Creación

El océano Pacífico

«Una noche de verano, mientras intentaba dormir, me llevé un gran susto. A través de la ventana se veía un trozo del campo. De pronto apareció en medio de la oscuridad el océano Pacífico, completamente lleno de paz». Un relato de José Manuel Ferrández Verdú.

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

Una noche de verano, mientras intentaba dormir, me llevé un gran susto. A través de la ventana se veía un trozo del campo. De pronto apareció en medio de la oscuridad el océano Pacífico, completamente lleno de paz. Di un grito de sorpresa ante la maravilla que tenía delante. Desde luego, si me hubieran anunciado con antelación su llegada, no lo habría creído. La visión duró unos pocos segundos, pero fueron suficientes para que me quedara atontado ante un milagro de ese calibre. Yo lo tomé como un prodigio de los que nunca suceden.

—¡El océano Pacífico —grité, sin saber por qué lo hacía—! Pero ¿cómo es posible? —me repetía a mí mismo—. ¿Cómo puede haber algo tan grande y tan pacífico?

Me levanté de la cama y fui hasta la habitación de mis padres, que ya estaban durmiendo. Los desperté al grito de:

—¡El océano Pacífico! ¡El océano Pacífico!

Mi padre dio un salto en la cama.

—¿Qué pasa? ¿Dónde hay fuego?

Pero yo no podía controlarme

—Lo he visto. En mi habitación. El océano Pacífico. Está allí, allí. El océano Pacífico.

—¿Dónde? —preguntó mi padre abriendo unos ojos como platos. Saltó de la cama y fue a mirar por la ventana.

Salí corriendo de la habitación. Mi entusiasmo no tenía límites. Corrí por el campo y me perdí de vista. Cuando comenté al día siguiente lo ocurrido con los amigos, me tomaron por un idiota.

—¡Mira tú por dónde sale este ahora!

—No puedo salir por otro sitio. Lo vi anoche. No es culpa mía.

El profesor de geografía tampoco se sintió excesivamente interesado en la cuestión.

—¿Conque el Pacífico, eh? No pensarás que con eso ya tienes el aprobado.

Pero a pesar del general escepticismo ante algo que parecía un milagro, una revelación mágica o algo así (si hubiera jurado haber visto a la Virgen María, a Lenin o a Empédocles me habrían tomado por loco, pero me habrían creído; ahora bien, un océano tan grande como el Pacífico de una sola vez, entero…), sentí que aquella aparición tenía que significar algo; y no cualquier bagatela, sino alguna verdad profunda y universal y quizá terrible. ¿Para qué se va a molestar un océano entero en acudir a mi habitación, si no es para transferirme quién sabe qué oscuro mensaje, abismal y necesario?

Solicité ser recibido por el presidente de la sociedad ecológica. Era un hombre joven y muy astuto, que parecía conocer de cerca ciertas cosas.

—Anoche vi el océano Pacífico delante de mi cama. Yo estaba acostado y no tenía sueño, así que me puse a mirar por la ventana. Veía distraídamente el cielo cuando, de pronto, ¡plaf! Se me presentó en medio del cuarto y me dio un susto de muerte. El joven director de la oficina ecológica se me quedó mirando como si intentara averiguar qué motivos podrían haberme llevado a decir algo así.

—Ese no era el océano Pacífico —dijo después de reflexionar.

—¿No?

—En absoluto —dijo con resolución, y se levantó de la silla para ir hasta un armario y extraer un rollo de gran tamaño que, al desplegarlo ante mí, resultó ser un mapa del océano Pacífico auténtico.

—A ver, dígame lo que vio. ¿Cómo sabe que era el Pacífico?

Yo miré con detenimiento aquel gran espacio azul lleno de islas, de líneas y de nombres.

—Nada de todo eso vi. Solo un mar tan azul y tan grande, y al mismo tiempo una voz en mi interior me decía: «¡el océano Pacífico! ¡El océano Pacífico! Que no he tenido más remedio que venir a hablar con usted que entiende bastante de estas cosas.

—Dudo mucho, y permítame que se lo diga, que usted haya visto en realidad ese océano, que para nosotros constituye nuestro mayor motivo de orgullo —luego guardó silencio, y después de unos segundos dijo—: ¿posee usted algún título o ha hecho algún viaje importante?

—Sí, tengo el graduado escolar, y el año pasado fui con mis padres a Barcelona a la consulta de un famoso oftalmólogo.

El director de la oficina parecía un poco desconcertado. Daba la impresión de que le habría gustado creerme, pero algo en su interior no se lo permitía. Sin embargo, no mostraba tener mal corazón.

—Pásese por aquí la semana que viene. Tengo que estudiar su caso a fondo. Y hágame estos ejercicios.

Me entregó una hoja de papel con algunas instrucciones. Luego me despedí y salí de la oficina.

Cuando se extendió la noticia por el instituto, muchos amigos y compañeros venían a ver qué me había pasado en realidad, y algunos me preguntaban que cómo era ese océano que yo había visto. Alguno intentaba burlarse con difíciles preguntas de geografía física y cuestiones de coordenadas muy oscuras.

Hermenegilda se me acercó sonriendo.

—¿Cómo va eso? —dijo.

—Bien, ¿y tú qué tal?

—Yo estoy mejor que tú —dijo, y me besó en la cara. Luego fuimos a pasear.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —me preguntó intrigada.

—No lo sé. Quizá deje de estudiar y me vaya por ahí.

—¿Y adónde vas a ir?

Su pregunta me dejó pensativo. Mi primera reacción fue responderle que iría en busca de ese mar tan increíble que había acudido a la intimidad de mi habitación. Luego pensé que quizá fuera precipitado ir allá así de improviso, sin apenas tiempo para nada.

—No lo sé, pero me gustaría hacer algo.

—¿Algo como qué? —dijo ella.

—Lo que sea, me da igual. Ahora ya todo me da igual —dije, tratando de adoptar el papel de víctima, papel que imaginé que ella encontraría interesante por alguna razón que no tenía clara del todo—. ¿Es que no me ves —dije—? ¿Qué quieres que haga después de haber visto el océano Pacífico? ¿Tengo yo la culpa de eso?

Ella se puso a llorar, y me dio lástima.

—Venga, no llores más. Te prometo no volver a hablarte así

Ella se puso otra vez contenta y fuimos a la fuente que había por allí cerca, donde vimos algunas palomas y varios chiquillos que trataban de coger una rana. Al llegar a mi casa, mis padres y mis catorce hermanos estaban todos sentados a la mesa, comiendo un buen plato de lentejas. Me miraron todos al mismo tiempo porque yo nunca había llegado tan tarde a la hora de comer.

—¿Dónde estabas? —me preguntó uno de mis hermanos.

—Por ahí —dije.

—¿Es que no sabes qué hora es? —dijo.

—No, porque no tengo reloj. Además, me da igual la hora que sea. ¿Sabes tú acaso la hora que es en el Pacífico Sur? —le pregunté en tono irónico.

Mi hermano siguió comiendo su plato de lentejas y no siguió molestándome.

—No seas demasiado exigente con tus hermanos —dijo mi padre—. Además, el océano Pacífico es tan grande que allí serán muchas horas diferentes al mismo tiempo. ¿Por qué piensas que deberíamos saberlo nosotros? Bastante tenemos con saber qué hora es aquí.

—Yo no quería retrasarme —dije—, pero no sé qué me ha pasado hoy con Hermenegilda, que no me he dado cuenta de nada.

—¿Es que has estado con Hermenegilda? —me preguntó otro de mis hermanos.

—Sí.

Entonces se puso de pie y, con una expresión de gravedad, me dijo:

—Eres un imbécil.

—¿Por qué lo dices? ¿Te gusta a ti también Hermenegilda?

—Tú sabes que me gusta mucho.

—Pues entonces díselo. Yo solo soy un amigo íntimo suyo.

—Pero has estado con ella —dijo con mal humor.

—¿Y por qué no?

—Tú le gustas a ella —dijo mi hermano con pesadumbre.

—No te preocupes —le dije—, que si quieres ya no la veré mas.

—Difícil lo veo —dijo resignado—. Sois del mismo curso, y además ella siempre te anda buscando.

—Entonces me marcharé a otra ciudad, o a otro continente, o a ese océano que he visto, para que ella no me encuentre, si es eso lo que quieres —dije, tratando de que mi hermano se tranquilizara. Él pareció aceptar mi proposición y continuó comiendo las lentejas que ya estaban casi frías y un poco hechas una pella.

Después de aquella vez, ya no volví a ver más el impresionante océano. Algunas noches, al ir a dormir, miraba por la ventana y trataba de concentrarme y no pensar en nada, a ver si volvía a aparecer. Pero no lograba dejar de pensar en el océano Pacífico, aquella maravilla de la naturaleza con sus islas, sus peces, sus barcos, sus nubes.


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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