texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas
La sierra de La Culebra en llamas. La otra noche empezó a arder parte de Aliste, la tierra de mis antepasados, y también La Carballeda. Es el horror. Al menos ya van veinte mil hectáreas tragadas por el fuego, que sigue avanzando. Carreteras cortadas, pueblos evacuados de madrugada, líneas ferroviarias suspendidas. El autismo a que se había condenado a esas comarcas desasistidas se agrava aún más por este cerco cruel que castiga definitivamente las vidas de quienes ya han padecido antes todas las formas de la desolación (precariedad, sacrificio extremo, emigración, desarraigo, apartamiento, resignación…). Y ahora esto. Una gestión política negligente y llena de interesadas imprevisiones (escasos efectivos en las labores medioambientales, contratación de brigadas forestales en manos de empresas privadas al más barato coste posible) ha propiciado que la Naturaleza, ya la única aliada de Aliste y La Carballeda, haga huir a todos sus habitantes con precipitación, con esa sensación —estoy seguro de ello— de que nada en su vida los ha respetado del todo. Les quedaba hasta ahora el consuelo de un paisaje de hermosura exuberante y de fertilidad. Pero ya solo podrán abrir cada mañana las ventanas que dan a la devastación. ¿Y cómo van a poder sobrevivir a eso? En el cementerio de esos pueblos perdidos, mis muertos recientes y mis muertos antiguos ¿no han de sentir el latigazo del aire quemado que ahora huelo yo de lejos, a pesar de los kilómetros? Es el olor de la destrucción y de la ignominia, que ellos también conocieron en tantas otras versiones.

Adentrarse en una papelería y juguetear con lo que va saliendo al paso. Lo más parecido a regresar a las tiendas de la infancia, a los kioscos y tenderetes donde sopesábamos un buen rato con la mirada las golosinas del domingo. Antes de comprarlas, la imaginación y el azúcar del deseo ya nos las habían metido en la boca. Ahora en la papelería hay también esa misma fiesta pequeña de las cosas: el bosque en pie de bolígrafos y rotuladores, los sobres de todos los colores y tamaños posibles, las carpetas pudorosas que se abrochan con un botón… Dan ganas de comprarlo todo, haga falta o no haga. Síntoma de niñez: lo que más se desea es lo que no se precisa.
Queda abierto el ventanal del salón ya cada noche. Se han bajado del trastero los dos ventiladores. Un frasco de agua se pone a enfriar en la nevera. Preparativos para defenderse del verano, que ya enseña sus dientes amarillos en estos días de junio.
Hemos visto tantas películas de guerra que ahora vemos la guerra y nos parece una película. Las imágenes de la televisión (ya en la segunda fila de las noticias) nos parecen previsibles, vagamente conocidas de antes. Como si ya nos las hubieran contado de otro modo y no necesitásemos prestarles ojos ni oídos. Esos rostros tiznados de los soldados ucranianos, esos uniformes del color del cemento, ¿se habrán inspirado en la estética bélica de alguna película? Nada extrañaría que dentro de algún tiempo sugiriesen la temática de un desfile de moda en París. Banalizar lo dramático es el primer paso para hacerlo desaparecer de nuestras conciencias. No: la realidad no es del todo verdad —eso parece—, así que escapamos de ella a toda vela y sin remordimientos, justificándonos de cualquier modo. Como oí decir el otro día a una profesora de la universidad: «No quiero ver nada de esta guerra; a mí tampoco me ayudó nadie cuando lo necesité». Siempre se encuentran razones para el desentendimiento. Más adelante, cuando individuos de alma metálica decidan terminar con esta guerra para empezarla en otro lado, diremos en voz alta que no fue para tanto.

De pronto, aterriza en el suelo de la cocina el casco voladizo de una cebolla, que se revuelve y lo transforma todo. Acaba de caer una estrella. Desdentados y altivos, los tenedores se desentienden de sus funciones sumisas y esperan con ilusión melancólica la llegada de Poseidón.
La más alta incursión tecnológica que en mi vida conseguí fue acertar a atarme los zapatos. Después ya no he logrado hacer nada llamativo con las manos. Pero aquello sí. Recuerdo la paciencia de mi madre ayudándome a hacer el nudo inicial, la mariposa del lazo montada casi en el aire, el apretón final de los cordones sobre la boca del zapato. Pensaba ella que era un ejercicio de iniciación a la vida lo que en realidad fue, al menos para mí, una lección final. Nunca supe llegar más allá. Los zapatos atados: yo ya creía que eso era suficiente para avanzar en adelante con pasos firmes y seguros entre las cosas. ¿Y para qué aspirar a más? De modo que ese día eché a andar resuelto y sin norte. Todo lo demás fue accidental en mi vida. Y así hasta hoy.
Parece un hombre joven. Lleva más de un mes camuflado en la pequeña tienda de campaña que ha instalado al lado de casa. Apenas se le ve salir de ella. No se sabe qué come. No hace ruido ninguno ni deja desperdicios que lo delaten. Él se limita a estar en su madriguera como si se defendiese de algo que le acecha afuera (nada distinto de lo que los demás hacemos). Su presencia ha marcado un territorio y los niños ya no se acercan por allí. Un hombre misterioso que se ha apartado del mundo y que no puede dar la cara, seguramente porque si lo hace se la partirán. Los fiscales del barrio aún no lo han descubierto.

En los oficios de la proximidad física (peluqueras, barberos, masajistas, podólogos) se impone con facilidad —seguramente por tener el cuerpo del otro tan cerca— el extraño festín de las confidencias. Durante la sesión del manoseo habitual, el osteópata me dice que en estos días va a ser su cumpleaños. Aún no cumplirá los cincuenta, pero me hace saber con una especie de franqueza íntima que no lo lleva bien. Lo cuenta con esa pequeña coquetería falsamente dramática de quienes tratan de suscitar compasión ante la expectativa de lo que podría venir en adelante. «A mí me lo vas a decir», le corto el paso. Me pregunta entonces con sorprendente interés cómo se lleva «eso de la edad» veinte años después. «Pregúntale a mis huesos, tú conoces su idioma», le digo con suficiencia socarrona. Y como me insiste para que le hable más sobre qué se ve a las puertas de la vejez, cómo se lleva el coro de claudicaciones que poco a poco nos van minando, se me ocurre decirle esto: «Quizás a cierta edad ya no importa tanto vivir como haber vivido; eso es todo». Se impone entonces un silencio entre los dos. Oigo chasquidos y estrépitos oscuros dentro de mí mientras él sigue amasando la panadería muscular de mi espalda. No nos vemos la cara y eso lo hace todo más peregrino y más irreal, tal como si fuésemos dos extraños de conductas desentendidas que hoy hemos llegado demasiado lejos.

Ha caído la flor de todos los castaños del parque y se traza por sí solo un camino misterioso, una estela que propone una ruta incierta para seguirla. ¿Adónde llevará? Por momentos, uno la mira y le parece que es la entrada a un reino ajeno a obligaciones y relojes, otra versión de Alicia en su inmersión contra la lógica del mundo. Por si acaso fuese así, yo entro ahí a ojos cerrados y echo a andar con la ilusión de desaparecer.
Aún inadvertido, el hombre sigue en su tienda de campaña. Se llama Antonio y fue pintor. Le han robado hace poco la bicicleta y entonces decidió quedarse ahí. Es todo lo que ha contado. Viejos tatuajes le recorren los ríos de las venas en los brazos. Cuando hablamos, noto en su voz el recelo de los perseguidos que no se fían de quienes se acercan a ellos. Acepta lo que Ana le lleva para cenar. «Me da palo», le dice. Y continúa su vida silenciosa en el iglú de campaña.
Sentada en unas escaleras al aire, la mujer vestida de blanco ilumina aún mejor la mañana. A ambos lados, la cal reverberante de las fachadas pretende acompañar, sin igualarla, la escena de un resplandor que se impone a todo, como cuando se abre por la mitad una fruta y ya hay menos oscuridad en el mundo. Algunos seres consiguen eso.
El final del poema es siempre, siempre un camino cortado. El poeta manotea y trata de seguir. Las palabras no le obedecen. Hay que parar.

Visión de una naturaleza calcinada. Brasas, ceniza, cáscaras. En la tierra quemada, piedras aún calientes y pinos con ramas negruzcas como hematomas bajo el cielo azul de la tarde. Mundo muerto. Reino de omisiones. Eso fue lo que vimos Benito y yo el domingo en la sierra de La Culebra.
No alzaba nunca la voz. Y para no hacerse notar sabía estirar su propia sombra a fin de caber en ella y esconderse como en un estuche inabordable para los demás. Prefería las calles secundarias y los nombres comunes, sobados de tanto uso, y apenas abandonaba la ciudad a la que siempre trató de lejos como a un pariente vagamente apreciado a ciertas horas. Quiso vivir hasta que dio con las últimas puertas, las que dan acceso al solar que a todos espera. Las traspasó sin ceremonia. También en eso supo manejar el comedimiento. Guardaba el secreto de una suprema delgadez —su única desmesura— y fumaba con pipa para hacer tratos de otro modo con el tiempo. En sus manos los huesos se afilaban lentamente como ramas o agujas de secreta excedencia. Se fue como vivió, acatando casi todas las normas pero sin aprendérselas del todo nunca. No quiso connivencias con casi nada. Adiós, Alberto, adiós.
¡Mira la orquídea! De pronto han salido de la punta de la rama, allá donde parece que la nada se encuentra con el aire, unos brotes disparados hacia la vida. Parecía imposible que ocurriera pero, como decía Cristóbal Serra, no debemos olvidar nunca que la piedra pómez estuvo alguna vez en un volcán.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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