/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
Si William Shakespeare no hubiera existido, el poema narrativo El Paraíso perdido sería seguramente la obra canónica de la literatura inglesa en la Edad Moderna. Por fortuna, allí estaba el Bardo para aportar una variedad temática inigualable e inventar nuevos modos de humanidad liberados de hipotecas teológicas. Los doce libros de John Milton, con sus más de diez mil versos, constituyen un ciclópeo monumento literario consagrado a uno de los temas favoritos de los pensadores religiosos: el problema del mal. La cuestión palpitante es la siguiente: ¿cómo es que un Dios omnipotente y misericordioso permite el cúmulo de desgracias individuales y colectivas que se abaten sobre los hombres? La respuesta más obvia, que hace hincapié en una palmaria incompatibilidad, está lejos de satisfacer al creyente. Los teólogos profesionales o aficionados han quemado neuronas inútilmente tratando de resolver esta indestructible aporía. En el cristianismo, Adán y Eva cargan con el mochuelo de haber introducido el mal en la humanidad, que no en el universo, donde ya existía en forma de espíritu. Ellos van a ser los encausados en este gigantesco poema. Un elenco reducido y minuciosamente escogido de actores los acompañan: Dios Padre, el Hijo o los arcángeles Gabriel y Miguel. No obstante, el personaje que domina la obra con su presencia es el espíritu de la negación y el caos, el rebelde nihilista por antonomasia y a la vez el Gran Seductor. El Satán de Milton es un excelente villano, uno de los malos más logrados de la literatura universal.
Evidentemente, el par de pardillos que habitan el Edén no son rivales a su altura. «Poco pensáis, encantadora pareja,/ cuán presta la mudanza se avecina/ y se disipan vuestros deleites/ y os veréis entregados al dolor,/ dolor tanto más grande cuanto más/ ahora disfrutáis de vuestro gozo;/ felices, pero poco protegidos/ para ser felices mucho tiempo». No le resultó complicado al astuto demonio convencer a sus víctimas de que la idea de desobedecer las órdenes divinas no era tan descabellada. En defensa de los presuntos implicados, conviene señalar que la recompensa por la transgresión distaba de ser baladí. No se trataba de una mera manzana, por muy Pink Lady que fuera, ni de una entrada para la final de la Champions o una semana en Benidorm a cuerpo de rey. De hecho, la Autoridad Suprema era perfectamente consciente del envite, de lo que estaba en juego. «El ser humano ha llegado a ser como uno de nosotros, pues tiene conocimiento del bien y del mal. No vaya a ser que alargue su mano y tome también el fruto de la vida, lo coma y viva para siempre» (Génesis). Ahí está el quid de la cuestión. Por muchas comodidades materiales, por mucho lujo, calma y voluptuosidad que tal Edén deparara, le faltaba algo esencial. La prohibición de acceder al árbol del conocimiento, de la vida, limitaba seriamente su atractivo para los seres humanos. Solo una conciencia plena aprovecha lo que está viviendo. No hay existencia propiamente humana sin respuestas, y menos aún sin preguntas. El por qué y el para qué aportan chicha a unos actos que, sin ellos, se quedan en simples reacciones biológicas.
El afán de saber y el ansia de sentido se pagan caro. Se presenta Miguel para advertir a los acusados de que su pena capital ha sido diferida para que tengan la oportunidad de arrepentirse y expiar su pecado. Pero Dios «no permite que habites por más tiempo este paraíso, he venido para hacerte salir de él y enviarte fuera de este jardín, a labrar la tierra de la que fuiste sacado» (Milton). Si la curiosidad mató al gato, a Eva y Adán los condenó a una vida laboriosa, sufrida y dura, así como a una muerte lenta. Notablemente lenta, de hecho, ya que él estiró la pata a la edad de 930 años (¡quién los pillara!) y ella, sin duda, andaba por ahí todo ese tiempo, pese a que el texto patriarcal no se ocupe de tales pormenores. Eso sí: a la hora del reparto de los castigos tiene derecho a doble taza. Si el varón sacara con fatiga y sudor su alimento del suelo todos los días de su vida, ella es sentenciada a servirlo. «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás a tus hijos. Hacia tu marido irá tu deseo y él te dominará» (Génesis). ¡Hay que ver la que montó la perversa y astuta serpiente! Pero no toda la responsabilidad recae sobre las anchas espaldas del Gran Tentador. Para no pocos teólogos, el mal irrumpe en el jardín del Edén desde que aparece por allí Eva, Havva, madre de los vivientes. Pues al verla, el hombre exclama entusiasmado: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (ibídem). La catástrofe habría comenzado en el momento mismo en que Adán, presa de una emoción desconocida, se acerca a ella y le susurra: «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?».
La querella teológica en torno a la existencia o no de relaciones carnales en el Paraíso ha atravesado las edades conservando intacta su frescura. Muchos las negaban en redondo mientras otros admitían esa posibilidad, aunque sin delectación. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Santo Tomás opinaba por su parte que no lo hicieron, como se dice ahora, en el Edén, pero ¡porque no les dio tiempo! Apostilla, no obstante, que si se hubieran unido allí habría sido con un placer más grande que cualquiera que hayan experimentado luego los humanos. Y es que «tanto major delectatio sensibilis, quanto esse purior natura, et corpus magis sensibile» (Summa Theologiae). Una profunda voz interior nos llama a estar de acuerdo en esto con el mastín de Aquino. Numerosos son los que han atribuido las desgracias de la humanidad a la pecaminosa inclinación de Adán hacia su costilla. No me resisto a citar una historia sumamente interesante sobre el singular destino de ese hueso torácico. Samuel Noah Kramer cuenta que cuando el dios Enki sufrió ahí una lesión, para curarlo fue creada una diosa a la que se dio el nombre de Ninti, «Dama de la costilla». Ahora bien, la palabra ti también significa «hacer vivir». El retruécano estaba servido. Los escritores sumerios identificaban a la Dama de la costilla con la Dama que hace vivir. Tras un montón de siglos dando tumbos por el Oriente Cercano pasó a la Biblia, donde perdió por completo su sentido, ya que en hebreo los vocablos costilla y vida no tienen nada que ver (La historia empieza en Sumer).
Los desajustes provocados por interpretaciones o traslaciones deficitarias de textos sagrados dan lugar a malentendidos a veces simplemente curiosos, pero otras de alto voltaje teológico. El majestuoso Moisés de Miguel Ángel, que fue objeto de uno de los mejores ensayos sobre arte de Freud, porta en su frente extraños ornamentos, como muchas representaciones del profeta. La causa de la anomalía es una mala lectura. Versiones del Éxodo usadas por la Iglesia leían keren, «dotado de cuernos», donde ponía karan, «que brilla con luz sobrenatural». En cambio, en Moisés rompiendo las tablas de la Ley de Rembrandt, observamos el resplandor que rodea una cabeza en la que no se aprecia apéndice alguno. El maestro holandés vivía en el barrio judío de Ámsterdam y se relacionaba con sus vecinos, incluidos eruditos como el rabino sefardí Menasseh Ben Israel. Sus escenas bíblicas se caracterizan por su fidelidad, al igual que las dedicadas a personajes cotidianos como El viejo rabino o La novia judía. Son las ventajas de conocer de primera mano la materia que se trata. Ya podrían aprender nuestros moscardones de la política, el periodismo o las redes sociales.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
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