Creación

La grúa

«Mi prima se enamoró de él una tarde que paseaba por el muelle y lo vio salir del navío con un libro de bricolaje». Un relato de José Manuel Ferrández Verdú.

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

Me habían invitado a la boda de una de mis primas. Iba en mi coche el día antes con la idea de parar a descansar en el camino. El viaje era largo, pero no tenía prisa. Sabía que esa boda era una locura y en nada cambiaría el que yo llegara a tiempo. A la orilla de la carretera me detengo en un restaurante un poco anticuado. Es extraño que no haya automóviles en la puerta, y sí mucha gente comiendo. Mientras trato de imaginar cómo ha llegado hasta allí toda esa gente, aparco a la sombra y salgo. Varios empleados se mueven por los alrededores. Entro en el comedor, tomo asiento y pido la carta. Me ponen cuatro cebollas y seis albóndigas. Por lo visto, tienen un plato denominado la carta que consta de estos ingredientes, eso sí, muy bien condimentados y cocinados.

Cuando he terminado de comer, pago la cuenta y me voy. Al salir, contemplo la llanura que se extiende hasta un horizonte áureo y lejano. Pienso en mi prima, a punto de hacer una locura tan grande como el paisaje que tengo ante mí. Su futuro marido es un famoso pirata, propietario del único barco que hay en el puerto. Es un antiguo cascarón carcomido y lleno de ratas. Hace ya muchos años que no sale a faenar. El novio vive en el barco y no hace más que quejarse del poco trabajo que hay.

Mi prima se enamoró de él una tarde que paseaba por el muelle y lo vio salir del navío con un libro de bricolaje. La afición de ella hacia los trabajos manuales le hizo prestarle atención. Él le habló de la manera de arreglar una mesa y ella no pudo escapar a la seducción de sus palabras. En el muelle quedaban muchas cosas rotas, y él le aseguró que soñaba con arreglarlas algún día no muy lejano. Ella lo miró como nunca había mirado a nadie.

Abandono estos pensamientos y me dispongo a proseguir el viaje. Pero el coche no está donde lo dejé. Pregunto a uno de los empleados que andan por allí. Este me dice que mire detrás del edificio, donde es posible que lo hayan puesto.

—¿Que lo hayan puesto? —repito—. ¿Quién?

—No lo sé —me dice—, pero seguro que está allí.

Voy hasta donde me ha indicado el proletario, porque tiene pinta de estar casado y con un montón de familia. Detrás del restaurante hay una especie de fosa muy grande. Tendrá unos veinte metros de larga por diez de ancha y siete de profunda. Está llena de agua hasta la mitad, y debajo del agua verdosa puedo distinguir mi coche en compañía de otros vehículos. Al parecer se han deslizado hasta allí por una pendiente muy suave pero eficaz, que de modo inapelable los atrae hasta el fondo del hoyo. Esto me hace pensar en cosas incomprensibles. Vuelvo de nuevo a la puerta del restaurante.

—¿Quién ha tirado los coches a la fosa? —pregunto señalando de alguna forma a lo que sucede detrás, pero nadie parece saber nada. Entonces le explico la situación a alguien que se ha parado a escucharme.

—Necesitará usted la grúa —me dice.

—¿Y dónde puedo conseguirla?

El hombre se dirige al interior de un almacén cercano y da unos cuantos gritos en alguna lengua desconocida para mí. Al rato aparece la grúa. Una máquina monstruosa, que se mueve como un animal antediluviano, avanzando en medio del crujido de cadenas y muelles. Con lentitud fantasmal llega hasta al borde de la fosa y allí hunde su cuello gigantesco bajo el agua verdosa, removiendo entre la chatarra amontonada hasta que, después de infinitas maniobras en medio de un ruido infernal, se eleva otra vez con una especie de graznido triunfal, llevando en el pico mi automóvil, del que sale agua por todas partes. Una vez superado el incidente, secado el coche con potentísimos ventiladores de señora manejados por seis corpulentos operarios balcánicos y puesto en marcha milagrosamente, prosigo el viaje.

El lugar donde vive mi prima se llama Paajo. El pueblo tiene solo una calle estrecha y algunas casas repartidas al azar. La casa donde vive mi prima está prácticamente pegada al mar. Tanto es así que tuvieron que poner una puerta enorme de bronce labrado para que el empuje incesante de las olas no la desplomara. Los miembros de la familia entran y salen por una ventana lateral. El enfado administrativo envía continuamente funcionarios y aficionados que golpean la puerta con desesperación para denunciar aquel estado de cosas, pero se rompen las manos llamando y se les caen delante de la puerta, donde se acumulan las manos oficiales. Mi prima recoge algunas por la noche y se dedica a hacer manualidades con ellas, cosa que no es bien vista por el resto de su familia. Pero ella es así.

—Bienvenido, pero la boda no se va a celebrar —me dicen nada más llegar a la casa.

—¿Por qué?

—El novio vino a pedir oficialmente su mano y ella se la entregó, pero era una mano falsa, que se cayó al suelo cuando él la tomó con la suya. A partir de ahí, todo fueron llantos y alaridos. Ella abrió la puerta de bronce justo cuando una ola enorme venía hacia la casa y fue arrastrada hacia el océano, donde fue apresada y ahogada por docenas de manos inclementes y ciegas de rencoroso odio oficial.

Me vuelvo a casa triste y con las manos vacías.

Al pasar de nuevo frente al restaurante, me detengo y alquilo la grúa. Voy con ella hasta el mar. El gigantesco monstruo se introduce lentamente y con grandes crujidos entre las aguas hasta desaparecer. Con esfuerzos titánicos, más propios de un héroe antiguo que de mi persona, consigo rescatar a mi prima de la opresión de las aguas y de las manos muertas de los funcionarios y aficionados. Con la boca de la grúa la devuelvo a su casa de nuevo, pero esta vez la loca de mi prima, que no piensa más que en hacer tonterías, decide que yo soy su verdadero amor, lo que me hace salir a toda velocidad con la grúa. Ella corre tras la montaña de hierro, se sube hasta la cabina y de un cabezazo rompe la ventanilla. Luego nos fundimos en un beso interminable. Como consecuencia, pierdo el control de la grúa que llega al restaurante y lo aplasta bajo su mole.

El novio pirata, que había venido detrás de ella, nos da alcance y me reta a un duelo de bricolaje. Solo el primero que logre arreglar una vela salvaje de navío desencajado la atrapará en el tálamo. Aunque yo no conozco ese arte, lucho por obtener un amor que hace poco no deseaba, pero basta que a uno lo desafíen a la cosa más tonta del mundo para que la sensatez se vaya al carajo, por lo que empiezo a hilar la vela y logro repararla antes que el pobre aquel, que no era más que un miserable pirata sin oficio ni beneficio. El hombre no tuvo más remedio que resignarse a salir de nuevo a la mar en busca de tesoros ocultos, de los que al fin halló media docena que le hicieron famoso entre los aficionados al bricolaje.

Al final se cumplió su sueño y pudo arreglar todo lo que había roto y esparcido a lo largo del muelle.


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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