/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /
Últimamente me he dedicado a buscar influencers en la red. Los hay de todos los tipos, desde chicas y chicos monos a personajes grotescos; desde auténticos fantasmas a estafadores profesionales o simplemente embusteros. Algunos parecen serios e incluso útiles. Pero no lo hice porque ellos o ellas me interesaran particularmente. La razón de ello fue que el New York Times publicó un artículo sobre el tema, titulado: «¿Millones de seguidores? No te fíes de ellos para la venta de libros». Según el estudio que maneja el rotativo neoyorquino, el primer problema es qué significa «número de seguidores» o número de likes. Es evidente que hacerte seguidor en Internet no significa que realmente sigas a aquel individuo al que alguna vez señalaste como interesante y, por otro lado, un like no significa ni tan siguiera que hayas o escuchado o leído el mensaje o el texto sobre el que te pronuncias.
Cuando uno se ha dedicado a la docencia universitaria, como es mi caso, debe tener claro que lo dicho por el profesor no significa necesariamente escuchado; tampoco escuchado significa comprendido; comprendido no significa aceptado y aceptado no significa practicado. Es decir, poner un like significa bien poco y, por ello, difícilmente se traduce en ventas de productos, y menos todavía en el caso de los libros, que para muchos usuarios de la red son productos del pasado. Seguir a alguien en la red puede responder a un fenómeno de simple curiosidad, como «¿qué dice este tío?», o bien «es guapo o guapa». En todo caso, un like no genera ningún compromiso económico ni de ningún tipo. La mayoría de los internautas con los que nos cruzamos en las redes sociales, en el caso que lean algún texto nuestro o algún artículo, no necesariamente comprarán un libro del autor al que han seguido.
Ciertamente, en la Red entramos en relación con muchísimas personas, nos comunicamos de forma casi automática y simultanea con miles de desconocidos. Y sin embargo, si atendemos a lo que establece la teoría de la información, también conocida como teoría matemática de la comunicación (Mathematical theory of communication) —formulada en los años cuarenta por Claude E. Shannon y Warren Weaver y que desvela las leyes matemáticas que rigen la transmisión y el procesamiento de la información, además de ocuparse de la medición de la información—, podemos afirmar que la comunicación y la información son dos conceptos inversamente proporcionales. Es decir: a más comunicación, menos información. La presencia masiva de datos no redunda en una mejor comprensión de los fenómenos. No quisiera extenderme en este extremo, pero hoy cada vez resulta más evidente que, en la información, disponer de tres mil millones de ladrillos no significa necesariamente tener un edificio, dado que hay que saber ordenarlos, procesarlos y articularlos de forma veraz y comprensible.
Por lo tanto, ¿qué significa realmente acumular likes por un supuesto influencer? ¿Quién garantiza que estos likes son reales o son fabricados por la misma red? ¿En qué se traducen? ¿Qué información realmente transmiten?
En resumen, hay que admitir que la irrupción de un nuevo medio de comunicación de masas siempre produce distorsiones en la información; en los albores de la prensa escrita, allá por el siglo XVIII, los lectores, desconocedores de las sutilezas de la escritura, difícilmente podían juzgar la información recibida y, a menudo, fueron auténticos medios de confusión. Cuando apareció la radio y las emisoras, hacia los años veinte y treinta del siglo pasado, y empezaron a emitir, se transformaron en medios imprescindibles para los gobiernos. No es posible imaginar el triunfo del nazismo en Alemania, ni el fascismo en Italia, sin las potentes emisoras de radio, interconectadas todas y emitiendo los mismos mensajes. Posteriormente, cuando en la segunda mitad del siglo XX apareció la televisión, disponer de algunos minutos en el canal principal podía equivaler a un triunfo electoral o a propagar, detener o impulsar un golpe de Estado. Pero aprendimos a leer entre líneas, a escuchar y juzgar o a ver y decidir qué creer. Hoy tenemos la web. Es un medio más poderoso que todos los anteriores; puede dirigirse de forma personalizada a todos y cada uno de nosotros, y por ello es eficaz en la información y en la desinformación. Y es precisamente en la web en donde aparece la figura del, o de la, influencer. Aprenderemos también a utilizar la web y el tiempo dirá que fue de todo ello y hasta que punto no se trató simplemente de humo, de ruido.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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