasí (1971), promulgada en las postrimerías del franquismo (y anda que no ha llovido desde entonces), ha traído consigo un cambio radical en la estructura de las escuelas. A veces los políticos nos venden que sí, pero no es cierto. Ni las nuevas tecnologías, ni los modelos de mobiliario, ni las aportaciones de una pedagogía que muchas veces se diseña muy lejos de las aulas, por sí solas solucionan nada. Son sólo medios y no fines. Esto es tan de perogrullo que parece imposible que choque cada día con la realidad. Pues lo hace. Cada día.

Por eso sólo me queda insistir —desde la conciencia de que se trata de hablar con la pared— en dos propuestas que, desde luego, no he inventado yo. En realidad, está todo inventado; de lo que se trata es de aplicarlo de modo real. La primera es conseguir de una vez una formación sólida del profesorado, no sólo en conocimientos pedagógicos (que también). Hasta la saciedad lo he repetido: no se puede enseñar lo que no se conoce. Si soy un profesor que no leo, resulta imposible que consiga nada parecido al interés de mis alumnos por la lectura. Y aquí ponga usted los ejemplos que se le ocurran, que serán muchos. Y esa formación va mucho más allá de cursos y cursillos que sirven únicamente para justificar horas de formación. Este sí que no es un problema de que haya o no dinero para ello, sino de cómo se gasta.

La segunda propuesta, ya señalada en el segundo párrafo, es abrir de una vez el debate de la agrupación del alumnado no por edad sino por madurez y competencias. No invento nada. La escuela rural funcionaba así por necesidad, las buenas academias de idiomas lo hacen por sentido práctico, y nadie cuestiona su equidad. De hecho, las academias que no siguen esta práctica resultan perfectamente inútiles para el aprendizaje real de los idiomas. Lo contrario no es sino una estabulación social que, como cualquiera sabe, libera las calles de niños y adolescentes en muchas horas del día y así la conciliación laboral y familiar sale barata, la cubrimos los docentes.

Y dejo para el final la gran pregunta, sobre la que tampoco es la primera vez que escribo: ¿La escuela para qué? ¿Sólo para seguir las directrices de la CEOE a través de las pruebas PISA y similares? ¿Son posibles escuelas diferentes o es sólo una utopía? ¿Lo de formar ciudadanos críticos más allá de los papeles de verdad le interesa al sistema, o el sistema (sea cual sea por definición) prefiere por lógica interna trabajadores dóciles y maleables?

Mientras tanto, cada nueva ley (y habrá más, ya sabe, una por cada cambio de gobierno) nos volverá a vender la burra y la compraremos. O ya no. Tampoco le importa a nadie.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019) y el poema-libro Ciudad varada (2020) en los cuadernos Heracles y nosotros. Desde 2017 colabora de modo asiduo en El Cuaderno y mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La Buena Tarde de la Radio del Principado de Asturias.

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Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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