/ por Arturo Caballero /
En portada: Tetas bonitas (Sarah Lucas, 2011); Ámame (Sarah Lucas, 1998); Sin título (No suficientemente fea) (Barbara Kruger, 1997) y Modelo anatómico sentado (Zoe Leonard, 1990).
Desconozco hasta qué punto ha pasado, o no, desapercibida la muestra «Una revelación», inteligente selección de obras de la colección creada (y no es una licencia sino la expresión exacta de un proceso artístico, también) por Patrizia Sandretto Re Rebaudengo (Turín, 1959), casada con el bisnieto de un empresario turinés que llegó a ser presidente de la Fiat. Patrizia, miembro del Consejo Internacional del MoMA (Nueva York), de la Tate Gallery (Londres) y del Comité Consultivo de Arte Moderno y Contemporáneo del Philadelphia Museum of Art se ha dedicado a promover el arte de su generación que es, también, la nuestra; al menos, la mía. Su credo artístico lo manifestaba a Vanessa García-Osuna:
«Me gusta el arte conceptual, minimalista. No me atraen los trabajos kitsch o demasiado pop, ni me interesa el arte excesivamente espectacular; prefiero el arte comprometido, que tenga un sentido más político y social. Las colecciones deben reflejar la realidad que les rodea y deben representar el “Zeitgeist”, o lo que es lo mismo, el espíritu de su tiempo».
Y ahí vamos: «el espíritu de su tiempo».
Para un sociólogo, este tiempo al que se hace referencia se entenderá visualmente mucho mejor en el futuro a través de la fotografía, analógica o digital, y por las imágenes dinámicas (cine, televisión, internet). Sin embargo, no deja de ser cierto que la visión de los artistas suele ser mucho más reflexiva y matizada y, al menos por ello, debe tomarse en consideración. Y hay un montón de creadores muy capacitados para transmitir esos mensajes en la colección Sandretto Re Rebaudengo. La enumeración de los presentes en la muestra de Valladolid es impresionante: Tauba Auerbach, James Casebere, Philip-Lorca di Corcia, Thomas Demand, Katharina Fritsch, Babette Mangolte, Luigi Ghirri, Jeppe Hein, Barbara Kruger, Luisa Lambri, Zoe Leonard, Sarah Lucas, Sharon Lockhart, Mark Manders, Helen Marten, Reinhard Mucha, Shirin Neshat, Kelly Nipper, Cady Noland, Katja Novitskova, João Onofre, Catherine Opie, Magali Reus, Bojan Šarčevič, Cindy Sherman, Hiroshi Sugimoto, Rosermarie Trockel, Jeff Wall, Fischli Weiss, Lynette Yiadom-Boakye y Andrea Zittel. Y de auténtigo vértigo (nótese la sutil referencia a Eco) si a ella añadimos una selecta muestra de otros artistas presentes en su colección como Doug Aitken, Matthew Barney, Vanessa Beecroft, los hermanos Chapman, Maurizio Cattelan, Tony Cragg, Richard Deacon, Thomas Demand, Douglas Gordon, Andreas Gursky, Damien Hirst, Carsten Höller, Glenn Brown, Anish Kapoor, Mike Kelley, William Kentridge, Paul McCarthy, Esko Mannikko, Julian Opie, Gabriel Orozco, Philippe Parreño, Steven Pippin, Charles Ray, Yinka Shonibare, Rudolf Stingel o Cerith Wyn Evans. Algunos de ellos presentes en la exposición paralela a esta que puede visitarse en Sevilla.
Podrá alegarse que estos artistas no han creado una sola obra maestra absoluta. Es verdad, pero ¿cuántas nos ha proporcionado la segunda mitad del siglo pasado y lo que llevamos de este? Es inútil buscar un nuevo Guernica. No lo hay. Quizá sea necesario elegir alguna de entre ellas y hacerla depositaria de nuestros anhelos, nuestras ilusiones; transformarla en ejemplo y usarla como moneda de cambio de nuestras categorías sociales o artísticas. Mientras eso llega, podemos disfrutar del destello continuo de propuestas visuales que, en su conjunto, arrojan luz sobre el mundo que hemos vivido y nos proporcionan de él un aspecto plausible. Desde este punto de vista, los artistas presentes en la colección reflejan de forma convincente ese «espíritu de su tiempo» que la coleccionista parece buscar y que, a mi humilde entender, encuentra. Y esto es así hasta el punto de que estas imágenes bien hubiesen podido ser el fundamento visual de Arte y perversión; es verdad que al igual que otras muchas, pero la mayoría de estas, sin ninguna duda.
Paseamos entre pinturas, esculturas, instalaciones que podrían adscribirse a esa tendencia fluida, modelable e imprecisa que solemos denominar posmodernidad. La posmodernidad no es un movimiento, sino un estado de la cultura que desarrolla el mundo occidental después del fracaso de las utopías de finales de los sesenta, que ni encontraron la arena de la playa bajo los adoquines de París ni fueron capaces de hacer mella en el telón de acero, más metáfora que realidad, en Praga. Sobre cuándo nace esa tendencia, es difícil precisarlo. Ni siquiera en arquitectura, que fue dentro del campo artístico donde estos términos arraigaron antes, queda bien definido qué es lo tardomoderno y lo posmoderno. Obviando lo que ocurría en el resto del mundo, a finales de los setenta y principios de los ochenta hay una serie de hechos que me parecen especialmente relevantes para el devenir occidental, como son la elevación al pontificado de Juan Pablo II en 1978, el encargo a Margaret Thatcher para que se convierta en primera ministra del Reino Unido en 1979 y la elección de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos en 1981. Esas tendencias conservadoras, o directamente reaccionarias si se quiere, y los proyectos políticos, económicos y culturales que los acompañaban, marcaron una línea que conduciría al cerco a la Unión Soviética y su posterior caída y desmembramiento (Francis Fukuyama: «¿El fin de la historia?», artículo original en 1989) y a un enfrentamiento con el mundo islámico más radical (Samuel P. Huntington: «El choque de civilizaciones», artículo original en 1993) después de la toma del poder por parte de los partidarios del imán Jomeini, también en 1979. Lo mismo podríamos decir respecto a cuándo acaba: ¿2001 con el atentado a las Torres Gemelas?, ¿2008 con la crisis del sistema financiero? Hoy, después de esta increíble peste moderna, hay quien piensa que el periodo puede darse por cerrado definitivamente y como tal parece certificarlo la 15 Documenta de Kassel (2022), la más polémica de todas las que se han celebrado. Lo cierto es que las fechas solo nos sirven de impreciso recordatorio para clasificar, paso imprescindible para comprender.
Hace años utilizaba para explicárselo a mis alumnos del bachillerato de artes categorías tomadas en gran parte de Hans Robert Jauss: sustitución de la visión evolutiva del arte por el uso de todo tipo de culturas y de tiempos; recuperación formal de las primeras vanguardias; sacralización absoluta de la labor artística como instrumento de mero placer y no de conocimiento; hedonismo; mayor implicación de la propia obra y del artista en los medios técnicos y sociales; desprecio a la imagen romántica del artista; mezcla de estilos y tendencias; uso indiscriminado de manifestaciones abstractas y figurativas; mezcla despreocupada de la cultura de masas con la alta cultura; máxima preocupación por la recepción y libertad para que el espectador determine el efecto estético y, para concluir, elevación del artista a motivo de su propio arte y consagración del creador como estrella del espectáculo. Todo ello solo podía soportarse en no pocas ocasiones gracias a la ironía; mucha ironía. Pero había también otras muchas cosas, porque, como siempre, ni lo viejo terminaba nunca de morir ni lo nuevo acababa de nacer del todo. Y, por otra parte, las conquistas a nivel personal y social que se lograron a finales de los sesenta no iban a ser cedidas de forma gratuita. Especialmente la libertad individual, que rompió dependencias de dogmas y autoridades, y el papel que logró, con su propio esfuerzo evidentemente, la mujer (término y connotaciones más precisas en los años ochenta que en la actualidad) cuya mirada sobre la sociedad, plasmada en sus obras, era mucho más interesante —o al menos así me parecía y me sigue pareciendo— que la de los hombres coetáneos.
Si se echa un vistazo a las redes sociales, se puede detectar hoy un desprecio por lo que significó la posmodernidad. Y ello resulta entendible en la generación que ahora asume la categorización de su propio tiempo, y más cuando ve el mundo con el que debe enfrentarse, que es, en parte, nuestra triste y envenenada herencia. Pero también hay otras muchas cosas en nuestro legado. Positivas y negativas, porque nadie es ni perfecto, ni de una sola pieza. Y este arte del que hablamos, por muy complicada que resulte su aceptación para el gran público, forma parte de ese legado. Que seamos capaces de disfrutar de la pintura callejera, unas veces desinhibida y otras puro artivismo, no impide, modélicos posmodernos, que nos podamos recrear con otras propuestas.
La muestra es una selección de entre más de dos mil obras y tanto las piezas elegidas como su ubicación, excelente, crean un discurso artístico que de estar dispuestas de otra forma quedaría bastante enmascarado.
La nuestra es una época compleja y contradictoria. El mundo actual hace gala de una obsesión por el cuerpo que unas veces es mimado y otras, como en la obra de Catherine Opie Autorretrato pervertida (1994), se convierte en un campo de batalla donde establecer las más extremas barreras de la libertad del individuo. Otro tanto podría decirse de un aspecto íntimamente ligado a nuestro cuerpo como es el de la sexualidad, o mejor la hipersexualización de nuestra sociedad. Y si en la exposición no hay complacencia con un sexo más o menos deshinbido y placentero, sí hay referencias explícitas en dos obras de Sarah Lucas: Ámame (1998) y en especial en Tetas bonitas (2011), donde el cuerpo, pura sinécdoque, aparece configurado ni siquiera por las piernas sino por unas botas altas; eso sí, al ascender nos topamos con una explosión de innumerables mamas (alguna de ellas transmutada en pene) que irónicamente remiten (el artista posmoderno es un creador instruido) a la Artemisa de Éfeso.

En otras ocasiones, la complacencia del autor se enreda en configuraciones imposibles como en Mark Manders, Fragmento de autorrretrato como construcción / Habitación con paisaje con falso bolígrafo (1997), en el que es imposible determinar, aunque eso apenas importe, si estamos ante una escultura o una instalación y donde se nos remite, también, a la indagación en la personalidad del artista como si su descubrimiento tuviese las mismas características de una excavación arqueológica.

Los juegos ópticos de Tauba Auerbach y las fotografías de Thomas Demand nos remiten a las sutiles armonías que solo son capaces de entender quienes pueden distanciarse de las experiencias cotidianas que aturden con su ruido e inhabilitan para entender la belleza de la creación. Esos espacios misteriosos también son los protagonistas (aunque existan figuras humanas en ellos) de las obras de Jeff Wall o de Cindy Sherman.
La mujer, y sus obras, ocupa casi al completo la Sala 3, la más atractiva del conjunto tanto por la potencia plástica como por su disposición. Allí, además de algunas de las ya citadas, se encuentra la escultura (también se muestra un dibujo preparatorio) de Rosemarie Trockel Sin título (1991), que convierte tareas asignadas tradicionalmente a la mujer, la cocina, en una auténtica misión imposible por la disposición de los fuegos del artilugio. Está bien tener una obra de esta artista. Sin embargo, para quienes estuvimos en la Documenta IX (1997) la imagen que permanecerá siempre en el recuerdo, por encima de todas sus obras, es la de la instalación (ideada con Carsten Höller) Una casa para cerdos y gente, en la que se nos ofrecía convivir, convenientemente separados de ella por un cristal, con una familia porcina.
Esa mirada desgarradora sobre el rol femenino también aparece en los trabajos de Magali Reus: Leaves (Clay Writ, July) (2015), donde, otra vez de forma irónica, aparecen utensilios que parecen hablarnos de la inutilidad de la vida cotidiana. Hay en ellos una preocupación meticulosa por el acabado industrial, como si se intentara borrar lo humano y se sustituyese por la actividad mecánica. Se han puesto estos asuntos en relación con la alienación generada por las estructuras neocapitalistas, como si antes no hubiese existido alienación con respecto al trabajo manual. A mí me parece más una fascinación por lo que es capaz de lograr la máquina e incluso por problemas que afectan a la propia vida del hombre de esta época. Por ejemplo: en la Documenta antes citada también se podían ver trabajos de Andrea Zittel, de la que se presenta aquí De A a Z (Unidad de vivienda), fechada en 1994, en la que se muestra ese encantamiento provocado por lo tecnológico y por otros problemas como el autoaislamiento de un mundo agobiante o con la supervivencia, en condiciones mínimas, en un entorno posapocalíptico.


Estos entornos en los que lo humano ha desaparecido generando una melancólica poética de ausencias aparece en la fotografía de Hiroshi Sugimoto, Teatro Carignano, Turín (2016) memoria congelada de un mundo antiguo en el que la proyección de un película ha convertido —suma de todos los colores— la pantalla en el blanco cegador como de una explosión o en James Casebere, Paisaje con casas (Dutchess County, NY), de 2009, donde es imposible determinar si se trata de una maqueta o un espacio real por la ausencia de cualquier rastro de vida animal.


Quizá la desaparición de lo humano termine por ser la consecuencia de nuestro devaneo histórico con el lado más oscuro de nosotros mismos: la violencia. No hubo en esta época una paz mundial. La Guerra Fría acabó, pero no los conflictos puntuales. Sin embargo no existía, como ahora mismo, el miedo a que, como en el Juicio final de la capilla Scrovegni de Giotto, alguien venga a recoger el telón del tenderete. Hubo una violencia real y amenazante como la plasmada por Shirin Neshat, Sin rostro, de la serie Mujeres de Alá (1994) y otra intuible y banalizada a través de películas y series cuyo espíritu recrea Cady Noland en Puertas de corral (1989) donde ni siquiera es necesario que aparezcan revólveres o carabinas.

¿Una revelación? Bueno, supongo que en muchos aspectos y para muchos de los visitantes, sí. No obstante, numerosos de los artistas de la colección se consagraron en las diferentes ediciones de la Documenta y en diversas bienales en las que Patrizia Sandretto Re Rebaudengo ha depositado su atenta y certera mirada.
Porque, nos guste o no, así hemos sido y tal vez —aunque esto es más difícil asegurarlo— los de nuestra generación lo sigamos siendo todavía. Estas obras muestran nuestro reflejo más o menos nítido en función del vapor que, como en el cuarto de baño, difumina o enfoca nuestra imagen en el espejo. O acaso —dado que escribimos sobre arte— como si la colección y nosotros mismos, unos aprendices a lobos de Wall Street cualesquiera, hubiésemos vendido nuestra alma a Bernard Mefistófeles Madoff mientras encargábamos un retrato a Basil Hallward.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con la docencia y otras actividades relacionadas con la organización escolar, entre ellas la coordinación del Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Sobre todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publicó Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.
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