/ un relato de Rodolfo Elías /
El hombre se veía como lo había visto cuarenta años atrás. La sensación más abrumadora de déjà vu que haya tenido en mi vida. Lo más desconcertante fue que desde el primer instante tuve la absoluta seguridad de que había vivido algo con él. Y hay cosas que dan fe de ello; lo que es el motivo de este relato.
Entró al café La Nueva Central y se sentó en una mesa del fondo. Tenía un semblante verdaderamente afectado, como de aturdimiento y frustración extrema. El amigo con el que yo estaba notó mi desconcierto y me preguntó si todo estaba bien.
—Te ves como si acabaras de ver un fantasma. ¿Conoces al hombre ese?
—No, sólo se me quiso hacer conocido. Pero no creo que sea quien pensé.
Estaba conmocionado, pero pronto llegué a la conclusión de que tenía que hablar con él, aunque corriera el riesgo de ofuscarlo. Aun en el caso que fuera la misma persona, era una posibilidad ambigua, nada realista. Pero el hombre se veía exactamente como alguien que yo había visto hacía tantos años. Incluso traía la misma ropa.
Seguí platicando un rato con mi amigo y le mencioné que pronto tendría que irme. Mirando la hora, dijo que también él tenía que ir a alguna parte. Lo encaminé al estacionamiento del lugar y regresé después. El hombre ya no estaba. Abordé a la mesera que atendía esa área del restaurante y me contó que el hombre tenía algunos días entrando ahí. Que se veía con un tipo muy extraño que parecía sátiro, brujo o algo por el estilo.
—No sé, pero a mí esos viejos me dan muy mala espina —dijo la mesera, con evidente alarma—. Nunca los había visto antes, y un día aquí se encontraron los dos. Desde entonces se ven juntos, de vez en cuando. Se me hace raro que hoy haya entrado él solo.
La mesera fue muy amable al darme ciertos pormenores, información que me sirvió para buscar al hombre después. Allí volví pasados unos días, y mientras esperaba algún avistamiento empecé a pensar en Héctor y su fatídico destino.
Teníamos los dos catorce años cuando el auto aquél apareció de la nada y lo embistió, como si lo hiciera a propósito. Héctor salió disparado en el aire y aterrizó encima de su vieja bicicleta, con el oxidado manubrio perforándole el estomago. Tenía una bicicleta nueva, pero le gustaba montar el adefesio ese. Entre otras lesiones serias que recibió, le afectó el hígado seriamente; casi lo mata. Por dos meses lo estuve visitando en el hospital, hasta que me prohibieron la entrada. Metía cigarros de contrabando que hacían su condición más difícil de tratar, a causa del hepatitis recibido por lo sucio del manubrio. Después de atropellar a Héctor, el hombre se bajó y estuvo parado frente a él, contemplándolo; sin ayudarlo y sin dar muestras de sentirlo. De hecho, hizo una mueca de satisfacción. Luego se subió al auto sin placas y se fue como si nada. En el fondo un radio tocaba Waiting for a Girl Like You, de Foreigner. Odio esa canción.
A causa de una lesión irremediable en la pierna derecha, Héctor quedó cojo, y la cojera marcó su vida para siempre. Antes de eso había sido un muchacho muy alegre y enamoradizo, a pesar de su tierna edad. Además, leía mucho y estaba adquiriendo una vasta cultura. Pero ya no fue el mismo. De ser una persona sociable y extrovertida, se convirtió en un joven huraño. A los dieciséis años probó su primera cerveza, que abrió un universo completamente nuevo para él. Le daba el coraje para ser lo que él ya no podía ser en sus cinco sentidos. Como si le hubiera abierto un sexto sentido, que necesitaba en su nueva condición. A los 17 probó el licor, un paso aun más grande hacia el escape de este mundo: nacía un alcohólico. Eso llevó a Héctor a hacer ronda con hombres mayores, por lo cual su madre lo increpaba severamente. Incluso yo llegué a entrar con él en una cantina de personas de la segunda y tercera edad, llamada El Paraíso. Lugar bastante pintoresco, que tenía el tipo de cantina de barrio madrileño de los años cincuentas. Adornaban sus paredes «cabezas de astados ciervos», tal como describe Onetti la cervecería Munich en una de sus novelas.
A los 27 años Héctor todavía vivía con sus padres. No quiso estudiar y se conformaba con trabajar en la imprenta de un amigo de su padre. Un día, en medio de una borrachera pantagruélica, tomó el carro de su padre para ir a comprar más alcohol. Era una de esas veces en que yo estaba parrandeando con él y me quedé dormido en su cuarto, porque no le aguantaba el ritmo. Me despertaron los alaridos de su mamá. Se había estampado con otro auto. El hombre que manejaba el otro vehiculo salió ileso, pero la esposa falleció en el lugar de los hechos. Con ese incidente Héctor acabó aun más traumado de lo que ya estaba. Estuvo preso cuatro años y al salir libre tomó la buena determinación de dejar el alcohol. Después de siete años de sobriedad y cierta estabilidad emocional, murió de cáncer del hígado, a consecuencia de la fuerte lesión que recibió cuando lo atropelló el auto y un órgano debilitado aun más por sus años de alcoholismo.
En ese momento en que yo estaba ocupado con mis reminiscencias entró el hombre. Estuvo sentado un buen rato, mirando repetidamente la hora con expresión de impaciencia. Pagué mi cuenta y fui a sentarme a la barra, de donde podía observarlo con más naturalidad y tener mejor vista. Después de una hora nadie llegó. Visiblemente contrariado, el hombre se levantó y se fue.
Un día entré a la Nueva Central y casualmente encontré a los dos hombres hablando, ambos con tono exasperado. Inmediatamente identifiqué al otro individuo, ya que en verdad tenía un aspecto sombrío que denotaba un cierto grado de espiritualidad obscura o agorera. Sus rasgos autóctonos me hicieron pensar en el chamán de Las enseñanzas de don Juan. Estuvieron así por unos diez minutos más, hasta que el chamán se levantó, y apuntando un dedo a la cara de su interlocutor le dijo unas palabras que a la distancia en que estaba no pude oír. La expresión en su rostro era más sentenciosa que amenazadora. Después de decir lo que dijo se dirigió a la puerta, a ritmo pausado y seguro. El extraño sujeto pasó junto a mí y me echó una mirada intensa, escrutadora, para acelerar luego el paso hacia la salida. No niego que ese contacto visual me estremeció.
Aproveché la oportunidad para acercarme a la mesa que acababa de dejar el chamán y mi pregunta salió muy natural:
—¿Todo bien, amigo?… Se mira bastante contrariado. Y no es por ser entrometido, pero tengo la certeza de acaba de recibir malas noticias y que en este momento le haría bien platicar con alguien.
En su perplejidad, el hombre me miró fijamente por unos segundos, antes de contestar.
—Desafortunadamente, esto es algo que no puedo platicar con nadie. Para empezar, nadie me creería…
—Yo sí le creo —le dije apremiante—. Usted es quien atropelló a mi amigo Héctor.
El rostro del hombre cobró una expresión de asombro, como si hubiera visto a un demonio. Aterrado, volteó a ver a todos lados.
—No tengo nada que hablar con usted —dijo, al mismo tiempo que se levantaba para irse.
Lo alcancé a coger del brazo y lo detuve brevemente, asegurándole que íbamos a tener que hablar, que no había de otra. Se zafó violentamente y enfiló hacia la puerta. Dejé que saliera y lo seguí afuera. A unos metros lo alcancé para decirle que Héctor ya había muerto. Fue entonces cuando se detuvo.
—¿Ya murió? —me preguntó incrédulo.
—Sí, ya murió —le contesté. Al mismo tiempo que le anotaba mi numero de teléfono en un pedazo de papel, con las recomendación de que me marcara en cuanto se sintiera listo para platicar conmigo.
Seguí yendo al café, pero no volví a ver al hombre. La mesera me dijo que ninguno de los dos había vuelto ya por ahí. Pasaron dos meses y finalmente recibí una llamada a la media noche, que contesté sin saber porqué. Como para cerciorarse, lo primero que el hombre me preguntó fue a qué Héctor me refería y qué afiliación tenía yo con él. Después de oír mi relación de los hechos, se quedó callado por un momento. Podía sentir su asombro. En el fondo se oía ruido, como si estuviera hablando de un teléfono público.
No tuvo que confirmarme que era el mismo hombre que atropelló a Héctor, porque yo ya estaba convencido y sentía una desazón inmensa. Como si estuviera hablando con alguien de otro planeta o con un hombre de diferente especie. De una forma brusca me preguntó porqué no lo había denunciado a la policía. Le contesté, con sinceridad, que por el hecho que se haría un embrollo muy grande, ya que después de tantos años sería muy difícil probar el crimen. Además, eso no reviviría a mi amigo. Y tenía otra razón, quizá más poderosa que las otras dos: la curiosidad. Yo quería saciar esa curiosidad hasta sus últimas consecuencias. Aunque también sentía una especie de remordimiento por haber seguido el proceso. Estaba experimentando una serie de emociones y sentimientos encontrados, entre ellos miedo, rabia y una melancolía inmensa mezclada con nostalgia. El hombre me dio una cita en la Nueva Central, advirtiéndome que si se sentía amenazado de alguna forma, o si miraba algo sospechoso en mí, se retiraría y quizá hubiera consecuencias nefastas para los dos.
El día de la cita acudí al lugar y él hombre llegó media hora tarde. Se ve que tomó todo tipo de precauciones. Entró, y antes de sentarse vio para todos lados, entreabriendo la chaqueta para que viera la pistola que traía fajada al cinto. Gesto innecesario, porque en lo que menos pensaba yo en ese momento era en armar una gresca.
Fui directo al asunto y le pregunté a bocajarro:
—¿Por que se ve igualito que esa vez, después de cuarenta años?
—¿Está preparado para lo que va a oír? —contestó sentencioso, después de recuperarse del impacto de la pregunta—. Esto que le voy a contar es lo más increíble que ha oído en su vida, se lo aseguro.
Yo no sé hasta que punto estaba dispuesto a creer lo que me contara, pero, como dije antes, ya estaba convencido de que toda la situación no era normal. Al oír mi afirmación empezó a referir los hechos.
—Viajé al pasado hace algunos días… Asunto para el que he vivido los últimos veintisiete años de mi vida.
Fue grande su azoro cuando vio que, a pesar de que sí me sorprendió lo que decía, no fue al grado que él pensaba. Al mencionar la fecha deduje que era ese mismo día que lo vi en el café por primera vez, tal como lo había visto hacía tantos años atrás. Me contó que él tenía doce años cuando su madre murió en el choque con Héctor. Y la amaba tanto que, aparte del dolor que sentía, creció con mucho rencor. Rencor que sólo calmó por unos años al hacerse cristiano. Hace tres años dejó la iglesia y en el proceso perdió a su esposa, que había conocido como parte de la congregación. El rencor le regresó intensificado. Por todo ese tiempo anduvo buscando a Héctor en su antiguo domicilio y en las redes sociales, pero no pudo obtener ninguna información para dar con él. Incluso fue a ver a supuestos videntes, brujos, nigromantes y todo tipo de charlatanes, hasta que se encontró con el brujo Simón, hacía cinco meses. Simón se interesó en él desde el momento que cruzó el umbral de la puerta en su vieja vivienda de la colonia Del Carmen.
—¿Y cómo dio con el brujo ese? —le pregunté.
—Lo encontré cuando menos lo andaba buscando. Una mujer que conocí por ahí me lo recomendó. Una mujer muy hermosa, que ahora se ha convertido en un esperpento; así, de repente.
—¿Usted le dijo a ella que andaba buscando a alguien como Simón?
—No, para nada. Yo llegué a ella con otra necesidad. Al verme, lo primero que me dijo fue: «Tú tienes un pesar y un odio muy grandes que no te dejan vivir. Yo conozco a alguien que te puede curar de eso». Después de proporcionarme sus servicios, la mujer me dio la información de Simón.
Al referir todo eso se le llenaron los ojos de lágrimas. Enfatizó el hecho que desde ese momento él supo que había llegado al punto decisivo de su vida. Me contó cómo Simón lo había acogido desde el primer instante. Lo había visto dos veces, que el brujo usó para evaluarlo mejor. En la tercera visita le reveló su facultad de viajar en el tiempo, y que el hombre había sido elegido para recibir ese don de él: viajar al pasado para que tratara de evitar la muerte de su madre. «Después de eso me perderé para siempre», le dijo el brujo con un fatalismo estoico. Le advirtió que después de ayudarlo en su misión, pasara lo que pasara, no iba a poder a hacer nada más por él. Lo único que le pidió fue que si alguna vez se lo encontraba en la calle, mendigando, le diera de comer.
—Tengo que preguntarle —le interrumpí, impaciente—. ¿Cómo le hizo Simón para mandarlo al pasado? ¿Acaso tiene una máquina del tiempo?
—Es un punto escondido en un sótano, al que se entra por un closet. El lugar está en la casa de un viejo aun más misterioso que Simón, que es algo así como su mentor. Se ve luego que el viejo es un hombre de poder y que tiene una presencia fuerte en la ciudad. Después de un ritual, donde se hacían invocaciones de diferentes clases, recitando oraciones con números y letras cabalísticas, Simón decidió que yo estaba listo. Sin ese ritual las puertas del tiempo no se abrirían. En el sótano hay dos puertas; una de las puertas da acceso a túneles subterráneos que están interconectados con diferentes edificios y puntos claves de la ciudad. Y la otra puerta da hacia al pasaje donde se viaja en el tiempo. Simón le dice el Aleph Alpha. Según él, es un punto único en el planeta tierra.
—Entonces, ¿ese punto nada más existe en México, aquí en Ciudad Juárez, y en la casa del viejo hermético mentor de Simón? —pregunté yo, incrédulo, y con cierta sorna. Me disculpé enseguida, ya que él sólo me miró con una expresión de tedio.
—Es una experiencia increíble —dijo el hombre, iluminándosele el rostro—. Al entrar en la puerta del tiempo, hay una escalera con trece escalones que baja a un pasillo con dos puertas laterales. Abajo del último peldaño hay un hueco, por donde sale un ruido intenso, como de agua del mar que golpea contra las rocas. Entra uno en la puerta del lado izquierdo y da la vuelta a una pared cilíndrica que baja en espiral, por un largo instante en que el ruido nunca cesa. Hasta que se encuentra uno con otra puerta, que se abre para salir en el mismo pasillo y de allí escaleras arriba. Cuando salí de la casa a la calle ya estaba en el año 1982. Después de la misión, para volver al presente entré otra vez a la misma casa, con una llave que se me proporcionó de antemano. Repetí el mismo procedimiento, sólo que esta vez en el pasillo de abajo tuve que entrar por la puerta derecha.
Abrumado, le pregunté si mucha gente había viajado al pasado aparte de él, y cómo habían descubierto ese punto multidimensional. Como desde un principio yo estaba convencido de que en verdad el hombre había viajado en el tiempo, mis preguntas eran de honesta curiosidad.
—Hay cosas que no a toda la gente le es dado saber o vivir —contestó el hombre, cortante—. Si otros han viajado al pasado, yo no sé. Sólo sé que el viejo mentor nunca usó el don ese, porque no estuvo dispuesto a pagar el precio. Simón, sí.
Cambiando de tema abruptamente, el hombre me preguntó si Héctor había sido mi amigo cercano, y se conmovió mucho cuando le dije que fue mi mejor amigo. Le conté a grandes rasgos el proceso en la vida de Héctor después del ataque. Del alcohólico en que se convirtió y como dejó el alcohol a raíz del daño que causó, en su estrago con su propia consciencia. También le conté de su lucha con el cáncer de hígado que lo mató a los 34 años. De pronto el hombre se levantó de la mesa y me dijo que tenía que irse, como siguiendo un impulso involuntario; se veía muy turbado. Dejando un billete en la mesa se fue sin despedirse.
Pasaron unos meses y no volví a verlo. Le di mi número de celular a la mesera del café y un día recibí una llamada, alertándome que el hombre acababa de entrar, tal vez para verse con alguien. Como no andaba muy lejos de allí, decidí aprontarme al lugar. Cuando llegué el hombre estaba solo y me senté con él. Se mostró muy contrariado cuando me vio, pero después de un instante se tranquilizó y sólo movió la cabeza resignado.
—A menos que quiera entregarme a la policía, no tiene caso que siga buscándome —fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Yo no tengo nada más que decirle…
—Pero yo sí —contraataqué—. Usted está frustrado porque piensa que fracasó en su viaje al pasado. Y estoy seguro que está aquí para verse con el brujo ese y pedirle una explicación. O para hablar de alguna otra posibilidad.
El hombre se sonrió con un gesto de amargura. Después de darle un sorbo a su café se quedó quieto, como para agarrar bríos, y empezó a hablar.
—Sí, me siento muy frustrado porque no hice el trabajo bien. Porque, a pesar de haber obtenido una forma de venganza con la muerte de Héctor, no pude evitar la muerte de mi madre. Fue muy difícil planear el momento y circunstancias del ataque. Estuvo todo muy complicado, ya que eso lo tuve que hacer yo solo con el tiempo limitado que tenía para permanecer en el pasado. Aparte del riesgo que corría de ser capturado y apresado. Y también había ciertos parámetros, digamos físicos, que debía observar. Como el hecho de que para que yo pudiera viajar al pasado tenía que ser a un tiempo antes de nacer; yo nací un año después. Además de que no debía establecer ningún tipo de contacto con mi familia; ni siquiera podía verlos a distancia. Ahí fue donde quizá estuvo el error, ya que no pude resistir la tentación de acercarme a la casa y ver a mi madre otra vez, tan hermosa como se veía a los veintitrés años.
Después de decir esto último empezó a sollozar, como un niño. Cuando se calmó, dijo con una mezcla de pesar y resignación:
—Tal vez ahí estuvo el error, porque la emoción de ver a mi madre otra vez entorpeció mi labor. Me quitó la agudeza mental que necesitaba. Y yo sé que Simón ya no podrá hacer nada por mí, pero al menos quiero ver qué…
Aquí lo interrumpí, para decir lo que yo quería que supiera y cerrar de una vez por todas ese episodio escabroso de mi vida.
—Como usted ve, lo que tuvo que pasar pasó. Desde su punto de vista usted se empeña en verlo como una falla de su parte, por no haber matado a Héctor y evitar así la muerte de su madre. El error pudo ser también el ataque mismo. Si usted no hubiera atentado contra su vida y no lo hubiera dejado lisiado, como lo dejó, entonces lo más probable es que Héctor no se haya convertido en un alcohólico. Porque tenía un futuro prometedor, ya que era muy estudioso, inteligente y práctico. Además de tener una personalidad chispeante y un don de gentes increíble. La razón por la que Héctor salió a comprar alcohol una noche entre semana, como lo hizo varias veces, fue porque era un alcohólico.
Después de decir lo que quería, me levanté. Antes de salir dejé dos billetes en la mesa, junto con una fotografía de Héctor unos días antes de morir.
Acaba de entrar el nuevo año y no he vuelto a saber del hombre.

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.
Muy emocionante gran relato.