/ por Guillermo Sánchez Ungidos /
Fotografía de portada: Miguel Rodríguez Monteavaro presentando las Xornadas del Vino de Candamu en 2016, fotografiado por Xosé Antón Fernández Ambás
Así sucede el poema.
¡Y en qué poco sitio en realidad! ¡Qué poco tiempo!
El poeta se convierte en un experto en hacer maletas.
Sylvia Plath: «Comparación»
Un poema, para Sylvia Plath, es un instante que cambia las cosas de lugar, ese momento entre que se abre y se cierra la puerta en el cual descubrimos algo nuevo sobre el mundo. Podía decirse que el despertar de la vocación poética y el germen de la escritura —del libro, de la vida— de Miguel Rodríguez Monteavaro se remonta a un parpadeo, a un abrir y cerrar de ojos, la puerta del mundo: «Cuando yera pequeñu escoyí les mios primeres gafes porque’l modelu de prueba de la óptica nun tenía cristales, y porque una rapaza de Bual que se llamaba Bárbara, de cuatro o cinco años más que yo, tenía unes montures idéntiques». No parece muy aventurado pensar que, desde aquel instante en la óptica de Navia, la creación —sean cuales sean sus manifestaciones— se convierte en una razón del habitar, una razón del ser. Así comienza el poema, así nace el superhéroe, aferrado a una montura cuya maniobra de resistencia —decisiva como elemento formativo, fundacional, según sus palabras— desencadena todas y cada una de las posteriores decisiones, todas y cada una de las rebeldías, todos y cada uno de los versos. Por eso, este episodio es evocado como la elección iniciática que habría condicionado el ingreso, sin marcha atrás, en el mundo (de la poesía) y el florecimiento de una actitud insurgente que preside, al mismo tiempo, un estar en el mundo y una clara concepción del hecho poético: «agora lleéi, indentificáivos conmigo y gozái».
Como señala el poeta boalés en superpoderes (Trabe, 2020), galardonado con el Premio Asturias Joven de Poesía en su edición de 2019, la primera elección conllevó una primera decepción (tenían cristales y mareaban), pero con ello comenzó a escudriñar la realidad. Ver es tomar una decisión, fijarse en algo concreto y dejar al margen lo que está en el centro; ver es también mirarse a uno mismo, como nos ha enseñado María Zambrano; y esa es la razón por la cual entrar a la vida, es, en primera instancia, verse rechazado («Equí, na nuestra casa, nun ye que teamos menos desarrollaos que n’otros sitios, lo que pasa ye que nun confiamos abondo en nós mesmos como pa ser fuertes»). Pero al mismo tiempo ese vistazo no es voluntario, sino que ha sido empujado por lo sobrevenido, por una metáfora, por un caer en la cuenta («Al final, aquelles gafes primeres que yo tuvi nel añu 92 fueron más qu’el reflexu de la nuestra existencia: la montura somos nós y los cristales, los eventos inesperados que nos van faciendo cambiar el rumbu, cosa que non necesariamente ya desfavorable»).
La articulación de la poesía implica entonces la instauración de «los defectos más comunes de los superhéroes», los sentidos comunes de lo individual, lo nacional y lo literario. Por eso, hablar de poesía en asturiano —de literatura en asturiano— implica hablar de todo un proceso: la constitución histórica de un imaginario común para la sociedad, con sus fronteras desnaturalizadas, de alguna manera, con repertorios diferentes, con un sistema de hábitos incorporados a través de lo social y entrelazados a una tradición, con un origen específico y, por supuesto, con una lengua socializada como propia. Es en parte lo que pone de relieve Rodríguez Monteavaro, la performatividad de la poesía como mecanismo sensible a cuestiones identitarias, individuales y colectivas:
y yo pregúntome: qué coses nunca van dexar de ser provocantes de
consignes y cántigues? si lo supiera nun taría equí, seguro,
taría n’asturianos por el mundo
vendiendo la mio proxección nalgún paraísu
Esto conduce a una conciencia de estilo con la que reconstruir la tradición y explorar la lengua, tematizando esa situación de desamparo, de desarraigo, «lo tremendamente asturiano»; las esperanzas y las decepciones del poeta al manejar las palabras que constituyen su herencia, frente a las otras situaciones, construyen un edificio que garantiza su camino. Por ello, en línea con lo que decía Terry Eagleton en Cómo leer un poema, «el lenguaje es el medio por el cual tanto la Cultura como la cultura —el arte literario y la sociedad— llegan a la consciencia», la reflexión acerca de la lengua como vehículo de expresión es aquí también una forma implícita de explorar la identidad cultural del escritor, como individuo social, y en la medida en que la lengua usada es una lengua enraizada en una patria individual, surgen también reflexiones irónicas sobre una identidad nacional («tou filologuín lleó’l quixote y a nadie-y gusta tar solu, porque/ tol mundo n’asturies ye rural y los asturianos, yá sabéis,/ somos mui abiertos»). superpoderes traza así una relación entre ese sentimiento de la lengua y el desarraigo existencial que afecta a la voz que habla en el poema.
Rodríguez Monteavaro juega con las estructuras tradicionales para hacer un llamamiento a la resistencia desde lo generacional, lo colectivo y lo precario. Compagina en la práctica de su poesía las antípodas personales y físicas, la función social de las contradicciones, sus cauces y sus proyecciones como individuo, con aquellas verdades minúsculas, los superpoderes que conciernen al dominio más íntimo y al dominio público. A la vez que se revisan sucesos e instantáneas de la memoria familiar, se insertan meditaciones propias de una «intelectualidá rural», sobre la experiencia artística, el trabajo o la realidad, de la misma manera que, en el interior del texto, surge funcionalmente una anécdota, un personaje, un ambiente, un destello subjetivo. No hay frontera en los versos al margen derecho de la página, se desdibujan las convencionales líneas que separan lo público y lo privado.
Y es que lo poético se manifiesta reflejado en los cristales gruesos de la memoria doméstica, porque incluso los detalles más insignificantes son convertidos, por medio de la imaginación del escritor, en claros vislumbres de la excepcional capacidad sugestiva de la poesía, de su performatividad: su intencionalidad verbal, material y metafórica. Es, en definitiva, la búsqueda y la aplicación del «ópticu superpoder», en el borde más tenue del reflejo de la memoria, en la franja más gruesa del poema, en esa grieta apenas percibida de un individuo cuando escribe, cuando trabaja, cuando piensa, cuando recuerda, cuando es, donde emerge de pronto el hallazgo, la sutil puesta en relación de la pequeñez de una decisión con la experiencia de la poesía, de la experiencia total del ser humano: «fala colos güeyos enantes d’abrir la boca./ […] calca/ suave les palabres pa que nun vuelvan rebotaes».
La palabra poética, en efecto, no se entiende si no es como un diálogo; si no implica una transferencia del estado de ánimo compartido; si no se traslada al lector el vuelco emocional que supone para el poeta. Desde esta perspectiva, se comprende la relevancia que se otorga a la presencia de la vida en la poesía de Rodríguez Monteavaro, que nos ofrece en sus versos una crónica del desastre de nuestro tiempo y de su pronta confluencia con una generación («en cierto, equí también somos antípodes:/ el filu que nos une al otru llau y que fai que/ nun se desaxuste’l mundo»). Se añade, además, una oportuna reivindicación de la destrucción y de la incardinación del movimiento social en la nueva forma de vida y de pensamiento que, con todas las limitaciones y contradicciones que se quiera, propone el estallido social y poético del mundo, amplía el horizonte:
esta selmana eché a rodar les mios teoríes
sobre la impulsividá y paez que van dando frutu.
a ver si al final, esplota yá la razón
y ardemos, felices
nel infiernu.
Replicada de modo diverso en las tres partes que conforman el libro, y que remiten al ser en su esencia (apelación, habla y supervivencia), el lector encuentra la meditación más completa sobre la vida, una traslación de un pensamiento que avanza sobre la base de lo acaecido para pensarlo como nuevo en la escritura y proyectarlo así hacia un futuro («solo tengo qu’escribilos/ pa que formen parte de la historia»). La ocasión en la que fueron escritos parece haber condenado a algunos de estos versos a una existencia frágil («les circunstancies/ moldiáronme/ el semblante»), pero es indudable que lanzan una mirada crítica profunda que aspira a prolongar las preguntas de las que emergen, no a resolverlas; que mueven inquietudes y dudas; que crean un lector inteligente y comprometido, dispuesto a ir y a volver del texto a la vida, y de la vida al texto, y a transitar con decisión y criterio por las dependencias de una realidad en ruinas:
nos díes que cuerren ye imprescindible
ser conscientes de
contra qué nos queremos rebelar,
nun vaya a ser que llueu
haya héroes nuevos
y desbanquen
a güelpe d’actualidá
les nuestres histories actuales.
Frente a todo lo que se dice, se alza esta poesía a espaldas del sistema, transgresora, que crea y que pone a la realidad en un estado de crisis («el fin va ser mirar per ónde anduvisti./ per ónde fuiste fa(l)lando»). La palabra poética, así, no designa ya una realidad exterior a sí misma, sino que adquiere una capacidad de destrucción radical, puesto que nombrar es destruir y el nombre destruye al hombre («agora que tol mundo occidental cai/ a pedazos,/ faise necesaria, más que nunca,/ la destrucción»). Los poemas dejan de significar en sentido autobiográfico («paez qu’en tou esti tiempo solo fixeron/ falta/ cuerpos// ye asina, yo quiero/ desintegrame») para ser una vida donde la voz se desfigura y deja de ser tal, un discurso de la violencia, quebrado, como una muestra de unidad borrosa («y el fatu que ye/ un repunante,/ ai, non,/ qu’esi soi yo»). La palabra hecha añicos que intuye la incapacidad de proporcionar sentido alguno, salvo que este mismo no sea también más que un deshecho, apalpa la violencia con ternura. El único modo de existir es destruir y recrear a través del lenguaje, ser en el lenguaje, porque «asina se foi faciendo’l mundo:/ colos defectos más comunes de los/ superhéroes».
En fin, todos nuestros superpoderes son minúsculos, como nosotros, y nuestros conocimientos confusos, imprecisos, igual que una mirada acostumbrada al reflejo pierde nitidez al ser desmontada. Nos queda, entonces, abrirle la puerta a la poesía: «llibertá y derechu de decisión./ asina se fai,/ ostia».

Miguel Rodríguez Monteavaro
Trabe, 2020
64 páginas
9 €

Guillermo Sánchez Ungidos (Avilés [Asturias], 1993) es graduado en lengua española y sus literaturas, máster en formación del profesorado por la Universidad de Oviedo, y máster en teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. En la actualidad, cursa el doctorado en investigaciones humanísticas en la Universidad de Oviedo, y sus principales líneas de trabajo son la metaficción, las nuevas formas del relato y la visibilidad y las proyecciones de la teoría literaria, sobre las cuales ha publicado artículos y reseñas en revistas especializadas y volúmenes colectivos.
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