/ Crónicas ausetanas / Xavier Tornafoch /
Cuando yo era un chaval y formaba parte de las categorías inferiores del RCDE Espanyol de Barcelona, el club nos regaló unas entradas para acudir al trofeo Ciutat de Barcelona, que cada verano servía para presentar al primer equipo a la afición y medirlo con algún otro plantel de la liga española o de alguna otra liga europea. Aquel año se enfrentaban al Osasuna de Pamplona, el equipo revelación que acababa de ascender a Primera División practicando un futbol vistoso y atrevido. Acudí al viejo estadio de la Avenida de Sarrià junto a dos compañeros del juvenil de División de Honor. Nos sentamos frente a la tribuna principal, justo al otro lado de los banquillos y del palco de las autoridades. Pocos minutos después de empezar el encuentro, un tumulto nos distrajo de lo que acontecía en el terreno de juego. Vimos que se acercaba adonde nosotros nos ubicábamos un grupo de personas a las que nadie saludaba, pero a las que todos miraban. Eran Diego Maradona, su representante Jorge Czysterpiller y un séquito de cuatro o cinco personas que no supe identificar. El argentino acababa de firmar por el FC Barcelona y era una de sus primeras apariciones públicas. Uno de los chicos que me acompañaba reconoció entre los que iban con Maradona a un viejo conocido, un muchacho argentino que había formado parte de las inferiores del Espanyol. Se fue a hablar con él y se quedó allí con ellos. Al poco rato, el propio Maradona nos miró y nos hizo señas para que nos acercáramos y viéramos el partido juntos. Y así fue como presenciamos, al lado de uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, el partido que en el año 1982 enfrentó al RCD Espanyol y al Club Atlético Osasuna, en el Trofeo Ciutat de Barcelona. Acabó el encuentro, nos saludó, nos deseó suerte y él y su séquito se fueron en un coche de lujo hacia la parte alta de la ciudad y los tres jugadores del juvenil nos dirigimos hacia la pensión donde nos hospedábamos en la plaza de Tetuán (ninguno de los tres éramos de la capital), caminando en una noche oscura y calurosa cruzando la avenida Diagonal hasta llegar a casa. Nosotros teníamos diecisiete años y Maradona veintidós. Él era una estrella y nosotros unas promesas que se quedaron en eso porque al cabo de poco tiempo todos acabamos abandonando el club e incluso el futbol. Maradona, por su parte, continuó su rutilante carrera deportiva ofreciendo triunfos y escándalos, casi a partes iguales.
El fallecimiento de Maradona hace unos días ha motivado multitud de elogios póstumos y también un alud de críticas. El recuerdo póstumo del astro argentino venía de la mano de su rutilante carrera deportiva, los ataques se han centrado en los episodios de maltratos a su expareja que hace ya tiempo se hicieron públicos. Sin embargo, ha habido una tercera posición respecto a las conmemoraciones en relación a la muerte del jugador bonaerense, quizás la crítica más profunda que se ha hecho a los que insistían en recordar a Maradona, la de aquellos que han puesto el acento en el propio futbol, en las características de este deporte como fenómeno social, cultural y deportivo. Es a esas críticas a las que busca responder el presente artículo. Entiendo y comparto las diatribas contra Maradona, un gran jugador de futbol y una persona deleznable. Aplaudo a la futbolista gallega que se negó a guardar un minuto de silencio en memoria del argentino: estaba en su derecho y explicó muy claramente sus razones. Discrepo absolutamente de los que se niegan a considerar un análisis cultural riguroso del fenómeno futbolístico e insisten en aquello del opio del pueblo, de los que piensan que este deporte es poca cosa más que un entreteniendo para palurdos. Se ha vertido mucha tinta en esos términos durante las pasadas semanas, aunque se ha vertido mucha más para alabar a Maradona, ciertamente.
Lo primero de que adolece esta posición de desprecio hacia el futbol es de visión histórica. Obvia que este deporte, al que empezaron a jugar señoritos británicos ociosos pronto fue practicado por trabajadores de todas las clases, y promovido por asociaciones obreras que veían en esta actividad una manera saludable de utilizar el poco tiempo libre de que disfrutaban. Los clubes de futbol se convirtieron en espacios de sociabilidad, de la misma manera que lo fueron los ateneos o las bibliotecas populares. Para la mayoría de líderes obreros, que los trabajadores jugaran al futbol, leyeran libros o escucharan conferencias era preferible a que pasaran horas en las tabernas, bebiendo y fumando. El futbol llegó a España de maneras muy diversas. A Barcelona, de la mano de ingenieros suizos que pronto entablarían amistad con otros técnicos escoceses, desplazados a las colonias textiles del rio Ter, y donde se celebraron los primeros encuentros. Aún se conserva en una de esas colonias, la de Borgonyà, cerca de Torelló, un terreno de juego de estricto estilo británico y el equipo local, como no podía ser de otra manera, viste los colores blanquinegros del Saint Mirren, lugar desde donde vinieron los ingenieros escoceses. Al País Vasco, como nos cuenta Ramiro Pinilla en su maravilloso Verdes valles, colinas rojas lo trajeron los marineros ingleses, que pronto se midieron en las playas de Vizcaya con los trabajadores y campesinos locales. De manera parecida, el futbol arribó a Asturias, Galicia o Andalucía, donde está el club más veterano de la península, el Recreativo de Huelva. Los técnicos extranjeros reclutaron a trabajadores para sus planteles y más tarde fueron los propios trabajadores los que crearon sus equipos, dándoles a menudo un indudable sello reivindicativo. El club europeo fundado por trabajadores más emblemático de Europa es el todopoderoso Mancehester United, creado por los obreros de Lancashire and Yorkshire Railway. El futbol nació con un marcado carácter popular, de eso quedan pocas dudas. Fue justamente esa característica la que llevó al deporte al otro lado del Atlántico, donde los trabajadores inmigrantes, además de crear sindicatos a imagen y semejanza de los que conocían en Europa, fundaban clubes de futbol al estilo del viejo continente, entre ellos el Argentinos Juniors, donde se dio a conocer Diego Armando Maradona, y Boca Juniors, donde consolidó su carrera deportiva y se hizo famoso.
Hoy en día, y de ahí la anécdota con que empezaba este texto, el fútbol es el de los multimillonarios que se pasean en coches lujosos, pero también el de millones de chicos y chicas de todo el mundo que tienen la ilusión de jugar cada domingo. Que entrenan fuerte durante la semana y apenas duermen de los nervios la noche anterior al partido. El fútbol son los clubes modestos que integran a gente de todas las razas en entornos degradados, ofreciendo deporte y educación. El fútbol son las miles de personas que se juntaron en el nuevo estadio de San Mamés para presenciar un partido de futbol femenino. Que el turbocapitalismo intente apropiarse de la sociabilidad popular, como asegura Perry Anderson, no significa que esta no exista y no tenga su propio sentido al margen del mercado y del dinero; al margen del comportamiento deleznable de un Maradona autodestruido, que merecía no nuestra admiración sino nuestra condena. A menudo desde la izquierda se olvida a Gramsci y se cae en el error de despreciar la cultura popular, cuando esta debe ser reivindicada y protegida de la voracidad del mercado, y no arrinconada desde una superioridad moral que no es otra cosa que clasismo mal disimulado. Hoy en día, muchos chicos y chicas no tienen otra oportunidad para practicar deporte que apuntarse al club de su barrio: sus padres no les podrán pagar clases de piano, ni de equitación ni de esgrima. Su afición al futbol hará que conviertan a jugadores y jugadoras de las grandes ligas en sus ídolos. En lugar de despreciarlos porque aman el futbol, quizás sería mejor que se les educara, no solo para que aprecien al que mete más y mejores goles, sino para que valoren al que tiene un comportamiento más noble, dentro y fuera del terreno de juego. Renunciar a un análisis sociocultural riguroso sobre todo lo que envuelve a este deporte y despachar cualquier opinión con tópicos, por muy new left que sea, es otro de los errores de cierta izquierda europea que acabará aprovechando la extrema derecha xenófoba y nacionalista.

Xavier Tornafoch i Yuste (Gironella [Cataluña], 1965) es historiador y profesor de la Universidad de Vic. Se doctoró en la Universidad Autónoma de Barcelona en 2003 con una tesis dirigida por el doctor Jordi Figuerola: Política, eleccions i caciquisme a Vic (1900-1931) Es autor de diversos trabajos sobre historia política e historia de la educacción y biografías, así como de diversos artículos publicados en revistas de ámbito internacional, nacional y comarcal como History of Education and Children’s Literature, Revista de Historia Actual, Historia Actual On Line, L’Avenç, Ausa, Dovella, L’Erol o El Vilatà. También ha publicado novelas y libros de cuentos. Además, milita en Iniciativa de Catalunya-Verds desde 1989 y fue edil del Ayuntamiento de Vic entre 2003 y 2015.
Felicitats Xavier per la exposició del tema
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