/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /
Recuerdo haber leído que, en las etapas más críticas del Imperio romano de Occidente, Cipriano (200-258 d.C.) escribió en una carta a un amigo que «las minas de oro y plata se agotan, ahora la tierra es menos fértil y la producción de la tierra disminuye […] Faltan agricultores en los campos, hay menos marinos en el mar». Este tipo de textos respondían a la sensación que aquel mundo, su mundo, estaba desapareciendo. La tierra se volvía estéril y ya nunca produciría frutos. También la humanidad se extinguía para siempre. Era como si se tratara del Fin de los Tiempos. Y ciertamente el Imperio romano desapareció, pero no fue el fin del mundo, ya que nació otro mundo, quizás más bárbaro para algunos, más humano para otros, y, en todo caso, muy distinto del anterior.
Algo parecido nos ocurrió a muchos de nosotros cuando un 26 de julio de 1986 estalló la central nuclear Vladimir Ilich Lenin, ubicada en el norte de Ucrania, a 18 kilómetros de la ciudad de Chernóbil. Se trataba de una central muy potente, con seis reactores nucleares que producían 24.000 MW. Se dijo que equivalía casi a medio millar de bombas de Hiroshima. Hubo muertos y heridos en el momento de la explosión y despues siguió un goteo, lento pero inexorable, de enfermos que murieron. Todo el conjunto se cerró y se cubrió totalmente para evitar posibles fugas radioactivas. Como en el texto de Cipriano, todo signo de vida desapareció, tanto animal como vegetal, y la mayoría de los expertos dijeron que se tardaría siglos en recuperar la vida. También aquí era como si se tratara del Fin de los Tiempos. Sin embargo, un amigo me ha explicado que, hoy, los datos que tenemos no avalan precisamente estas profecías catastróficas. En Chernóbil está volviendo la vida. Todos los mamíferos del este de Europa ya habitan este espacio: osos, lobos, zorros y más de dos centenares de especies de pájaros, ajenos a las prohibiciones gubernamentales, sobrevuelan las centrales nucleares. Hacia el año 2000 también se fueron introduciendo allí rebaños de caballos que se multiplican sin parar.
¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué no se extinguió la vida como nos habían profetizado? No lo sé. La tierra es un enorme laboratorio vivo, y la vida siempre reacciona ante las adversidades. Mueren los individuos, pero no muere fácilmente la vida. Me gustaría poder comprender estos mecanismos evolutivos y de selección natural, pero lo que me tiene perplejo es que, sobre casos como Chernóbil, se han realizado multitud de películas, series de terror, anuncios de catástrofes futuristas, pero pocos hablan del tema que les planteo aquí.
Mi amigo me decía que un psiquiatra amigo suyo comentaba que esta tendencia humana del gusto por las emociones del miedo futuro (Halloween, cine de terror, distopías, etcétera) es un recurso psíquico para no tener que pensar en el miedo diario a morir. De hecho, los humanos no tenemos asegurado ni el minuto presente. Podemos desaparecer en cualquier momento (aunque no sea probable, es posible), porque somos contingentes, es decir, podríamos no ser. Y ese miedo a nuestra desaparición futura o presente la desviamos hacia un miedo a desastres futuribles que esté lejos de nuestro presente. En fin: se trata de camuflar el miedo de cada día.
Escritores de hace casi mil quinientos años, como Cipriano, que creían el mundo era mucho más frágil de lo que en realidad es. Hoy, cuando lo analizamos a una distancia respetable de un milenio y medio, nos damos cuenta de que ellos, los hijos del Imperio romano, en realidad no hubieran podido destruir la Tierra. La tierra ciertamente producía menos, porque había menos esclavos y porque a los que todavía estaban ya no era posible hacerlos trabajar como antes. En el fondo estaba en crisis su sistema de regir el mundo y por esta razón tenían miedo, pero no era un problema de la Tierra.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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