Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (34)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago un cielo enfermizo en el que pareciera haberse exprimido una gran naranja sucia o la inquietante familiaridad de las imágenes del horror ucraniano.

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Cómo voy a saber atender un poquito más el mundo si ni siquiera sé cuidar de una orquídea.


Ahí, dentro mismo de la niebla del alba, una hilera de pares de faros avanzan por la carretera con su luz turbia y nebulosa. Es lunes y pronto empezará otra jornada laboral. El resplandor lechoso del primer cielo va desvelando poco a poco los perfiles de este desfile fantasmal de vehículos que diariamente caen sobre la ciudad mientras los domicilios —camas revueltas y tazas con cercos recientes de café— quedan en silencio, enfriándose hasta la noche.

Para llegar hasta allí, en el barrio extremo de la ciudad, hay que atravesar sin mirar atrás el pasadizo donde un acordeonista desparrama su instrumento y se retuerce en el garabato de una melodía inalcanzable. Luego eso otro que desagravia el orden de la ciudad regulada y triste: fandango de mercancías exóticas en comercios sin nombre, andares de pasos cortos bajo chilabas, acentos numerosos que desordenan alegremente nuestro idioma… Y llegamos al piso donde esperan tres gatos y monedas que han entrado rodando desde la Antigüedad y menudencias sagradas, de una discreción metálica. El habitante de ese territorio se mueve entre todo ello con amor y pasos largos de esponja. Ya no quiere hacer ruido con nada. Ni con su propia escritura, que también ha puesto fuera de alcance. El sigilo ha derrotado cualquier signo de notoriedad, y esa es su grandeza secreta. Madruga cada día para estar junto a Homero. Repite de memoria versos de otros. Acomoda los suyos allá donde nadie los pueda hilvanar a nada: «Yo era un buen monje y un imán tardío».


Presumen de las operaciones quirúrgicas que han sufrido como si fuesen batallas a las que han sobrevivido; y hablan de sus prótesis —y hasta se muestran las que pueden— como condecoraciones que llevan consigo. Es la épica de los viejos. Oigo sus conversaciones de alarde. A más gravedad y padecimiento, más rango en el último escalafón de la vida. Hasta ahí, hasta ese final llevamos el juego de las jerarquías.


Pienso de pronto en una casa junto al río que ahora está vacía. Esa sensación de que las cosas te están esperando allí: la planta silenciosa del salón, creciendo a ciegas; el contenido residual del frigorífico, apagado y abierto; la loza que dejamos escurriendo y que ya estará tan seca. Un mundo detenido hasta que llegue la movilización del uso para volverlo a poner en marcha. Es como una canción interrumpida que un día se repone ahí donde quedó. Las cosas: los únicos seres que nos esperan donde los dejamos para seguir acompañándonos.


La retransmisión del dolor tiene algo de improcedente. Se nos mete en casa sin avisar y no nos deja comer a gusto. Imágenes de la guerra de Ucrania. El éxodo de los refugiados, que vienen imparables hacia nosotros, nos recuerda qué cerca estamos también del horror y la desolación. Son de raza blanca, visten ropas de marcas conocidas por nosotros y mientras caminan van hablando por móviles como los nuestros. Esas señales las tomamos como avisos incómodos. Nos vemos tan cercanos a ellos que de pronto imaginamos que tal vez eso mismo nos puede pasar a nosotros cualquier día. Cambiamos el canal de la televisión pero se sigue hablando de lo mismo. Es como si nos obligaran a resistir cara a cara el dolor de la guerra, con su coro de todas las versiones del espanto. Y no lo soportamos. No estábamos educados para la desesperación.


Cuando alguien ha acariciado a un ángel, ¿cómo renunciar a volver a rozar de vez en cuando la espuma de sus alas?

Un sombrero de fiesta en la aridez del campo. La imagen puede hablar de un abandono apresurado, de un olvido, de una ofrenda involuntaria a la intemperie. Pero puedo saber a ciegas que quien lo llevó fue feliz, escondió algo parecido a la alegría bajo el ala festoneada de vagos signos de mariachi. Vine a entregar otra versión de la vida aquí, donde solo se esperaría el aliento cereal del mundo campesino y el noble olor del estiércol. Eso podría decir quien usó ese sombrero que quedó aquí, escalfado como un agradecimiento imprevisto a un dios desconocido. Así se explica lo impropio.


Cómo te gustaría saber hacer en la vida lo mismo que en el mus: ver las cartas, tan malas que no sirven para jugada ninguna, y sin embargo seguir la partida sin un solo mohín, haciendo creer a la mesa —también a ti mismo— que incluso así tienes ocasión de estar con confianza entre las aguas revueltas del destino. Y si al final ganas la partida, no olvidar aquello que decía Vicente Núñez: «Si ganas, ya no has jugado».


En el centro de la ciudad, el hombre vendía pompas de jabón. Se le pagaba para eso. Para agradecerle la confirmación de que nada dura demasiado.


Pasan imágenes de un hombre que protesta en una plaza de Moscú contra la invasión de Ucrania. El ciudadano se limita a estar en silencio sujetando un papel que está en blanco. Aun así, la policía se abalanza sobre él y se lo lleva sin resistencia. Una vez más, un gesto incomprensible en su implicitud se convierte en altamente sospechoso. Porque ¿qué puede significar ese papel en manos de ese hombre? Vaya usted a saber. Los regímenes totalitarios no toleran conductas imprevistas ni lenguajes no controlados por la máquina del Estado. Y aún menos la quietud o el silencio. Siempre fue así. Ese papel en blanco constituía, por eso mismo, una afrenta intolerable. A veces se ha llegado a situaciones grotescas, como aquella vez en una comisaría de Salamanca, hace ya tantos años… Uno de los estudiantes detenidos —una muchacha— llevaba en la carpeta apuntes de filología. Al ojearlos, el policía se encontró con folios de prácticas de transcripción fonética, un lenguaje incomprensible para él. «¿Qué es esto?», preguntó. La muchacha le respondió que eran ejercicios de su carrera pero aquel hombre no quedó conforme, supondría que podía tratarse de mensajes en lenguaje cifrado: «Guárdalo para posterior revisión», ordenó al esbirro que tenía a su lado, antes de enviar a la muchacha al calabozo.

DEL MAR OSCURECIÉNDOSE SOLO

Qué soledad
del mar hablando a ciegas
con su verdad.


Como una irónica evidencia del alcance de la globalidad, llega la calima. La arena africana cae sobre nosotros y deja por todas partes esa pasta de partículas rojizas que lo invaden todo, como si en el cielo se hubiese exprimido una gran naranja sucia. Minuciosamente, entra el desierto en nuestras casas por cualquier rendija. Tomo conciencia de que esa arenisca que veo pegada al cristal de la ventana estuvo no hace mucho en el Sáhara, tal vez iluminada por la rodaja fría de la luna o almohadillando los pasos de una caravana de beduinos. Y ahora aquí, frente a mí, minúscula y pegajosa, dando fe de la volubilidad que asiste a todas las realidades del mundo. La vida es un éxodo. Un baile de semillas. Allí puede ser de pronto aquí. La calima nos lo vuelve a advertir durante estos dos días de cielo enfermizo, del color de las porcelanas asustadas.


…Y ahora se impone un tiempo colectivo en que da vergüenza seguir conjugando la vida en la primera persona del singular. La guerra está a las puertas de Europa, y el verbo poseer —yo poseo, tú posees— entra en riesgo. Ya nada es de nadie en Ucrania: gente apresurada salvando maletas, colchones enrollados sobre automóviles en lenta formación inacabable hacia cualquier frontera. Relatos sollozantes de quienes lo van a perder todo, si es que eso no ha ocurrido ya. Así los muestran las televisiones hora tras hora. Se nos meten en casa, nos incomodan con sus lágrimas y con sus ademanes, que reconocemos como nuestros. Son casi ya de la familia. Porque, a ver, esa mujer que mueve desconsolada la cabeza, ¿no es la misma que solemos ver los sábados en la frutería del barrio? Y esa otra, cargada con el niño como una hembra que lo defiende contra sí de cualquier arrollamiento, cómo se parece a la joven madre del piso de abajo. Así los vemos, como a parientes vagamente conocidos, como una visita inoportuna que pide que la miremos detenidamente, a ver si la reconocemos. Han venido a avisarnos de lo ilusorio de nuestra identidad: Tú eres yo, puedes serlo sin ocasión de decidirlo. De eso nos advierten. Y el oleaje estrepitoso de la historia alza hasta un nosotros lo que hasta ahora defendíamos suponiendo que era solamente de cada cual, esa «propiedad a toda costa» que, como decía Pasolini, era el último objetivo de la educación capitalista que nos ha modelado a todos.


Llegó nieve tardía a las crestas de las montañas que ves desde el ventanal. Nieve tardía. Luz exigua que de pronto iluminó lo que ya parecía muerto para siempre. Tal una aparición que lo desplaza todo al territorio de la ilusión. Aunque solo sea con la mirada, habrá que defender de lejos y en silencio esta nieve tardía.


DE LO SOMBRÍO

Oscura gárgara
y el corazón sin orden.
Omega y lágrima.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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