/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
Al amor de la lumbre, mi madre me contaba historias mientras una tormenta escatológica se abatía sobre la aldea. Iluminaciones brutales, fragor desmesurado de truenos amplificados por el eco en los montes, ruido ensordecedor del viento y la lluvia azotando ventanas y paredes. El terror me paralizaba, pero poco a poco me envolvían el resplandor y el calor del fuego de la chimenea, la voz de la narradora dramatizando sus relatos. Aquellos cuentos enseñaban qué eran el desconcierto, la angustia o el miedo, y cómo había que relacionarse con ellos. Aparecían seres capaces de sacar a la luz su fuerza interior o de asombrarse ante la magia del universo. Al cabo de un rato, la amenaza exterior no se había desvanecido, pero todo era más cálido y apacible. Años después la literatura, la pintura, el cine o la música acercaban a la belleza intrínseca de esos fenómenos, así como a su poder metafórico, su facultad de representar realidades distintas. Lo que en un principio parecía ser solamente portador de espanto ciego iba revelando núcleos de verdad. Otro tipo de discurso vino a sumarse. La ciencia profundiza en las circunstancias y causas de las tormentas, del eco, del lapso de tiempo que transcurre entre el relámpago y el trueno. Hasta nos es dado saber por qué llueve, cuestión que, no obstante, sigue siendo un misterio para algún ilustre prócer local.
Las historias que narran los contadores de cuentos, incluso las filosóficas y científicas, proceden del don de imaginar que adorna a nuestra especie. Está en la base de la curiosidad insaciable y la necesidad de comprensión que albergamos, y es un error juzgarlo superfluo, pasado de moda en una sociedad regida por la sensatez y la utilidad. «La fantasía tal y como se encuentra hoy en muchas personas está escindida de lo que estas consideran como su experiencia de adulto madura, sana y racional. No vemos entonces a la fantasía en su verdadera función, sino sentida meramente como una molestia infantil, intrusa y saboteadora» (Laing: La política de la experiencia). Esa falta de reflejos emocionales las lleva a quedar sumergidas en la marea de la vulgaridad cotidiana. La razón instrumental determina sus movimientos y, lo que es aún más grave, sus pensamientos. De ahí su nula atención al arte y la cultura, que podrían aproximarlas a saberes escondidos y reconfortantes. La dictadura del sentido común aplasta todo intento de indagación, de buscarle las vueltas al argumentario. Presenta una visión gris y simplista del mundo, las cosas y los hechos, ni es objetivo ni tiene que ver con la verdad. Es nocivo porque pone límites a la curiosidad del ser humano, a su genio y, en definitiva, a su libertad. «Cuanto más sólido, bien definido y espléndido es el edificio erigido por el entendimiento, más imperioso es el deseo de la vida… por escapar de él hacia la libertad» (Hegel: Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling). Frente a la pedestre realidad que la sensatez nos vende a alto precio, se nos ofrecen verdades dispersas, pequeñas joyas que atesoramos con entusiasmo. La reflexión, la sensibilidad, las emociones aflojan el corsé del conformismo, ayudan a tomar bocanadas de aire fresco. La cultura nos provee de referentes, de puntos de apoyo para mantener la aspiración a una existencia plena, digna, ética. No se trata de caminar guiados por un faro que lo ilumina todo, no hay certezas absolutas, pero sí luciérnagas en la niebla que orientan nuestro peregrinar. La verdad del cuentista alienta y consuela.
El que habla no lo hace ex cathedra, al estilo de esos tertulianos todoterreno que acechan en la oscuridad. Lo humano, lo nuestro, es rastrear y a veces encontrar revelaciones parciales, de cuando en cuando a flor de suelo, otras veces tras trabajosa excavación. Tomo lo que me parece genuino, bello, bueno y justo, y solo me interesan las verdades que se asientan en la tierra; a las que nacen del aire, no les presto atención. Intento no transformar mis opiniones o las que comparto en creencias, y no seguir a los flautistas de Hamelín del prêt-à-penser. Pues el momento actual muestra la mayor concentración de voceros del amo que haya existido jamás. «Muchos no saben/ que su enemigo marcha al frente de ellos./ La voz que les manda/ es la voz de su enemigo./ Quien habla del enemigo,/ él mismo es enemigo» (Brecht: Catón de guerra alemán). Combatir los vanos dogmas que presentan la injusticia, la mentira o la fealdad del mundo como datos naturales e incontrovertibles es un deber moral en lo colectivo, pero también en lo personal.
En esta época convulsa, es un triunfo permanecer inmunes al contagio de la ilusoria fe en las bondades del discurso oficial. Son malos tiempos para la lírica, aunque excepcionales para la Lyrica. Este «es el nombre comercial de la Pregabalina, una sustancia que se utiliza para neutralizar los dolores neuropáticos, desconectando los impulsos nerviosos de manera que no lleguen al cerebro las señales del dolor» (Maillard: La mujer de pie). Dosis masivas de este fármaco se nos administran cada día por tierra, mar y aire. En último término, la verdad del más fuerte no suele ser la verdad, sino la fuerza. Lo que necesitamos no es la totalidad, lo absoluto, lo poderoso, es la verdad. Entre Agamenón, cuya verdad disfruta de la protección del poder y sus prerrogativas, y la desnuda verdad del porquero, humilde y frágil, me quedo con esta. Lo que me lleva a explorar es el ansia de comprender, nuestra curiosidad ancestral. Mis herramientas son el arte, de la literatura al cine, la filosofía, las ciencias humanas y naturales, y por supuesto la vida, con sus luces y sombras. Verdades personales relevantes pueden surgir en el horizonte cuando menos lo esperas, y convertirse en piedra angular de tu edificio. En la triste España en blanco y negro de mediados de los setenta, donde la banalidad de los días prohibía toda alegría, apareció una verdad sin paliativos. De súbito se presentó algo que no había conocido antes. Tenía el brillo de una explosión estelar, pero ha persistido con igual fulgor durante décadas. AYB-1958, la supernova del verano del setenta y cinco, nunca ha dejado de iluminarme, permitiéndome ver más claro y más lejos.
La búsqueda de explicaciones es sin embargo un arma de doble filo. Si está en el origen de la curiosidad, puede también poner los cimientos de la credulidad, y los usufructuarios de la Verdad Absoluta y sus trampas lo saben de sobra. Los cuentistas perversos pretenden colocarnos el cuento de la Verdad, todo lo contrario de la verdad del cuentista. Su metarrelato tiene la misión no de dormirnos, sino de volvernos sonámbulos, o más bien zombis; en lugar de atarnos de pies y manos, embridan nuestros cerebros. Su designio es controlarnos, y para ello nos van a contar los malos cuentos que sean precisos. Pero con León Felipe, nos los sabemos todos:
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan solo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen los cuentos…
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos…
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos…
y que el miedo del hombre…
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos…
Y sé todos los cuentos.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
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