Creación

El jugador de damas, 11: «Paseo por el cementerio»

Nueva entrega de una novela de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas (10)

Después del periplo por el monte, llegar al cementerio es como llegar a casa. Doy un rodeo y empiezo a subir la cuesta que se dirige a la entrada. En los bordes de la carretera, matojos cenicientos esperan el nacimiento del botánico que les ponga nombre. Son tantos y tan insignificantes que no creo que eso ocurra nunca. Se engloban bajo el nombre genérico de «malas hierbas» como los miles de millones de seres humanos anónimos que vivimos y morimos en este planeta nos abanderamos bajo el epígrafe de humanidad. Algunas plantas grandes y poderosas se han labrado un nombre. A mi derecha veo un huerto de limoneros que bebe el agua que se filtra desde el cementerio. Sus limones son más pálidos de lo normal y echan, según dicen, gusto a cadáver. Manías de la gente.

Los kioscos de flores

Al final de la cuesta, en la placeta circular que sirve de aparcamiento, donde bancos de cemento tachonados de tejos de cerámica en forma de trapecios bancos, azules y granates esperan desde que fueron instalados a que se siente alguien que no sea el polvo, hay dos kioscos de flores, uno enfrente del otro. Primero pusieron el de la derecha, una estructura de aluminio con cristales que dejan ver las flores del interior. Abría los fines de semana e iba desgranando cansinamente sus ventas hasta que a principios de noviembre la fiesta de los muertos llenaba sus arcas. Luego apareció el otro kiosco, idéntico al primero, y éste tuvo que resignarse a dividir sus ingresos por dos. ¡Qué remedio! Estamos en un país libre y eso quiere decir sobre todo libre competencia. Si has encontrado un chollo enseguida vendrán los demás a disputarte la presa.

Esos dos kioscos deberían ser la última frontera de la cizaña, la última oportunidad para la vida, que es ante todo lucha.

Una muchacha gris

La puerta del cementerio parece el decorado de una película barata. De frente es un templo con dos enormes columnas de mármol negro unidas arriba por un arquitrabe del mismo material, un friso sin otro adorno que el color diferente del mármol y una cornisa rematada por una cruz de metal plateado. Mirada de perfil se descubre que no tiene fondo, es bidimensional como una estampa pegada en un álbum.

Son las doce y media. Un coche que acaba de adelantarme en la cuesta ha parado en la placeta. Del interior sale una chica joven, delgada, con unas ojeras pronunciadas, vestida de gris; a continuación su novio o su hermano y los padres de ella, de él o de ambos. La chica abre el maletero y saca flores y elementos de limpieza. Ella ordena, organiza. Los otros la siguen dóciles. Por puro azar, como esas hormigas de mi terraza que iban todas juntas al mismo sitio, transponemos juntos el umbral del cementerio. La chica me mira y está a punto de darme algo o asignarme alguna tarea. En el último momento se contiene.

Una vez dentro, dirige a los suyos, sin otro titubeo que su andar quebrado por los zapatos de tacón, hacia su objetivo. Considero esa mezcla de fragilidad y fortaleza el súmmum de la creación. Yo tenía un amigo en la facultad que utilizaba a estas chicas jóvenes y preciosas como argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios. Si Dios no existe ¿quién ha creado a las chicas? ¿El azar? Yo podía admitir que el azar hubiera creado una higuera, por ejemplo, o un pino. Un cocodrilo, un caballo, un elefante, un pájaro, todo eso es pan comido para el azar, se pone y en un plis plas te crea una manada de bisontes que no dejan ver la hierba de una pradera. Pero una chica… esos son palabras mayores. Tenía que reconocer que no, que por puro azar no se puede crear una chica. Afortunadamente este amigo de la facultad no conocía a Marcos, el cura, y no podía informarle de ese talón de Aquiles en mi descreencia. Allá va la muchacha, más frágil que una hoja, cargando con el peso de su familia. Igual hará cuando tenga hijos. Yo me demoro ojeando el plano del cementerio como un turista antes de su visita.

Lete

El cementerio lo componen panteones y muros en los que se han construido concavidades superpuestas para alojar a los féretros.

Los panteones, como las capillas de las iglesias, son reservados para el disfrute exclusivo de una familia. En esta vida y por lo visto en la otra, el lujo consiste primordialmente en aislarse de los demás, dejar a la chusma que se huela el trasero como los perros, apiñados en edificios, apiñados en bares, apiñados en playas, apiñados en iglesias, en autobuses.

Los muros consisten en colmenas de nichos donde uno, si no tiene bastante con vivir toda la vida rodeado de vecinos, tiene que sufrirlos durante toda la eternidad.

También existen panteones más humildes llamados panteones de suelo que son a los nichos lo que un pequeño bungalow a un apartamento. Una lápida de mármol del tamaño de una cama, un palacio de juguete.

Todo este embrollo de jerarquías debe ser indiferente para los muertos pues, según la tradición clásica, han bebido las aguas del Leteo y han olvidado esa máxima universal que dice «tanto tienes tanto vales».

 Lete, Olvido, es el nombre de una diosa griega. Hija de La Discordia y, según algunos, madre de las Gracias, es adoptada por los romanos como todos los mitos y religiones de los pueblos conquistados. Conquistaban un país y en lugar de masacrar a sus ídolos los acogían. Siempre había alguien dispuesto a rezarles. Los romanos eran permisivos. Tal es así que en Roma había un monumento dedicado a todos los dioses: el Panteón.

Estos panteones del cementerio son hijos de aquel, pero al contrario que la familia de Lete que fue mejorando con el tiempo (de la discordia nació el olvido y del olvido la gracia) estos hijos han empeorado a su padre y se han vuelto intransigentes, exclusivistas, pobres adoradores de un solo dios.

Pero como nada se pierde del todo, de esa opulencia religiosa nos ha quedado la multitud de santos y el misterio insondable de las vírgenes. ¿Por qué si la madre de Jesucristo fue una sola hay ahora doscientas mil vírgenes, cada una con su nombre, con su cara y sus adeptos? También, de la misma forma, hay miles de Cristos diferentes. Todo esto es herencia del Panteón romano.

Cipreses

Al entrar al cementerio dos filas de setos vivos, prolongación vegetal de la jambas de la puerta, forman un pasillo recto que continúa tras la intersección de un arco de piedra. De los setos surgen altos los cipreses como las llamas de las velas de una tarta. Alguien intenta apagarlas ¿De dónde viene ese soplido? El día está calmado. Son los pájaros. Miles de pájaros soplan sobre ellos. No consiguen más que un estruendo que llena el cementerio de una materia distinta del aire: el canto. Uno se sumerge al entrar en ese canto y en breve tiempo deja de notarlo como no se nota el peso de la atmósfera. Los pájaros soplan sobre los cipreses, pero estos ni se inmutan, son profesionales de la longevidad, así se ganan la vida. Su madera amarillenta es incorruptible, bastante corruptibilidad hay ya por aquí como para poner un árbol que se pudra, los cipreses siempre están fuertes, erectos, cupressus sempervirens. Los pájaros, como niños demasiado pequeños en su primer cumpleaños, no los pueden apagar.

Cenotafios

Al lado de los cipreses, florecen cactus cuyas ramas presentan en sus extremos tres protuberancias. La del centro es como un busto. Las de los lados asemejan brazos. Debido a esa forma, los cactus parecen homúnculos. Otro símbolo de resurrección, pienso. Las ramas de los cactus nacen de la tierra como hombrecillos que vuelven y dejan cenotafios donde había tumbas.

Ser profesor en el instituto me marca de tal forma que incluso cuando estoy solo me explico a mí mismo las palabras que mis alumnos no comprenderían. Cenotafio viene del griego cenós que significa vacío y táfos que significa sepulcro. Es un monumento funerario donde no está el cadáver del personaje al que está dedicado. Una tumba vacía.

La calle de la Resurrección

Como cualquier ciudad, el cementerio está dividido en calles. Si quisiéramos escribirle una carta a un difunto sería muy sencillo para el cartero hacérsela llegar pues cada una de ellas tiene su nombre, normalmente el de un santo que, además de designarla, la custodia y protege. En algunos de los muros, el nombre del santo va acompañado por su imagen pintada sobre una plaqueta de cerámica. En otros no. Nada más entrar, a la izquierda, la figura de Cristo Resucitado se expone en las paredes de un muro.

En la zona del Cristo Resucitado la mayoría de los nichos son cenotafios, tumbas vacías. ¿Por qué? Como no creo que Asclepio, repuesto del rayazo de Zeus, haya pasado por allí, lo más probable es que la gente rehúya esa zona por prevención supersticiosa. Por mucho que se quiera al finado nadie desea que a los tres días toque el timbre y se presente en casa con cierto olor a santidad y algún que otro gusano encima diciendo: he vuelto del más allá.

Asclepio

—Ahora querréis saber quién fue Asclepio ¿no?

Interpreto los silbidos tenues y el mirar a otra parte de mis alumnos como un sí.

De mis lecturas de Platón recuerdo una frase característica de Sócrates: sacrificar un gallo a Asclepio. Asclepio era el dios griego de la medicina. Había alcanzado tal perfección en el arte de curar que incluso la muerte en sus manos no era irreversible. Resucitó a muchos. Jesucristo, creo recordar, resucitó a dos. Este Asclepio a bastantes más, a tantos que Zeus tuvo que intervenir porque ¿qué sería el mundo si la gente naciera y no muriera? Es una cuestión de espacio, de recursos. Pueden vivir eternamente unos pocos o un breve espacio de tiempo muchos, pero no pueden vivir eternamente muchos. Es imposible. La vida es como cualquier espectáculo, uno entra, lo ve y sale para que entren otros que están en la puerta, que han pagado su entrada y tienen derecho. Por eso Zeus no podía permitir que Asclepio resucitara a la gente y le envió un rayo que lo fulminó.

Bigotudos

Tuerzo a la derecha, paseo entre los nichos de los otros sin prisa por llegar. Las lápidas desconocidas se prestan a juegos que la seriedad de mi dolor impide delante de las mías. Estos juegos que se intuyen en mi sonrisa no son bien mirados por un hombre con zapatos negros, pantalones y chaqueta negros, camisa blanca y corbata negra, demasiado abrigado para este día de sol, al menos podría haberse ahorrado el bigote negro y poblado como un cepillo, que me echa una mirada negra de reprobación al verme mariposear entre las tumbas. El cementerio no es un circo, no es un museo, uno viene a visitar a sus muertos, cada uno a los suyos, y se marcha, no se pasea como por un mercadillo. Esto no es una feria, parece pensar mientras sus zapatos lustrados lo encaminan a la salida. Yo trato de disimular y me entretengo ante la lápida de otro bigotudo. ¡Y qué bigote!Probablemente tendría que llevar en vida un aparato ortopédico en la espalda, un corsé, para que la columna no se le arqueara. Algunas mujeres demasiado provistas lo llevan para contrarrestar el peso de sus pechos. Aunque, dada su profesión, el tener la espalda encorvada no debió ser un inconveniente para él sino un beneficio porque, según se desprende de la pequeña placa de homenaje colocada en su lápida, era enterrador, probablemente de este mismo cementerio. La placa dice así: «Es justo descanse aquí / quien tanta gente enterró / en su tumba preparada / con decoro y precisión».

Aurora dice que la rima es el destino del verso. Quiere decir que muchas veces la necesidad de rimar obliga a poner una palabra que no se hubiera puesto de otra manera y después se descubre que era la mejor palabra que se podía haber puesto. Una tumba preparada con precisión parece un disparate forzado por la rima, pero si se piensa un poco se descubre su sentido.

Lo primero que hay que suponer es que el enterrador fue enterrado por su sucesor y quién sabe si fue este mismo quien concibió el epitafio. Siendo así, es lógico que quisiera exaltar sus propias dotes alabando una obra que, como define el diccionario, fue ejecutada con singular esmero.

 En segundo lugar, está claro que era preciso, necesario, que se le enterrara. No iban a colocarlo en un sillón de su casa delante de la televisión como si tal cosa. Nunca habló demasiado, el bigote se lo impedía, o quizá el bigote fuera una coartada para no abrir la boca, pero las moscas y el olor acabarían delatándolo. Era preciso que lo enterraran.

En tercer lugar, la fecha del entierro también tenía que ser precisa, exacta, porque enterrarlo, es un decir, un año antes de que hubiera muerto, aparte de que él mismo como profesional se hubiera dado cuenta, no hubiera sido admisible. Se le enterró porque era necesario y el día justo. La palabra precisión, pues, viene pintiparada.

El auxiliar de la muerte

El asunto de este enterrador enterrado con un poemita en la lápida me recuerda uno de los sonetos de Urbano Aparicio. La muerte, personificada, está cansada de llevar tanta desorganización porque con tanta gente como hay viva es difícil saber con exactitud el momento en que a uno le ha llegado la hora. Puede producirse errores, que muera gente que no debía morir o que se salve gente que no debía salvarse. Por eso la muerte contrata un ayudante, un auxiliar administrativo que la ayude a poner orden en el caos. Todo iba de maravilla hasta que el administrativo, como este enterrador enterrado, se murió. Nadie es eterno. Y la muerte volvió a su confusión de siempre.

Aquel que contraté para la cuenta
de los muertos llevar y de los vivos
que llenan generosos mis archivos
murió también, la muerte se lamenta.

Así dice el primer cuarteto. El poema termina con la muerte resignada a trabajar así, a salto de mata, improvisando, sin ningún orden; porque, como ella misma dice, en esta fiesta todos tenemos con la muerte el baile asegurado.

Nemesia

Justo al lado del enterrador bigotudo la sepultura de una mujer ejemplifica esa desorganización. La mujer, en vida, se llamaba Nemesia. Al lado derecho de su nombre y sus apellidos tres medallones iguales, ovoides, uno encima de otro, encierran tres fotografías.

En la primera se ve una mujer hermosa, en su plenitud, quizá veinticinco o treinta años, morena, delgada, de una belleza moderna. La diosa Némesis, hija de La Noche, también lo era. Zeus se encaprichó de ella pero ella, reacia a las pretensiones del dios, se transformó mil veces para confundirlo. Al cabo Zeus la pilló en forma de oca y, transformado él mismo en cisne, la poseyó. De ahí que luego Némesis pusiera el huevo del que nació Helena. Como la diosa que le da nombre, la Nemesia del medallón de arriba se metamorfosea en la Nemesia del medallón de abajo. Esta representa a una mujer de unos sesenta y cinco o sesenta años. La calidad de la fotografía es mala, la peor de las tres. Se le nota la fatiga. Ha tenido hijos y ha trabajado. La vida la ha exprimido como una naranja. No ha engordado y, como se parece a ella misma de joven, cierta belleza conserva aún. En la foto lleva las mangas del jersey subidas como si la sesión fuera un interregno entre tarea y tarea. En el último medallón se advierte a una mujer descansada, una simpática vieja rellenita con el pelo blanco y la piel tersa. Tenía cuando murió 98 años. Posiblemente debía haber muerto a los treinta, su foto estaba preparada. Y otra vez a los sesenta. Pero la muerte no encontró su sentencia entre tanto papel y fue olvidándola hasta llegar al siglo.

Las leyes de conservación

Otras personas no tuvieron tanta suerte. No se libraron por exceso de cupo, ni se extravió su expediente. Fueron por su reemplazo. Aquí veo un muerto de la quinta de mi hijo. Tenía diez años. En la foto aparece con profundas ojeras de enfermo, leucemia quizá. Sus padres no se ahorraron, como yo me ahorré, el dolor de verle marchitarse poco a poco. Por el contrario después, cuando murió, ya no sufrirían tanto. Debe existir una cantidad fijada de dolor para la muerte de un hijo; si no se paga antes se paga después. Es una de esas leyes de conservación del universo, como la conservación de la energía, la conservación del movimiento, la conservación de la carga eléctrica, la conservación del momento angular, la conservación del spin. La naturaleza es conservadora. Nunca se pierde ni una pizca de sufrimiento.

Sobre su tumba, una figurita de porcelana con el contorno de un pájaro tiene inscrita una frase en francés, esa lengua que los franquistas se empeñaron en que aprendiéramos por encima del inglés porque los hijos de la gran bretaña nos habían quitado el peñón y no nos lo querían devolver. Quizá sus padres fueran a Lourdes a pedir un milagro y en su lugar se vinieran con ese souvenir. Está hecho para que llegue al corazón y de paso ganarse unos céntimos. O más bien para ganarse unos céntimos y de paso que llegue al corazón. No importa, a mí me llega. «Cuando vueles sobre su tumba, curruca, cántale tu más dulce canción». Al reclamo de la oración una curruca pasa. Me emociono como un tonto y estoy a punto de llorar. Parda en el lomo y blanca en el vientre parece una media luna. Los gatos la miran expectantes, golosos, pero no pueden alcanzarla.

Las gárgolas

Educada, la curruca saluda a las gárgolas que rematan el tejado de un panteón gótico. Las gárgolas permanecen mudas. Sólo habla los días de lluvia y entonces sólo pronuncia sílabas con la l y la r. Mis alumnos también se quedan boquiabiertos. No se puede desplegar ingenio alguno ante un auditorio tan inculto. La l y la r son consonantes líquidas. ¿Comprendéis? Las gárgolas, la lluvia, consonantes líquidas…

—¿Y qué es una gárgola? —me preguntan.

Junto al panteón gótico, el panteón de los canónigos tiene una cúpula con tejas doradas. No necesita caños de desaguar porque esas tejas están superpuestas como las escamas de un pez y la lluvia no lo moja. Delante de ese panteón hay una cruz de piedra, alta, rodeada de cuatro bancos. En uno de ellos nos sentamos la noche de las psicofonías.

Sigo demorándome en las galerías porque la mañana pasa despacio y no me espera nadie en casa.

La mayoría de las lápidas de los nichos, como las gárgolas los días secos y soleados, los más abundantes en esta región del levante, están mudas. Tienen su cruz reglamentaria y su figura esculpida: un cristo, una virgen, ángeles. Una buena cantidad de imágenes y pocas palabras. Te queremos, no te olvidamos, tus hijos, tus nietos. Cosas así. El nombre del finado y dos cifras, la del nacimiento y la de la muerte. Nada de epitafios. Los muertos no son muy habladores. Muy de vez en cuando llama mi atención una frase y me acerco a leerla. Nada, una cita ñoña de San Agustín. Ni siquiera son personales, citas de otros.

Busco entre las lápidas palabras de gente que se haya atrevido a expresar lo inefable. Aquí veo por fin un epitafio personal, las sentidas palabras de un hijo hacia su padre. Palabras extrañas que expresan más amargura que esperanza: «Cada persona que muere es una rosa en la larga alfombra de la vida y alcanza su plenitud en la inexistencia de los demás». Ante este epitafio me quedo como mis alumnos, con cara de gárgola.

El olor de la santidad

Como cuando se recorre un laberinto es inevitable pasar dos veces por el mismo lugar, al volver sobre mis pasos para salir de una vía muerta me encuentro otra vez con el panteón gótico. En esta ocasión desfilo ante la misma puerta y percibo algo que antes se había camuflado en la distancia, un tufo acre y pestilente que proviene de su interior. Muy antiguo, ahora parece querer reconstruirse. Está abierto y dentro se ven andamios y sacos de cemento. Quizá cuando empiecen las obras esa fetidez desaparezca, pero ahora huele como si todos los nobles personajes que allí descansaron hubieran muerto de la peste.

Esto me recuerda una expresión que habréis oído alguna vez: «morir en olor de santidad». Mis alumnos piensan: otra vez no, por favor.

Aurora cree que la expresión original sería: «morir en loor de santidad», o sea en loa y alabanza de santo, reputado como tal. Con el tiempo esas dos os tan juntas y difíciles de pronunciar no se aguantaron más y una de ellas se fue a vivir al otro lado de la ele.

—Ha muerto en loor de santidad —diría uno en un entierro.

—¿Has dicho olor?

—No, loor.

Y otro día en otro entierro:

—Ha muerto en loor de santidad.

—¿Has dicho olor?

—No, loor.

Y otro día:

—Ha muerto en loor de santidad.

—¿Has dicho olor?

—Sí, he dicho olor. He dicho olor.

Así se crean los idiomas.

Una vez modificada la frase había que vestirla con un significado, y éste no podía ser más que loable. Como una evolución lógica en el camino de su incorruptibilidad los santos, después de muertos, debían oler bien. Traigo a colación ante mi público un pasaje de «La leyenda de Santo Domingo de Guzmán», el fundador de la orden de los dominicos. «Apenas hubieron retirado, con ayuda de barras de hierro, la losa y el cemento, se levantó súbitamente del sepulcro una ola de tan suavísima fragancia, que no solamente parecía estar perfumado el sepulcro, sino todo el recinto».

Como la frase es un equívoco, una alternativa igualmente descabellada y de signo contrario es totalmente lícita. Jesús Mayoral, y yo con él, apuesta por el olor de la santidad como un hedor.

Sobre enterramientos

Para entender su teoría hay que conocer un poco la historia de los enterramientos. Este cementerio data del siglo XIX. Ayer como aquel que dice. Mucho antes, a raíz de una gran epidemia de peste, la autoridad central prohibió los enterramientos dentro de las ciudades, obligando a sacar los cementerios a las afueras. Esto supuso para La Iglesia un quebranto económico terrible porque hasta entonces el lucrativo negocio de la muerte lo había ejercido en régimen de monopolio. Las iglesias en sí mismas eran cementerios y la expresión ser enterrado en sagrado era literal. Los fieles, agrupados en cofradías, compraban, según su poderío económico, más caro cuanto más cerca del altar, un trozo del subsuelo de la iglesia para ser inhumado allí. Los rezos cobraban un significado especial porque eran rezos no sólo por el difunto sino también sobre el difunto.

Las iglesias se nutrían con gusto de los cuerpos de los cofrades. Pero llegaba un momento en que ya no podían más, estaban tan ahítas que necesitaban, como ellas mismas mandan los viernes de cuaresma, hacer una vigilia, dejar de comer carne por un tiempo. Era el momento dedicado a vaciar los sepulcros, limpiar los huesos y depositarlos en el osario. Durante esos días se suspendían los oficios porque el olor era insoportable. Se abrían las puertas de par en par para que se oreara el recinto y en su interior se quemaba pimienta. Un olor de mil demonios se expandía desde el epicentro hasta cientos de metros más allá en oleadas concéntricas como si se tratara de un terremoto. Según Jesús Mayoral ese olor es el responsable de la frase. Así, morir en olor de santidad se aplicaría a aquellos que son enterrados dentro de las iglesias.

San Antonio

Precisamente ahora que enfilo la galería de San Antonio puedo mostrar un ejemplo que avala nuestra teoría.

Como no tiene foto que lo identifique, no se puede saber con seguridad cuál de los dos santos llamados Antonios es el custodio de esta calle. El primer candidato es San Antonio Abad, un egipcio del siglo III, un terrateniente que regaló sus posesiones a los pobres y se fue al desierto. Allí recibió las famosas tentaciones descritas entre otros por Flaubert. El diecisiete de Enero es su festividad. Ese día miles de creyentes van a las iglesias con sus animales domésticos: perros, gatos, loros, lagartos, a que los curas los bendigan, y los curas los bendicen, sacan el hisopo y los riegan con agua bendita. Aquí, en la ciudad, existe una ermita llamada San Antón donde, a mediados de Enero, cuando los días empiezan definitivamente a alargar la mano queriendo tocar la primavera, se celebra una fiesta presidida por la rifa de una marrana gigantesca y sus tres o cuatro lechones. Cómo llegó ese santo a ser el patrón de los animales parece claro. Primero está el hecho de irse a vivir a la soledad de una cueva. Por muy religioso que se sea nadie llega a esos extremos de no estar harto del trato humano. A sensu contrario, si uno no ama a los hombres, ama a los animales. En segundo lugar, es imposible que su caverna tuviera agua corriente para lavarse, ni cajones donde guardar una mala muda para ponerse limpia. Debía oler como un auténtico cerdo. El olor de los eremitas que se recluyen en las cuevas ¿no es el olor de la santidad? Por eso a este Antonio se le identifica con el cerdo y se rifa el pedazo de marrana que se rifa.

Dice Jesús Mayoral que después del decreto por el que se expulsaba a los muertos de las ciudades y antes de trasladarlos aquí, el cementerio estuvo una temporada en San Antón. Esto y la coincidencia de que una fila de gatos se aseen al sol en los aledaños de los muros, gatos de un pelaje abundante y lustroso que cubre como un abrigo caro sus cuerpos orondos, bien alimentados, me hace pensar que el Antonio que da nombre a este calle es el Antonio de los cerdos y no el otro, el de Padua, cuyo único mérito fue escribir algunos libros de teología, fundar algunas órdenes religiosas y salir limpio y perfumado en las estampas de santos.

El signo de la suma

Sigo paseando entre una monótona la sucesión de vírgenes y cristos de granito. Como un nazareno absolutamente justo me gustaría ofrecer el caramelo de una pequeña oración ante cada muerto. No tengo ni tiempo ni fe y camino deprisa por las diferentes galerías buscando al conocido al que festejar. Más encapuchado que los encapuchados porque no tienen ojos quienes me miran. Un nicho y otro más y otro más y otro más. ¿Por qué en todas las lápidas han puesto el signo de la suma? Pero calla, son cruces. Un instrumento de tortura romano convertido en el principal símbolo religioso del cristianismo. A lo mejor por eso La Iglesia ha cometido tantos disparates a lo largo de su historia. Cualquier religión que adorara a la guillotina, a la horca, a la cámara de gas o a la silla eléctrica haría lo mismo. Estaría predestinada. El sufrimiento como camino de redención. Mala cosa para el redimido.

También la tumba de Herminia y de mi hijo tiene una cruz. Este es un cementerio parroquial. Antiguamente había una tapia que separaba el lugar donde eran enterrados los que morían fuera del seno de La Santa Madre Iglesia: suicidas, excomulgados, ateos y demás ralea. En la actualidad, derribada la tapia, se acoge en sagrado a todo el mundo. Una maravilla de permisividad vista desde el lado del clero. Las consecuencias son que en esta ciudad te puedes casar por La Iglesia o por lo civil pero a la hora de morirte no te puedes morir por lo civil, te colocan una cruz y te suman a la grey. Hasta ahora nadie ha protestado.

El tetraedro

Pero siempre hay extravagantes que se saltan la norma. Veo aquí un nicho donde la pertinente cruz ha sido sustituida por una pirámide de tres lados, en rigor un tetraedro.

Está en la primera fila empezando por abajo. El granito o mármol pulido clásico ha sido sustituido por una basta terracota color arena de cuyo interior emerge una pirámide de acero refulgente cuya base, en lugar de estar en horizontal, está, dada la configuración del lugar donde reside, la tapadera de un nicho, en vertical. Al asemejar la nariz prominente de un rostro de hierro se pierde el efecto evocador de la pirámide como tumba donde los faraones, émulos de Osiris, esperaban renacer. Uno piensa que la finada tuvo la muerte del loro: estornudó y se clavó la nariz en el pecho. Por favor, que alguien me saque a Chitina de la cabeza. Desde luego en un panteón de suelo hubiera quedado mejor. Erguida es la posición natural de las pirámides. Unos cuantos camellos de plástico y unas palmeras hubieran completado la trasgresión: un enterramiento auténticamente faraónico en un cementerio parroquial católico.

He conocido gente que cree en la magia de las pirámides hasta más allá de lo razonable. Unos dicen que en sus medidas están cifrados conocimientos matemáticos y físicos altamente avanzados. Es imposible que los egipcios supieran cosas como el número de Avogadro o la velocidad de la luz y sin embargo, si se buscan bien, allí se encuentran. Otros, o quizá los mismos, aseguran que el dibujo que forman las pirámides en la llanura de Gizeh reproduce fielmente las estrellas centrales de la constelación de Orión porque eran rampas de lanzamiento desde donde el espíritu y quizá el cuerpo de los faraones viajaban hasta esa constelación para ser resucitados. Los hay enamorados de su geometría. He leído experimentos en los que un trozo de carne situado en el justo centro de una pirámide adquiere propiedades de incorruptibilidad tales que la mantienen fresca durante meses, mejor que en un congelador. ¿Sería esta mujer que murió joven una de esas apasionadas del misterio piramidal? ¿O bien ella misma, poseedora de una hermosa nariz como se muestra en la foto, se creería Cleopatra? No sé. Lo que me sorprende es que en lugar de los números árabes que todos utilizamos (después de todo Egipto es un país árabe) a la hora de poner la fecha de su nacimiento y de su muerte haya utilizado números romanos. Nació el año MCMLX y murió el año MCMXCV, tenía pues XXXV años cuando emprendió el viaje.

La trinidad

Algo no cuadra. El cuadrado. Falta el cuadrado.

Debo estar en un error al considerar éste un enterramiento egipcio. Recuerdo una simbología, en este caso cierta, de la pirámide de Keops: cada una de sus cuatro caras está orientada hacia uno de los puntos cardinales. Pero la pirámide de la tapa del nicho de esta joven tiene tres caras. ¿Y si no tuviera nada que ver con Egipto? ¿Qué otra posibilidad hay? Quizá fuese historiadora y supiera que los primeros cristianos evitaban poner cruces en sus tumbas por ser demasiado reciente la utilización de estas como suplicio infame. En su lugar ponían a menudo triángulos que simbolizaban la santísima trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Quizá sea ese el significado. Lo mismo da. Si se pusieran uno encima de otro todos los dioses que no existen llegarían a la luna.

Plenitud

A esta mujer de la pirámide la conocí de muchacha. Yo podría haber sido un genio de las matemáticas como Einstein o Newton. Leyendo la biografía de Newton me enteré que era un gran aficionado al juego de damas. «Cuando era joven y acababa de ingresar en la universidad jugaba a las damas, y si le tocaba salir era seguro que ganaba la partida». Yo lo hubiera derrotado. Se deduce de ello que hubiera hecho una física superior a la suya. Pero en el instituto, en lugar de atender al profesor, me pasaba las horas mirando por la ventana a las muchachas de los cursos inferiores que jugaban al voleibol. Llevaban pantaloncitos azules y camisetas blancas y se movían con una gracia infinita. Sus movimientos no eran demasiado efectivos a la hora de que la pelota pasara por encima de la red, pero yo le echaba la culpa al balón y no a ellas; ellas ya se movían así muchísimo antes de que se inventara el juego. Una de mis jugadoras favoritas era esta niña cuya tumba miro con pesar. La recuerdo llena de vida. No era solamente bonita sino que despertaba la ternura que despierta todo animal joven, ya sea un cachorro de tigre o de león. La recuerdo riendo en la pista, tratando de controlar una pelota que no se dejaba controlar. Otros la recordarán de otra forma. Yo la recuerdo así. Un pequeño recuerdo que, si fuera el único, aun así sería una imperfección en la plenitud de su muerte.

He visto la luz. Ese exactamente es el significado del epitafio del hijo al padre que antes he ignorado por embrollado y pretencioso. Decía que toda persona que muere alcanza su plenitud en la inexistencia de los demás. Claro. Hace falta que los demás dejen de pensar, de recordar o, mejor aún, de ser para que los muertos estén auténticamente muertos, muertos de una pieza. Que la muerte de todos sea preferible a la mundana memoria es una idea muy cristiana: la idea del Juicio Final. Sólo cuando toda la humanidad haya muerto podrán los muertos empezar a ser juzgados para alcanzar su destino, su plenitud. Ahora están a la espera. Mientras exista un ser humano que recuerde los muertos estarán a la espera. Algunos se impacientan: moríos ya de una vez y que suenen las trompetas.

O tempora, o mores

Doblo hacia la gran arteria central del cementerio. Allí los grandes panteones de la nobleza antigua con inscripciones en latín como: Pulcher Rimus Obiit Filius Cor, Vita, Amor, et Spes Patris, son seguidos por los de la nueva nobleza económica que pugna por igualarlos en opulencia. Mirando todos esos panteones desde un lateral de la galería dedicada a su nombre, un San Jerónimo pintado sobre una cerámica, pluma y libro en ristre, vigila la pureza de los textos. Algunos de los nuevos no dicen más que «Propiedad de». El viejo latín «In memorian aeternam» se ha sustituido por el prosaico y moderno esto era mío mientras vivía y ahora que estoy muerto mío y mío. «O témpora, o mores» que diría Cicerón. La traducción, y si no es así aquí está San Jerónimo para corregirme, es: ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!

Este lamento que Cicerón lanza en las Catilinarias avergonzado de la corrupción política y social de su época ha dado lugar a una anécdota que nos contaba, cuando éramos estudiantes, nuestro profesor de latín. Como ahora ya no se da latín en los colegios quizá sea desconocida. El suceso debe ser inventado, aunque muy bien podría ser real. Los estudiantes, lo sé de buena tinta, son muy brutos. Cuentan que en una clase el profesor le pregunta a un alumno por ese pasaje. O témpora, o mores. O te paras o mueres, improvisa osadamente el alumno. El profesor, conteniendo la hilaridad, aprueba la traducción pero, considerándola, dice, demasiado literal le pide al alumno algo más libre. El alumno, que no atranca, rectifica así: si das un paso más te rajo. Las traducciones libres tienen estas cosas, se pueden cometerse disparates, por eso La Iglesia siempre ha sido muy prudente con la traducción de los textos sagrados.

La pluma

A finales del siglo III existía una traducción griega del Antiguo Testamento, la versión de los Setenta, escrita según la tradición por 72 sabios judíos de Alejandría durante un periodo de tiempo bastante largo, para hacer comprensible la palabra de Dios a quienes no sabían hebreo. El Nuevo Testamento está originariamente escrito en griego, así es que solo había que saber esa lengua para leer los dos Testamentos. El problema residía en que a finales del siglo III muy poca gente sabía griego. Por eso el papa Dámaso encargó a Jerónimo (este mismo San Jerónimo que tengo delante y cuyos primeros atributos son el libro y la pluma) una traducción latina de la Biblia. La Vulgata, acabó llamándose. Por eso el santo lleva una pluma en la mano derecha. Pero a mí más que esa pluma me interesa la piedra que lleva en la izquierda y con la cual se golpea el pecho. Parece absurdo que un hombre se golpee a sí mismo con una piedra. Si viera tal cosa pensaría que no está en su sano juicio. Y diciendo esto abro un poco mi camisa y observo cómo va la herida. La piel ha cambiado el rojo de la sangre por el rosa de una infamación medio infectada. Tardará en curar. Aunque ahora parece absurdo en ese momento el coger una piedra y herirme en el pecho tenía sentido, mi mente, con su lógica, me había conducido a ello. Así funcionan las cosas. Como sólo vemos el producto terminado no comprendemos su proceso. San Jerónimo, como yo hace un momento, tenía sobradas razones para autolesionarse aunque éstas, como las mías, puedan parecer ridículas a muchos. En su caso no era por miedo a los perros, eso puedo asegurarlo con certeza porque en el cuadro, en el ángulo inferior derecho, aparece la figura de un león. Según una leyenda tardía a este león le había quitado una espina de la pata. Este episodio, pintado por varios artistas del renacimiento, basta por sí solo para demostrar mi afirmación. Si con un perro se la pude uno jugar con un león la muerte es segura. ¿Por qué entonces se macera con la piedra?

La piedra

Casi todos los santos se flagelan para evitar caer en una tentación. Lo clásico es la mujer desnuda. Un buen cuerpo es una tentación casi irresistible. Además, tiene sentido: contra el deseo de la carne la agresión a la carne. Un desierto es un lugar propicio para sufrir tentaciones. El mismo Cristo, durante cuarenta días sostuvo allí su pulso particular con el maligno. Jerónimo también se retiró a un desierto, al desierto de Calcis en Antioquia donde permaneció un año. Todo lleva a pensar que San Jerónimo apartaba a pedradas la concupiscencia de su pecho. Yo desde luego, en el desierto, vería mujeres desnudas por todos lados y al cabo de una semana no miraría con malos ojos a las lagartijas. Pero parece que el problema del santo traductor era otro.

Su gran pasión eran los libros. Amaba apasionadamente la cultura clásica y poseía una extraordinaria biblioteca. Cuando se hizo santo se vio en la necesidad moral de renunciar a su Horacio, a su Virgilio, a su Homero, en fin, a todas esas lecturas que lo habían hecho vibrar de joven. ¿Cómo dar la espalda a la gran historieta de la mitología contada por los grandes poetas? Todas las metamorfosis de Ovidio las cambió por la única conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Salvador. Poca cosa para un adicto a las maravillas. Jenofonte, Pausanias, las tragedias griegas. Él había nacido allí, respiraba ese aire ahora impuro, ahora reñido con su fe. Tenía que abandonar ese vicio como el que abandona el tabaco. Un último canto de La Odisea y mañana lo dejo. Pero inevitablemente volvía. Tuvo que retirarse al desierto para alejarse del mundo griego. Se escapó lejos de sus libros para aprender hebreo y pasarse el resto de su vida traduciendo los insulsos y cuadriculados textos de los judíos. Cuando el deseo de volver a leer a Sófocles era demasiado intenso lo sofocaba dándose en el pecho con una piedra. Leonardo da Vinci, Tiziano, Rubens, Ribera entre otros han pintado al santo golpeándose con la piedra. Y también este pintor anónimo que ha expuesto en el museo del cementerio.

El número nueve

Otra vez paso por una galería cuyo nombre es equivoco. Sin placa pintada que ayude a desentrañar el enigma no se puede saber a cuál de los dos santos homónimos se refiere. Aquí veo la tumba de un hombre en cuya lápida aparece escrito lo siguiente: «persígnate, caminante, nueve veces». Es un epitafio esotérico, cabalístico. El muerto debió pertenecer a alguna secta. ¿Por qué precisamente nueve veces? Un matemático aficionado a los acertijos y a los juegos de mesa como yo no puede dejar de preguntárselo.

Estoy en la galería de San Luis. Como pasaba con la de San Antonio no hay un retrato que represente al santo, por eso tengo que especular de qué santo se trata. El primer candidato supone un desacato a las palabras del jefe de la secta de los adoradores del pez, también llamados cristianos, que pronosticó en cierta ocasión más dificultad para la entrada de un rico en el reino de los cielos que para el paso de un camello por el ojo de una aguja, pues el primer Luis al que la Iglesia canonizó era rey: Luis IX. Luis noveno. Ahí está el primer nueve de esta historia. Este rey francés del siglo XIII organizó y dirigió la séptima cruzada donde fue hecho prisionero y la octava donde murió. Lástima que no llegara a la novena. Sería un bonito nueve. Fue canonizado por cuestiones políticas. A pesar de las leyendas que lucen algunas estatuillas de esa parte del cementerio: Le temps passe, le souvenir reste, así, en francés, probablemente también traído de Lourdes, no creo que sea este Luis el que da nombre a la galería. El candidato más lógico es San Luis Beltrán, un dominico que nació en Valencia en el siglo XVI y murió también allí cincuenta y cinco años más tarde después de misionar por las Américas. A este santo le tengo especial devoción porque su festividad, el nueve de octubre, es también el día de la Comunidad Valenciana y no se trabaja. Esta fecha es el segundo nueve con el que me encuentro.

No parece que ninguno de los dos nueves tenga nada que ver con el epitafio. Abramos otra vía de investigación, En algún lugar he leído sobre las costumbres funerarias romanas. Cuando alguien moría, el mismo día en que se daba sepultura al cadáver se ofrecía una comida de funeral. Luego la gente se dispersaba para volver a reunirse a los nueve días. Ese era el periodo de luto. No ocho ni diez, sino nueve. A este periodo se le llamaba novendiale. Terminaba con los novendiale sacrificium ofrecidos a los dioses tutelares del finado y con la cena novendialis donde eran servidos sabrosos manjares. Muy posiblemente, de esta costumbre romana de los novendiales proviene el rito religioso de las novenas. Una novena son los actos litúrgicos que se celebran durante nueve días por el alma del difunto. Cuando yo era pequeño oía a mis tías decir que iban a la novena. Para mí novena era sinónimo de rezos, ni siquiera reconocía en la palabra novena el número nueve. Si el periodo de luto de los romanos era de nueve días y no otro puede deberse al número de meses que dura la gestación humana. Si se tarda nueve meses en venir al mundo es pertinente asignar un periodo de nueve etapas para salir de él. Es una cuestión de armonía.

En esta zona donde estoy ahora hay demasiada gente. Ninguno reza ni medita. Ninguno mantiene una conversación íntima con el difunto. Todos se afanan en tareas de limpieza y reposición floral. Una mujer, para que un jarroncito de plástico con flores no se caiga al suelo, lo apalanca con una cuerda que ata a los pies de un Cristo crucificado. El Cristo queda clavado y atado. En la edad media se creía que tardó nueve horas en morir en la cruz.

Un rostro agostado

Una mujer mayor ha derramado agua sobre el mármol de un nicho y trata de enjugarla con un paño. Estoy por decirle que la deje, como granos de arroz echados en un parque, para que el sol la picotee. Ella ha conseguido en su cara lo que no consigue en el mármol: dejarla completamente seca. Su piel asemeja los renglones donde se escribe la palabra trabajo. Esa epidermis de ciruela pasa sólo se consigue con el esfuerzo de la labor agrícola. Se afana la mujer de luto. Le tiemblan las manos. Más le corresponde ya ser inquilino que visitante del balneario y, sin embargo, aun ha venido en bicicleta, el único medio de transporte que conoce, para traerle flores acuáticas a su marido. Creo que la vieja va a abrir una tumba y se va a meter dentro como quien, cansado, se envuelve bajo las mantas de su cama. No lo hace. La mañana de primavera tiene un no sé qué que invita a vivir. Dios tuvo que hacer la primavera, el verano y parte del otoño. El invierno es cosa exclusiva del diablo.

Camino rápido para llegar cuanto antes a la parte de arriba, la galería de San Martín de Porres, santo mulato de piel negra como atestiguan dos cuadros (discriminación positiva) colocados en cada una de las dos hileras de nichos combados donde está enterrada mi mujer y mi hijo. Subo tres escalones. Me siento en el borde de la jardinera central. Miro sus lápidas tantas veces vistas que me las sé de memoria. Miro mi reloj. Es cerca de la una.


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

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