/ una reseña de Carlos Alcorta /
Foto de portada: Miguel Floriano en Tapia de Casariego, con el faro al fondo
Hay que reconocer el esfuerzo que hace Miguel Floriano (Oviedo-Uviéu, 1992) ―autor de títulos como Quizá el fervor (2015) y Canciones (2016), crítico literario y antólogo―por buscar nuevas vías de expresión y no estancarse en una estética que, por otra parte, le ha proporcionado excelentes resultados: recordemos que con La materia y la envidia obtuvo el Premio Antonio Gala de poesía. Esta indagación posee un mérito particular porque no resulta fácil desprenderse de una retórica y de un estilo arraigado en sus versos desde sus primeras publicaciones, pero asumir riesgos expresivos y formales es algo consustancial al verdadero poeta, aunque los resultados no sean, de momento, del todo satisfactorios.
Como escribe Miguel Alarcos en la contracubierta, «La poesía de Miguel Floriano es conceptista en un sentido cuasi estricto: el contenido está condicionado por una idea insistente, por un sistema metafísico propio que se va sofisticando a medida que el poeta crece y madura». Esta sofisticación se acentúa en algunos poemas de Mapas del vagabundo, su último libro, dividido en dos partes, «El reino» y «El eco», con un poema prologal más una coda final.
El sentido circular del libro se pone de manifiesto fundamentalmente en dos poemas: el que finaliza la primera sección ―una severa crítica a la banalidad y la perversión del lenguaje de la que esta se alimenta para sobrevivir― y el que comienza la segunda, en el que se certifica, o al menos trasmite esa impresión a quien esto escribe, que cuanto más tratemos de comprender la realidad, más caeremos en el abismo del desconocimiento.
El poema «Gnoseología (I)» insiste en esa idea en versos como estos: «Ha de decirse que el saber desgasta como la sal/ a la piedra, que la experiencia nos va volviendo muertos/ sucesivos, sucias prendas en el tendal del mundo», versos que refutan la idea de que el paso del tiempo nos hace, cuanto menos, más sabios y, por tanto, más proclives a adaptarnos a las circunstancias. La constatación de esta idea la traslada Floriano al propio poema porque este «descubre la ciencia que nos extingue y el viejo/ veneno que nos calla», pero descargar en el poema esa responsabilidad conlleva pensar que la poesía es capaz de restaurar los desconchones de la conciencia, algo que solo ocurre cuando la vida se niega a sí misma su capacidad para asumir el dolor de la existencia: «Nada puede escribirse que no estuviese/ ya olvidado. Poema/ es un lugar que mi lenguaje asola:/ ved las ruinas tocadas por la sombra».
Varios poemas se articulan, además, sobre la relación entre el cuerpo y el lenguaje, entre la piel y la palabra: «Hubo ―escribe en el poema «Noli me legere»― quien arriesgó palabras/ que abandonar quisieron/ las cárceles del cuerpo,/ para inventar los fuegos de su tacto/ hacia el aire vencido». La indagación metapoética se extiende a la segunda sección del libro, aunque en ella, la relación del leguaje se establece, más que con el cuerpo y su fisicidad, con los objetos, a quienes el poeta les otorga la función de testigos («Objetos de mi vida,/ que me rodeáis inmóviles y bellos/ con vuestra indisciplina,/ sabéis muy bien que no he logrado/ derribar el invierno/ ni merecer sus manos») y con su pasado («Ni el sueño ni el pasado hoy me perdonan/ haber escrito tanto», afirma en un duro acto de contrición), con sus años de formación: «Entonces tenía mucho que aprender/ y aún más que demostrar. El imposible/ y sofisticado Blanchot, aquella tarde,/ había ido dictándome un poema/ en el que quise aproximarme, sin lograrlo,/ a tu pasión por la discreta/ ceremonia de los símbolos».
Esta sensación de desengaño desemboca en un cuestionamiento de ese yo que se ha dejado llevar por la corriente de los símbolos: «Estaba muerto de esperanza, no de sed./ Cautelosas aguas movían las palabras/ hacia donde de verdad se las espera,/ temblando en un cauce imprevisible.// Querían escribir mis futuros/ actos tu recuerdo». Como colofón, este conflicto identitario paradójicamente encuentra en la escritura un enemigo implacable, al que se recurre, sin embargo, cuando las frustraciones arbitran la existencia: «Moral, cuerpo, poder, lenguaje, poema./ La escritura es la obstinada persecución/ de un momento extraviado y pertinaz,/ de un sentido en el presente que simula o huye./ Devolvedme la vida y quitadme la debilidad/ de venerar palabras que se agotan/ con la confianza que uno deja en ellas». Esta petición a un innominado ser bien pudiera resolverse en el ámbito de la intimidad y, probablemente, si la escritura ―como deseamos― se impone, lo veremos en los próximos libros de nuestro autor.
Selección de poemas
Noli me legere
En el barro interminable
la carne impúdica se ahoga.
Hubo quien arriesgó palabras
que abandonar quisieron
las cárceles del cuerpo,
para inventar los fuegos de su tacto
hacia el aire vencido.
Suya la lealtad de la impaciencia,
suyo el olvido y la traición
cuando al volverse, entre el murmullo
de cantos en la sima oscura,
queda desvanecida en una ausencia sin término
realidad de mujer y etérea música.
Fue porque comprendió: este mirar es ciego.
En el bosque de las fabulaciones,
al quebrarse la rama
bajo las garras de criatura innoble,
escuchamos el grito del herrero,
ya terminado el oro de su muerte.
His last bow
El placer melancólico de viejas escenas
que despertaron la pasión libresca
en los remansos de la adolescencia.
Algunas de ellas son inolvidables.
Un jovencísimo Joseph Rouletabille
que, nunca antes de las seis y media
de la tarde, frente a un atónito auditorio,
le da nombre al fantasma del castillo
de Corbeil en Le mystère de la Chambre Jaune.
Un apesadumbrado capitán
Arthur Hastings, que lee la carta póstuma
donde Hércules Poirot disculpa su suicidio
detallándole el modo en que acabó
con el malvado Stephen Norton.
Lo hizo con somníferos, un disfraz y una pistola.
Un disparo simétrico en mitad de la frente.
«Todos tenemos ansias de hacer daño,
incluso de matar, querido Hastings,
aunque jamás la voluntad de hacerlo», escribe.
Sherlock desentrañando con la misma
excitación de los poetas, que se parece a la muerte,
el acertijo de los bailarines.
Jane Marple, que recorre St. Mary Mead.
se ajusta el sombrero, saluda a un inspector
de Scotland Yard y se repite: «people are the same
everywhere». Tú, que llegas hasta aquí
con tus pies de paloma malherida,
dejando atrás los pasos
de la vida fronteriza, tal vez
arrepintiéndote, intentando no hacer ruido,
buscando nadie sabe
qué cosas en el gran teatro vacío…
Mi último saludo en el escenario es este.
No será tu placer el de la melancolía.
Otoño
Si te pienso, otro tiempo
dormido se ilumina
en los rincones de noviembre.
«Mirad, pasan los días
igual que perros tristes»,
nos dijo aquella noche
de la que no regresaría
nunca más. Tantas veces
la vimos sonreír, vestirse
con la prisa de su deseo,
abrirnos el regalo de su inteligencia
o hablarle al mar, el disfrazado,
el siempre disfrazado.
Solía irse muy lejos
al despuntar el mes
en que la savia se envanece
pulsando las raíces,
delicado furor,
delgada voz del crecimiento.
Cerca, junto al camino,
por encima de un cúmulo
de ramas y hojas secas
han pasado unos niños
que persiguen a su madre
en un juego perenne.
Debajo está mi corazón.
Gnoseología (II)
Converso sobre temas
sin interés alguno con aquel
a quien aspiro a parecerme, y que fui yo:
conciencia abandonada de un modo sutil
y cuerpo que nace aún, generoso y puro.
Moral, deseo, poder, lenguaje, poema.
La escritura es la obstinada persecución
de un momento extraviado y pertinaz,
de su sentido en el presente que simula o huye.
Devolvedme la vida y quitadme la debilidad
de venerar palabras que se agotan
con la confianza que uno deja en ellas.
Sé que estoy solo, que estoy solo y en silencio,
nada, nadie, y ya muy lejos –esperas
ser pensada, recorres un jardín de cristal,
una calle en penumbra que del dolor conoce
demasiadas cosas. Amanece–.
La escritura es buscar, avaramente,
sucias las manos, agua en el agua.

Miguel Floriano
Siltolá, 2022
68 páginas
12 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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