texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas
Brusca, la niebla ha caído sobre la ciudad desprevenida y los habitantes se acogen a una diseminación domiciliaria. Han llegado por fin los dominios propios del invierno y hay quien los saluda con ganas, los estaba esperando impaciente. Río abajo, durante el paseo vespertino, la vida se ha coagulado sin miramientos. Veo matojos helados y pequeñas telas de araña tiritando desnudas en las barandillas de los puentes. Impertérritos, los cormoranes se acomodan en la zuda y aguardan algo entre posturas que apenas desmienten la inmovilidad. Es la engañosa quietud de la verdad del invierno. No lo parece pero ahí, en los adentros de lo visible, hay una oculta llamada a la germinación.
En el entresueño de esta noche, una escena fugaz flotando desgarrada: mi madre nos había traído fruta. Por un momento, las naranjas brillaron como astros en las ácidas tinieblas de la noche.
«Me quedé más a gusto que el demonio», oigo decir a una mujer en el barrio de San Frontis. Y los vecinos que la están escuchando se descacharran de risa. Nunca tuvo problemas el pueblo en meter la figura del demonio en sus menciones. «¡Ay, qué muchacho del demonio», podía oír yo decir a mi abuela en un tono falsamente quejumbroso; y tantas otras expresiones: «¿Qué demonios se te ha perdido por aquí?», aún se oye decir con soltura inocente (a veces disimulado el vocablo impertinente con un demontre). También ha habido creadores que se han referido a él con cierta simpatía (aquella canción de The Rolling Stones), con cierta compasión. José Antonio Abella, en su impecable novela Agnus diaboli, dedicada en cierto modo al diablo, aunque hay más aristas que conducen la narración hacia otros ángulos, alude a El señor diablo, un relato de Eça de Queiroz donde se dice que en ciertos momentos este es «el representante inmenso del derecho humano». Y aún podemos traer a colación el refranero sapiencial: «Sabe más el diablo por viejo que por diablo» es anteponer el valor de la experiencia humana a la propia condición sobrenatural y maléfica de ese ser. Y así es: en vez de hacer como otros estamentos que procuraban evitar mencionarlo o regateaban su nombre con títulos terribles (Maligno, Príncipe de las Tinieblas, Ángel Caído…), el pueblo adoptó enseguida al diablo humanizándolo como uno más de los suyos, como alguien que ha de perder por fuerza su identidad siniestra al ponerlo cerca de nuestros oficios y nuestros enseres. Pedro Botero anda en las conversaciones sobre el infierno como un pobre aldeano encargado de mantener el fuego de una casa. Sin suponerlo, se le ha despojado de su identidad convirtiéndolo en un convecino al que pueden mentar con la alegría y la despreocupación con que se habla de un pariente. Y lo mismo ocurre con las visiones fantásticas de un infierno prêt-à-porter. Nunca olvidaré a Jeffry, aquel sonriente alumno dominicano, cuando una vez contó en clase el mito de Orfeo, quien, según él, al llegar a las puertas del Hades se encontró con «el can cervecero» [sic]; reparó de inmediato el muchacho en su error y trató de rectificar para decir «el Cancerbero» pero yo no le dejé. «Está muy bien así, Jeffry, un can cervecero es quien nos espera allí; tú has aliviado por fin la entrada a las penas eternas». Y es que el mundo popular no concibió nunca que hubiese criaturas incapaces de bajar a sus proximidades a compartir un poco de pan con chorizo, beber una pinta de cerveza y entonar una canción a coro para reírse de lo que hiciese falta.
Nos van sorprendiendo a campo abierto las primeras ruinas del oscurecer. Las encinas se van cubriendo de sombras y las lajas de pizarra parecen brillar de otro modo en las tapias aún erguidas de las fincas abandonadas. Es el lenguaje del anochecer. Como un telón melancólico, cae la luz de enero sobre el orden del mundo. Quienes vamos andando hasta donde hemos dejado aparcado el coche, a las afueras de Pereña, ya no nos atrevemos a hablar; es como si los crujidos de nuestros pasos fuesen el único atentado contra el silencio. Y ya casi no se ve. A lo lejos, las luces del pueblo van brotando como pellizcos en el horizonte. Hacia allá vamos. Carmen, Ana, Enrique.

Planta por panta, las escaleras mecánicas de los grandes almacenes nos van haciendo ascender sin esfuerzo, como en una huida de todo lo que, exuberante y multiplicado, va quedando debajo de nosotros. Hay algo de desprendimiento —al menos yo lo necesito sentir así— en esta ascensión sobre las cosas que nos reclaman para que las poseamos. Al llegar a la última planta todo termina pero uno quisiera seguir, todavía más, hacia arriba, traspasar los techos del templo comercial y lograr un alejamiento definitivo para poder vivir ya para siempre en la levedad y el desentendimiento.
Cavilosas, dos cigüeñas pisan con suma prevención el pasto frío de La Candamia. Se han acercado hasta aquí después de la gran nevada y parecen flotar sobre el suelo esponjoso y blanco, ajenas al tráfico voraz inmediato. Escribo todo esto mientras las miro. Es como si ellas estuviesen posando para mí pero de pronto alzo la vista y ya no están. Me descuidé y se fueron. Tal vez supiesen que alguien estaba registrando su aristocrática anatomía y decidiesen quitarse de en medio como esos seres que no desean entrar en la Historia por mínima que fuera la ocasión. Adiós, muchachas…
Un poema es un acontecimiento hecho lenguaje que tiembla. ¿Por qué? Porque no cabe en el mundo.
El susto de la nieve pone torpeza y abismo en los pasos de quienes han salido a la calle a practicar el comedimiento. Y nada, nada parece a salvo en todos los convites de la ciudad dañada. Todo se confunde: «Las sombras y los sueños pesan lo mismo», decía Bonnefoy en aquel libro suyo, un dulce tratado sobre la nieve.
Un reclamo municipal: «Izado de la bandera el sábado, 21». Lo anuncian carteles públicos en los comercios de Villarino de los Aires. Hasta aquí llegan también estas ostentaciones de fanfarria y gualdrapa. Qué peligro larvado. Lo que hubiera dicho de ello José-Miguel Ullán, nativo díscolo…

Bailando sola, la luz de enero entra en la calle Pintores haciéndose sitio a primera hora. Y ahí se queda ya, sobre las cosas, encendiéndolas con su resplandor de melocotón helado. Estoy en Cáceres. Años sin volver a esta ciudad querida. Sin saber cómo, empiezo a reconocer ciertas fachadas y ese juego capilar de calles secundarias. Sí, por aquí estuve hace años, demasiados años como para saber organizar los recuerdos ya. La lógica de la memoria es misteriosa. Sus armazones son endebles y su tornillería muy floja. No hay argumentos: solo destellos, visiones que explotan y desaparecen en el territorio de la fugacidad. Por un momento quedan en pie dentro de mí rostros, nombres de entonces, la cristalería rota de escenas resquebrajadas por el olvido, recompuestas quizás por las trampas de la invención sustitutiva. Y ahora, en esta calle extremeña, llega hasta mí amontonado todo en una vaharada feroz, capaz de revolverme por dentro hasta ponerme de nuevo allí, casi cuarenta años atrás, en el ardor incontenido de la juventud y el embrujo de la poesía, ya revelada entonces por su cuenta a aquel muchacho incapaz de vigilar sus sentidos para llevarlos a la moderación.
Certámenes públicos, concursos, premios, antologías de escalafón, cifras de libros vendidos… Modos de convertir la poesía en un deporte o en una carrera administrativa repleta de funcionarios. No deberías implicarte más en ello.

Es un gato trotero, enorme y pelón que ronda por los hangares de una estación de autobuses. De pronto busca acomodo contra una rueda del autocar recién llegado y enseguida se desliza hasta acurrucarse bajo su vientre, quizás buscando el calor que exhala su ronroneante motor, aún encendido. Después olfatea charcos de grasa y, mohíno y lento, se va. ¿Adónde? Él sale a la intemperie de enero haciendo tirabuzones con la cola en alto. Lenguaje de gestos que son puras prolongaciones de los instintos. Ni un añadido al comportamiento natural. Cuando al fin desapareció por una calle incierta, sentí que lo más puro del día se había perdido para mí. Nada como lo elemental para comprender del todo la inmediatez de la vida.
En este territorio de palabras quebradizas y pálidas fuiste tú la que pusiste iluminaciones y presencias que dejaban ver la belleza entre grietas. Ahora traes de lejos el olor nublado de las despedidas. Adiós. Nos veremos en otro recodo de la vida.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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