/ Cerca del cielo / Sergio Fernández Salvador /

Tomamos en Cordiñanes el taxi que nos deja al pie del sedo de Pedabejo, para subir por él hasta la vega de Liordes, amena pradería que, sin llamarla, acude a la mente de uno cada vez que lee una égloga o un relato pastoril.

Este veredero fue rebautizado con zumba como «la ruta del talante» después de que lo transitara el expresidente Zapatero en compañía de Jesús Calleja para su programa de televisión. Continuaron éstos hasta el refugio de Collado Jermoso, lugar no menos virgiliano. Nosotros bajaremos desde la vega de Liordes hasta la de Asotín, y de ahí a Cordiñanes. No es una excursión fuerte pero salva, bajando, un desnivel de 1200 metros.
Nos cruzamos con algún montañero apresurado, moda ésta que parece que ha llegado para quedarse. Van como zombis, sin mirar otra cosa que el suelo. Da apuro preguntarles de dónde vienen, por no romperles el ritmo y la media. Se diría que toman la montaña por campo de pruebas de un reto personal, más bien corporal. Una extensión de la locura colectiva que de un tiempo a esta parte atesta los gimnasios o siembra los extrarradios de corredores, cuando no lleva al más enclenque de la oficina a prepararse para una media maratón. Pero aquí… Se han puesto de moda las carreras de montaña. En Picos de Europa tiene lugar la Transvaldeónica, en la que los participantes tienen que cubrir una distancia de 25 kilómetros salvado un desnivel acumulado de unos 4000 metros, lo que hacen casi siempre corriendo. El ganador de la última edición completó el recorrido en poco más de tres horas. Una barbaridad. Así quién va a fijarse en la flor rosa de la siempreviva (menos común que la blanca, me dice mi padre, que se sienta en la hierba para verla mejor, admirado de que todavía aguante); quién va a ensoñar figuras en las nubes mientras se adormece después de comer, al tiempo que, como ascuas de un fuego, van apagándose las conversaciones; quién va a escudriñar las peñas en busca de rebecos. Nos lamentamos ante la escasez de éstos, pero redime en parte ese pesar ver seis tritones en el lago Bajero después de haber leído la noticia de la misteriosa mengua de su población a causa de un virus. Qué animales admirables, con sus movimientos a cámara lenta, su apariencia antediluviana y su rayo de fuego en el vientre.

Igual que la vega de Liordes se me aparece como escenario de los poemas pastoriles, tiró de mí el recuerdo de esta lagunilla, recóndita y pequeña como un espejuelo, al leer una deslumbrante imagen en San Manuel Bueno, mártir, la unamuniana historia del párroco descreído: la luna derramando sobre la oscuridad su copa de burbujeantes estrellas. Brotó de aquella imagen un verso, y del verso un poema que iría a Lo breve eterno. «Nocturno» habría sido un título sugerente, con sus reminiscencias musicales, pero quiso uno dejar fe, por justicia poética, del nombre que alimentó la fantasía juvenil de pasar una noche al raso en la montaña.
LAGO BAJERO
La noche, desvelada por la luna,
ya no puede dormir. Tampoco yo.
Embeleso y quietud. Si acaso mínimos
sonidos más o menos vegetales.
Ni el agua duerme, aunque pudiera, inmóvil,
pasar por sueño su éxtasis.
Hasta el viento respeta su reflejo
—esquicio puntillista que amplifica la hondura–,
como quien no respira ante una música,
la tácita y total de las esferas.
Un lago espejeante sueña el cielo.


Sergio Fernández Salvador (León, 1975) es autor de los libros de poesía Quietud (2011), Lo breve eterno (2012) e Hilo de nada (2020), así como de la miscelánea Mitos y flautas (2013), selección de textos de su blog homónimo. Desde 1996 reside en Valladolid, de cuyo conservatorio de música es profesor.
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