Escenario

Una proclama contra el olvido

El cineasta asturiano Tito Montero excava con su película 'Hilos' en la memoria colectiva de la nación obrera a través de la indagación familiar sobre el abuelo miliciano muerto en la guerra civil para descifrar cómo incide la condición de clase en el olvido y a qué personas se puede exiliar de la historia.

/ una reseña de José Carlos Díaz /

Hilos es una proclama contra el olvido. El olvido de la historia, el olvido de la gente, el olvido de los pueblos. Durante el primer verano de la pandemia, Tito Montero (Uviéu-Oviedo, 1978) compró una cámara. La primera cámara, como él cuenta, que hubo en la familia. Y a través del objetivo de esa cámara indagó en la memoria familiar, la que puede reconstruirse por los testimonios de los suyos, por las fotografías conservadas; pero, sobre todo, indagó en la excavada en los archivos, en los resquicios de la historia oficial. Walter Benjamin escribió que quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Esa memoria, sin apenas testimonios propios en el seno de la familia, es la que trata de saber quién fue y dónde terminó sus días el abuelo paterno del cineasta asturiano. A eso se dedica este relato documental, este diario fílmico que hilvana los rastros que se van desvelando de Felipe García Moro, el miliciano que, finalmente, se descubre murió en la batalla del Cimeru.

Si uno mal no recuerda, Hilos comienza del mismo modo que lo hacía la anterior película de Montero, Ladrillos. Una voz en off recita: «Mi padre nació en el Valle de Cuna. Allí identificarse es tan sencillo como decir que eres el hijo de Berto, l’albañil. Trabajó toda su vida en Mieres, la capital de la cuenca minera del Caudal. Trabajó toda su vida de sol a sol. Todos los días de la semana». Ambas películas se hacen eco en sus títulos de los dioses tutelares de la familia: el dios paternal que levanta edificios y la divinidad materna que cose a puntadas el abrigo del cuerpo. Son la representación próxima de la nación obrera, a la que rinden tributo ambos trabajos cinematográficos.

En el estreno de Hilos en la 60.ª edición del Festival Internacional de Cine de Xixón (FICX) se palpó una emotividad inicial que a buen seguro tenía que ver con el logro de llevar a la pantalla, sin disponer de demasiados medios, un largometraje digno, asturiano y comprometido, y además a la pantalla de la sección oficial de un festival prestigioso; una emotividad destilada por la propia materia sensible de la película y porque en la sala estaban sus protagonistas (principalmente, el padre de Tito Montero). El estreno de Hilos concluyó con una ovación igualmente emotiva, sobrecogida, compartida ya por los espectadores, una ovación que tuvo por banda sonora la Marcha d’Antón el Neñu, la mejor de las elegías para lo que se había visto: la respetuosa reconstrucción de una memoria por fin honrada.

Pero el cine, el arte en general, no se hace solo con buenos sentimientos (a veces se hace a pesar de ellos, o incluso apelando a su reverso, que decía André Gide). Se precisa vindicación, oficio y talento, y la película de Montero, pese a la precariedad se defiende no sólo con intenciones, sino con un montaje urdido según el firme patrón de esa tiza de modista que ensambla el mundo; con una elección del blanco y negro como poética de la esencialidad para un mensaje casi documental que rechaza los eufemismos del color, un blanco y negro enraizado en los daguerrotipos  de la pobreza y de la guerra; con un cuidado literario de sus textos y de las citas que se intercalan en el metraje desde la misma corporeidad de los libros que las contienen, homenajeando quizás así a la cultura amenazada de la impresión; y con un ritmo demorado propio de lo que no se consume entre dos paradas de metro.

La película alcanza, a mi juicio, tres momentos memorables. El primero, la visita a la localidad de Fierros (L.lena), de donde era la familia materna, y el lugar/metáfora que representa la crueldad con que se ceba el aprovechamiento capitalista de gentes y ubicaciones, rememorándose en ese acercamiento al pueblo y sus vías férreas, y al paso filmado de unos vagones que ya no se detienen allí, el apogeo y abandono del que fue uno de los más importantes nudos ferroviarios de Asturies. Testificándose así la voluntad del cine de Tito Montero de procurar una cata geológica y a la vez histórica de los espacios. Y refiriendo, al tiempo, el despoblamiento rural como uno de los asuntos de Hilos.

El segundo se correspondería con las fotos de Constantino Suárez (Xixón, 1899-1983) que documentó gráficamente la Guerra Civil en Asturies, y cuyas imágenes del asedio fallido al Uviéu-Oviedo sublevado, tomadas entre las trincheras republicanas, y proyectadas en silencio por Hilos, como una cronología funesta desde la esperanza a la derrota, hablaron, durante unos instantes, más elocuentemente incluso que la voz en off que guía al espectador durante toda la película.

Y el tercero sería el recorrido que emprende la cámara temblorosa de Montero siguiendo la ascensión del padre anciano, una ascensión que se vuelve colectiva de pronto en el patio de butacas, desde donde se acompaña, unos pasos por detrás, a ese anciano apoyado en un bastón que camina con la fatiga de la edad, pero que mantiene, no obstante, firme la voluntad de conocer una vida después el lugar donde murió su propio padre, hasta alcanzar finalmente la cima en torno a la que se libró la batalla perdida, el lugar exacto donde empezó el silencio, el de la memoria y el de ese albañil del Valle de Cuna, huérfano a los tres meses, empeñado en sacar adelante a su familia trabajando de sol a sol y guardando silencio.


José Carlos Díaz Pérez (Gijón, Asturias, 1962) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo (1985). En 1984 fue fundador, con Juan Ignacio González, del Grupo Poético Cálamo, que desde entonces, entre otras actividades, viene convocando el Premio de Poesía Cálamo/GESTO. Junto a colaboraciones esporádicas a lo largo del tiempo en distintas publicaciones, es editor desde 2006 la bitácora digital Los diarios de Rayuela y autor de los siguientes títulos de poesía: Velar la arena (1986), La ciudad y las islas (1992), Contra la oscuridad (2004), Convalecencia en Remior (2015), Cantata de los días tasados (2017). En cuanto a obra narrativa, es autor de los siguientes títulos: Letras canallas (2009), Aunque Blanche no me acompañe (2014) y Vísperas de nada (2017).

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