/ por José Manuel Ferrández Verdú /
En la segunda página del relato titulado «El incivil maestro de ceremonias Kuranotsuké No Suké», perteneciente al libro Historia universal de la infamia, de Borges, se lee: «Dos mil trescientos años de cortesía (algunos de ellos mitológicos) habían complicado angustiosamente el ceremonial de la recepción». Algo parecido sucede con los protocolos con los que la Monarquía inglesa intenta dar paso a los hechos más importantes de su historia. Cualquier aristócrata de ese aristocrático país se puede permitir el lujo de colocar los cubiertos para una cena de gala midiendo los milímetros que separan los cubiertos. Imagínese de lo que no será capaz la cabeza pensante de esa burocracia empeñada en elevar lo inane hasta la categoría de lo sublime y cuyo más mínimo descuido acarrea distorsiones capaces de arruinar la vida del miserable que se confunda. Por otra parte, que yo sepa, todo aquel que tenga un despacho y que suela tomar la pluma para escribir —cosa ya más del pasado que de hoy— siempre ha tenido delante los papeles y detrás de ellos los utensilios de escritura, tinteros, plumas y demás. Pero como nuestro tiempo ya ha olvidado esas bárbaras costumbres, ya nadie debe recordar esta distribución natural, ya que es la que se acomoda con nuestra anatomía. Por eso cuando Carlos de Inglaterra se encontró con varios tinteros y plumas justo delante de los importantes folios que debía firmar, se puso nervioso, histérico como pudimos ver, y poco menos que manda al carajo a aquéllos que habían dispuesto esa distribución con su gesto de desagrado, después de un protocolo tan exagerado y rocambolesco como es su costumbre. Yo habría hecho lo mismo al cabo de ochocientos años de monarquía y de análisis y estudios acerca del cómo y el por qué de manteles, cubiertos y objetos domésticos.
El Imperio británico, ese gran territorio del que solo queda la fachada, es lo bastante inestable como para que ese pequeño golpe de tintero sea suficiente para dar al traste con lo que fue el gran administrador del mundo durante dos siglos, a pesar de que, paradójicamente, ha sido el único en la historia cuyos monarcas nunca han reclamado el título de emperador, al contrario que los reyes europeos, quienes, a pesar de poseer mucha menos extensión de terreno, estaban contagiados con el virus del viejo Imperio romano y deseaban ser los auténticos herederos de aquellas glorias, desde Carlomagno hasta Francisco José, pasando por Napoleón, Carlos, Alejandro, etcétera. Así se van corrompiendo los seres orgánicos o complejos, de dentro afuera, y cuando nos vamos a dar cuenta solo queda la cáscara, y un día cualquiera todo un imperio se desmorona por colocar mal un tintero. Pero ha sido una conspiración para que el nuevo reinado de Carlos comience con el pie izquierdo. No ha sido mera casualidad que el dichoso tintero estuviera delante en lugar de detrás de los papeles como aconseja el sentido común. Quienes lo colocaron allí sabían perfectamente lo que iba a pasar, conocían bien el carácter un tanto neurótico de Carlos y jugaron su carta con sagaz previsión, por lo que si hubiera estado yo en el lugar del rey inglés le habría arrimado una patada a la mesa y lo habría enviado todo a freír espárragos.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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