Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (33)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago un cartel de publicidad enigmática e infame o los brillos insolentes en la noche inofensiva de Kiev.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Pájaros detenidos en los cables de la luz o escalfados coronando las farolas públicas o haciendo vuelos rasos sobre la hierba crujiente de la helada. Ahí afuera están. Los he visto. Me recuerdan los cuervos de Ruiz Casanova en ese librito suyo que no ha hecho ruido precisamente para no molestar el bienestar falaz del mundo, tan comprometido en esta hora. Pero ahí siguen terminantes ellos, los cuervos que vigilan estos sitios donde nada puede hacerse más que comprar, pasear, comer, dar importancia a las cosas cotidianas (café doble o no, pan blanco o no…). Y esa sensación «de hallarse ante el más impune de los parques temáticos de la humanidad no deja lugar a dudas: somos, en definitiva, los privilegiados testigos del fin de una civilización».

RELATO CON DIENTES: Primero fue una cazuelita sopera de barro de esas que hacen chop-chop cuando tomamos el caldo a cucharadas, golpeándolas como remos en el agua: un día se fue para siempre de donde la habíamos posado. ¿Adónde? Todas las posibilidades fueron descartándose. Pero no fue lo único que nos abandonó. Ahora se ha ido la máquina picadora, un artilugio con ese mismo aire quirúrgico de los instrumentos agresivos como el cortaúñas o el pequeño puñal descorazonador de manzanas. Apenas salía de vez en cuando de su sitio a asustar al mundo. Y de pronto hay que hacer croquetas de pollo y el aparato no aparece. ¿Cómo ha podido desaparecer de la encimera? ¿Y adónde ha ido? Hay cosas que de repente nos dejan por su cuenta. No desean seguir con nosotros, quizás no las merecemos. Meses, años más tarde reaparecen cansadas. Nunca nos dicen la causa de su espantada ni por dónde anduvieron ese tiempo en que en la cocina se desató, como un viento fino y burlón, la melodía del desamparo. La cazuela sopera, la máquina picadora… quién las está entreteniendo y para qué. Nunca lo sabremos. Aún las esperamos.

Horas tempranas. La helada casi hacer restallar dolorosamente el aire contra los miembros encogidos de los madrugadores. En el cielo aparecen los primeros colores polares. «Cuando la luz se encoge envilecida», como dice ese poema deslumbrante de Ángel Fernández Benéitez, todo parece perder fuerza y solvencia en el amanecer. Pero hay también eso otro: los pequeños dientes de leche del rocío, que tintinean con la belleza intermitente de lo efímero. Eso nos concede el invierno con su extraña misericordia, como una aportación que llega a consolarnos bajo el manotazo del frío.


Se empaña la ciudad de carteles con palabras que encierran promesas (o sea, lo incierto) y acusaciones (o sea, lo contrario). Todo vale menos hablar de lo real y de lo propio. En eso consiste el ilusionismo de los políticos, en ponerle límites y relieve a la nada para que parezca que es algo. Siempre habrá quien esté dispuesto a creerlo. Y en unos días se celebrarán las elecciones con engañosa normalidad…


Anoche, en el regreso a casa, la ciudad en absoluto silencio. Ha bajado el frío con sus uñas veloces y se ha retirado el tráfico de las calles ya. Solo quedan esos jóvenes patinadores deslizándose en lo oscuro con su ballet laboral, cargados con grandes mochilas amarillas y de camino a satisfacer algún capricho tardío que se ha encendido justo a estas horas en el territorio inexpugnable de los domicilios.


En el comercio de ropas, entre marcas con nombres goteantes de lujo, han puesto un cartel de publicidad enigmática: «El Mediterráneo no es un lugar, es un estado de ánimo». Es un reclamo comercial, claro, pero yo oigo las olas bravas, los gritos de espanto de los niños, las mujeres pronunciando desesperadas el nombre en llamas de sus hijos mientras la patera cabecea, a punto de hundirse. ¿Qué hace aquí, pues, este letrero infamante? ¿Por qué aparece en este lugar clónico e impropio?


Se celebraron por fin las elecciones «sin incidentes dignos de mención», como siempre dicen los medios de comunicación. ¿Pero es que no lo saben? El incidente son estas propias elecciones, gestadas por control remoto desde Madrid a modo de un experimento con mi tierra. Ingeniería política, ensayo in vitro para ir perpetrando luego otras elecciones de más envergadura. Se nos promete atención. Pero esperemos un par de semanas, como mucho, y volveremos de nuevo a la vida marginal que a nadie interesará en el resto del país. Tras las visitas de los políticos rutilantes con sus palabras hinchadas y su enardecimiento, nosotros quedaremos otra vez solos en el desamparo de lo que no cuenta para nadie. Ignacio Sanz lo expresó como ninguno en una de sus narraciones: «No tenemos otro horizonte. Ni una sola fábrica. Nada de nada. Nosotros, los de los pueblos, al menos en esta tierra, somos como la sábana de abajo, siempre estamos en el peor sitio».


Tal una fulguración escandalosa y muda, aparece florecido el almendro en el camino del río. Ya ha caído la noche y del armario negro de la oscuridad sale el ímpetu de esas flores blancas que tratan de desmentir —y lo consiguen— la negra bocanada del final del invierno.


La avidez del poeta tendría que ver nada más con el apresuramiento por ocupar cada vez menos espacio, reservado en todo caso para algunos de sus versos. Su territorio no es el presente sino la memoria, precursora del olvido. Tal como quien con los años va menguando de talla para poder seguir arreglándose sin ansia con la vida.

Carnicería política. Deslealtades, escarmientos, revanchas, palabras públicas escatimadas para no perder la baza incierta del futuro…Como en toda cacería —esta lo es—, cada cual se guarda de exhibirse a cuerpo limpio ante los demás, no siendo que termine siendo él el abatido. Todos se sienten a la vez el cazador y la pieza en el PP. Y todo estaba previsto de antemano: cuando se desenfundan los puñales resulta que ya están ensangrentados. Nada que no haya contado ya Shakespeare.


Conocí a algunos. En la escuela nunca querían hablar delante de los demás y en el patio de recreo se apartaban a un rincón para pesar de lejos las voces de los otros colegiales. En el fervor desordenado de la adolescencia ellos jamás pronunciaban nombres de mujer. También los vi en la tienda de la calle Feria: eran aquellos zapateros que manejaban con lentitud forense los materiales antes de elegir los más apropiados mientras respiraban entre sifones roncos. Más adelante estaban ahí, inadvertidos en el clamor de las discusiones de oficio, en las reuniones vecinales, en el fragor de las conversaciones altisonantes. Ellos nunca concursaban. Y se sobresaltaban cuando oían decir su nombre sin avisar. Perdieron siempre su turno porque su lugar era la desaparición. Sí, yo he conocido a algunos de esos. Eran los seres suaves.

En la noche inofensiva de Kiev, brillos insolentes en impecable formación marcial. Carnaval siniestro. Luto y plata amarga y ordenada. Y ordenada.


Peñaranda de Duero. El ensimismamiento de las piedras. Las fachadas cargadas del fardo poderoso del pasado, un pasado que hay que imaginar lleno de esplendor. Pero ahora solamente queda eso: silencio, vacío y la hermosa desolación de esos espacios abiertos donde la nada se enseñorea. Los autobuses de los sábados descargan turistas apresurados en busca de un cuarto de baño. Y si preguntas a los guías, te hablarán en pretérito perfecto de lo que un día fue todo eso: habitantes con títulos nobiliarios, concesiones reales, casas blasonadas, hijos del pueblo que ayudaron a fundar ciudades… Me recuerda a esas personas ya ganadas por los escobazos de la decrepitud que solo saben hablar de cuánto brillaron en el pasado, cuando contaban con su cuerpo elástico y el prestigio de la notoriedad. Así, como un bolo alimenticio, mastica a ciegas su nombre Castilla.

Enigma en la contemplación del alba: «Saber un rostro de memoria, pero para olvidarlo necesitar verlo todos los días» (Mario J. Lizque).


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

0 comments on “Los cuadernos pálidos (33)

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: